Elogio del acento | de Alan Pauls

Entre mediados de los años ’60 y principios de los ‘70, quién sabe si por moda, vocación de populismo, exigencias de un mercado que todavía merecía llamarse “inteligente” o sólo porque ya entonces lo “sofisticado” nunca tenía tanta eficacia cultural como cuando alquilaba una piecita en el interior del mal gusto, la gran mayoría de los cantantes extranjeros que pisaban la Argentina cantaba en castellano. Estoy hablando de cantantes populares, masivos, que casi no parecían tener existencia fuera de la que les concedían las revistas de actualidad y los dos o tres programas de televisión —Casino Philips, Sábados circulares de Mancera— en los que aparecían como figuras estelares. Hablo de Roberto Carlos, Nicola di Bari, Ornella Vannoni, Gigliola Cinquetti, Salvatore Adamo, Domenico Modugno, Iva Zanicchi. Extranjeros peculiares, habría que precisar, porque en ellos la extranjería —todo un mito de la avidez argentina— era un signo menos de prestigio que de fraterna vulgaridad. No eran norteamericanos, lo que los eximía de la sospecha de condescendencia, de perfidia colonial, que el castellano solía despertar cuando caía en los labios enemigos del inglés —el caso Nat King Cole—; eran extranjeros “menores”, mejor dicho amigables, mejor dicho inofensivos: brasileños, italianos, a veces —el caso Aznavour, el caso Gilbert Bécaud— franceses. Reinaban en festivales sórdidos y espectaculares; eran héroes en San Remo, en Viña del Mar, en Eurovisión, y de ahí, de esos sospechosos podios de la canción romántica, saltaban sin transición a los crujientes altavoces de las disquerías de Cabildo y la calle Lavalle. Eran, casi sin excepción, lo que cierto idiolecto porteño de entonces llamaba, con las intenciones naturalmente más aviesas, artistas mersas, mersones, y cantaban canciones de un amor pegadizo, monosilábico, universal, tan universal que las coreaban con el mismo énfasis idiotizado en Valparaíso, en Roma, en Buenos Aires y en Río de Janeiro. Y sin embargo, cada vez que la canción ganadora de San Remo se ponía a ratificar sus laureles en un televisor blanco y negro del barrio de Colegiales, el mío, la impresión que yo tenía era que esas melodías banales, escritas desde el vamos en la lengua internacional del género romántico, cantadas así, en ese castellano un poco entablillado de extranjero profesional y concienzudo, probablemente adquirido a las apuradas en algún rato libre del vuelo que traía al cantante a Buenos Aires, se convertían para mí en pequeñas obras maestras de la particularidad, objetos musicales únicos que, por más que yo fuera capaz de reprocharles su indigencia lírica, su trivialidad, su untuoso sentimentalismo, y eso menos por mi competencia en materia poética que por el desconcierto que me producía reconocer con quiénes yo, niño de clase media ilustrada, solía compartirlos, con qué vasta porción no tan ilustrada de mi propia clase y con qué vecinos inquietantes, la clase media baja o incluso la baja, representada para mí, por ejemplo, en la señora que trabajaba en mi casa, socia indefectible, junto con mi hermano mayor, a la hora de tararear “Te regalo yo mis ojos”, “La distancia” o “He sabido que te amo” frente al televisor —esas canciones, decía, me producían una fascinación que rara vez encontraba, por más placer que me depararan, en las músicas que por edad o por fracción de clase o por condición familiar me estaban “naturalmente” destinadas. Más o menos al mismo tiempo que yo atravesaba estos trances musicales, Susan Sontag describía y anexaba la provincia perversa del camp al mapamundi de la sensibilidad moderna. Pero lo que yo canturreaba en un sincro perfecto con las bocas móviles de di Bari, Modugno o Salvatore Adamo no eran exactamente las letras, no eran los personajes ni las vicisitudes ni las proposiciones suspiradas del mundo cursi, que, más o menos felices, existían independientemente del modo en que cada uno de ellos las cantaba, sino justamente la mezcla de envaramiento, optimismo lingüístico y torpeza que cada cantante ponía en juego cuando cantaba intraduciblemente versos condenados a atravesar intactos todas las lenguas del mundo. Lo que me hechizaba, pues, era un acontecimiento a la vez técnico, dramático y corporal: una pronunciación, una modulación física. Eso que normalmente llamamos un acento.

Ahora, pensándolo bien, se me ocurre que tal vez cierta emanación camp, un eco que entonces era informe, inarticulable, se filtrara en mi fascinación: la conciencia, en todo caso, de que algo que no estaba del todo bien —algo que infringía sin agresividad pero de un modo inapelable los standards básicos del bien decir, la fluidez, la propiedad— podía ser fuente de un cierto goce. Porque mientras yo mismo, al cantarla, iba iniciándome en esa especie de lengua doble en la que cantaban mis cantantes favoritos, también sentía que el hechizo, aunque incondicional, siempre estaba como veteado por un escalofrío de perplejidad. Lo que estoy escuchando, pensaba, no está bien. No es italiano, no es argentino, no es ni siquiera el cocoliche del sainete: es simplemente una lengua mal impresa, una lengua tallada desde adentro por otra, una lengua afantasmada. Y aunque esa operación de tallado no persiguiera propósitos estéticos sino, en todo caso, comerciales, de ampliación de mercado, sus efectos —la distancia, la opacidad, el notable granulado que le proporcionaban a una lengua que hasta entonces yo siempre había considerado como la mía— eran artísticamente tan estimulantes como los alardes poéticos de los songwriters más irreprochables de la época. Si ni Ornella Vanoni ni Bobby Solo eran responsables del síndrome de extrañeza que producía el castellano contra natura en el que cantaban —lengua-maniquí, contrahecha pero clara, algo rígida y al mismo tiempo, sin embargo, sorprendentemente erótica— es porque el acento no era una firma, una huella digital, sino un tipo de inflexión más bien impersonal, protocolar, mecánica. No: es probable que yo ya no escuchara a Iva Zanicchi; seguramente Roberto Carlos no me decía nada. La obra era el acento; era el acento mismo, no Zanicchi ni Roberto Carlos, el que hacía temblar la trivialidad de lo cantado y me conmovía.

Porque se trata, en efecto, de la emoción, de la máquina de afectos y de afectar que una lengua es o puede ser para el que la habla y la escucha y se piensa en ella. Pero se trata en rigor de una extraña calidad de emoción, una que de algún modo, si se extreman un poco las cosas, podría contradecir incluso las condiciones mismas que cualquier emoción exige para irrumpir y manifestarse. Primero y principal, porque el acento, antes que un énfasis que intensificara un quantum emocional previo, era original y era performativo: el acento fundaba una emoción. Y esa emoción era específica porque actuaba de un modo paradojal, a la vez en la proximidad y la distancia, en la adhesión y la perspectiva, en el reconocimiento y la lectura: el acento producía emoción, sí, pero al mismo tiempo designaba la emoción que producía y la lengua en la que irrumpía. Tal vez suene irrisorio exhumar los archivos de un certamen musical italiano para razonar la posibilidad de una emoción brechtiana, o evocar el ataque o las erres en posición inicial pronunciadas eres o la sonorización de las consonantes sordas de Domenico Modugno para postular algo así como un afecto obtuso, que no se juega en la mímesis, ni en la fusión, ni en el reconocimiento homogéneo, sino más bien en cierto bies, cierto sesgo inesperado donde el afecto es al mismo tiempo una fuerza sensible y un valor, una pasión y —eventualmente— un pliegue de sentido.

Pero si estoy aquí, y si todas estas cosas sobrevivieron hasta aquí y hasta hoy, cuando el tiempo, como hace a menudo con muchas de nuestras perplejidades de infancia, bien podría haberlas disipado sin mayor derramamiento de sangre, es porque creo que esa fase aguda de fetichismo prosódico, alimentada por años de fast food musical ítalo-argentino, argentino-brasileño, italo-argento-francés, brasileño-franco-argentino, etcétera, coincidió y se acopló, de una manera probablemente decisiva, con una intuición que, aunque contemporánea, recién empezaba a declarárseme: la intuición de que una identidad plena, toda identidad plena, pero sobre todo la identidad argentina, “nuestra identidad”, no era un horizonte a alcanzar, ni un sueño a cumplir, ni siquiera una construcción a sostener, sino un peligro —quizás el máximo— que había a toda costa que eludir. ¿Fue la dicción de Iva Zanicchi en los versos “Te regalo yo mis ojos/ mis cabellos y mi boca/ y hasta el aire que respiro/ yo mi vida te regalo” —fue esa dicción la que, poniendo en escena una lengua rondada por otra, desactivó con su hechizo la seducción de toda identidad plena? ¿O fueron las múltiples sucursales del aparato de la patria —escuela, himno, narrativa histórica, iconografía, peronismo, Onganía, asesinato de Aramburu, para declinarlas del modo más pueril, y por lo tanto más “realista” posible— las que, al interpelarme como lo que eran, formas de un Todo que aseguraba refugio y tormento, familiaridad y castigo, euforia y resentimiento, y en el que la promesa era el reverso, o el pago, o la coartada, de una suerte de leva monstruosa y proteica, capaz de calzarse cualquier máscara con tal de garantizar niveles satisfactorios de reclutamiento —fueron esas imágenes patrias las que me arrojaron a los brazos de la fobia primero, y luego a esa reescritura de la fobia que desde entonces se ha convertido para mí, como la confianza y la intimidad para el Borges de “El escritor argentino y la tradición”, en algo parecido a una política: la militancia en la causa de las identidades distantes, oblicuas, indirectas?

En otras palabras, lo que no dejo de preguntarme desde que el autor e intérprete de “Amada amante” arrastraba con donaire su pierna mala por el Caribe de cartapesta del Tropicana Club —la pregunta que me persigue siempre, casi tanto como esa estrofa de “La distancia” que en boca de Roberto Carlos dice: “Pensé dejar de amarte de una vez/ Fue algo tan dificil para mí/ Si alguna vez, mi amor, piensas en mí/ Ten presente al recordar/ Que nunca te olvidé” —esa pregunta es: ¿qué relación hay entre identidad y matiz? ¿Ninguna, como diría, apurándome quizá demasiado? Ninguna, en todo caso, que no sea de hostilidad, de conflicto, incluso de aniquilación. Parafraseando un slogan de Godard, el matiz sería a la identidad lo que la excepción a la regla: una fuerza inasible —una diferencia— que la desdice, la declina, la hace incluso delirar. De modo que la pregunta, la segunda pregunta que entonces se pone a perseguirme podría ser: si la identidad busca por definición capturar, reducir, familiarizar el matiz, ¿por qué habría de valer la pena?

Y si retrocedemos ante la dogmática que acecha en toda identidad, ¿cómo evitar, al mismo tiempo, la peor, la más desoladora, la más estéril de las “soluciones” que la fobia pone a nuestra disposición: la histeria? La estrategia es conocida: decimos que no, rechazamos, huimos de la identidad plena (“¿Yo, escritor argentino?”) —y esa negativa nos es inmediatamente sospechosa porque no es radical, no es el Preferiría no hacerlo de Bartleby, que renuncia a una plenitud a pérdida pura, sin esperar ni pedir nada a cambio; esa negativa es el primer movimiento de una transacción, y el pago imaginario que tiene en la cabeza se cae de maduro: la esperanza de que eso de lo que huimos porque somos incapaces de desearlo —eso, por fin, nos desee de una vez. Es entonces, creo, acorralados entre el caso Juanito y el caso Dora, cuando la lección de Modugno, de Roberto Carlos, del inefable Nicola di Bari, de Ornella Vanoni, tan amenazada, a principios de los años ‘70, cuando la Argentina afilaba sus fusiles, por la legión de cantantes argentinas que como réplicas del mundo bizarro fingían, ellas, a su vez, ser italianas —es entonces cuando esa lección cobra toda su relevancia.

Porque si hay para mí algo capaz de neutralizar el despotismo de ese paradigma al que parece condenarnos la cuestión de la identidad, y sobre todo de la identidad argentina, eso es el acento. El acento es el antídoto contra las radiaciones más amenazantes del “ser argentino”: la naturalidad (o más bien cierta capacidad de autonaturalización), la inmediatez, la voluntad de imposición, el estereotipo, la generalidad, la imprecisión. Pero si su función fuera sólo antidótica, si sólo contibuyera a apartar de nosotros el peligro o a revertir las secuelas que nos dejó, el acento apenas sería una superstición más, otro de los rituales obsesivos con los que tratamos de conjurar el influjo de los objetos que más nos asedian. Así que no: matiz, marca, torsión, pienso el acento como una clase rara de maniobra, simultáneamente deliberada y azarosa, y como una manera radical, no por lo espectacular sino más bien por lo tenue, o lo casual, de afectar ese ready-made que es la argentinidad, que nos quema pero con el que no podemos no relacionarnos. Veo el acento, en otras palabras, como el instrumento —y quizás el arte— de una utopía: la de establecer alguna vez con la identidad, con ese sistema de obviedades que es siempre una identidad, la misma relación de sutileza que el acento italiano o carioca o francés me permitía establecer hace cerca de 40 años, frente a un televisor blanco y negro con fantasma, como se decía en aquella época, al mismo tiempo con mi propia lengua y con un mundo de verdades y valores completamente cristalizados, transparentes, irresistibles, llamado “canción romántica”. Se entiende, espero, que digo “obviedades” sin ningún ánimo despectivo, en el sentido más etimológico de la palabra, que la asimila a “lo que va adelante”, en primera fila, y a un sentido o un complejo de sentidos que sólo funciona con eficacia aliado con las persuasiones de la evidencia, la naturalidad, lo inmediato. Puede que el desafío de la identidad, y también su exigencia insoportable, sea a fin de cuentas éste: enfrentarse con la monstruosidad de lo obvio, con la evidencia “natural”, con la verdad que, alguna vez manufacturada con escrúpulo, ahora va de suyo. Si es así, sólo de ese modo, a través de un acento, de su vibración y del estremecimiento que contagia a todo aquello sobre lo que cae, desbordando y distrayendo el sentido de su destino de obviedad, puedo imaginar sin temor algo parecido a una identidad argentina, y no sólo imaginarla sino —colmo de los colmos— también desearla.

*Alan Pauls nasceu em Buenos Aires em 1959. Além de ser um dos escritores argentinos atuais mais interessantes, é professor universitário, roteirista e crítico de literatura e cinema. Publicou quatro romances. O último, El pasado (2003), foi recentemente traduzido para o português e está sendo adaptado para o cinema pelo diretor Hector Babenco, com estréia prevista para final de 2007.

 

NOTAS


1Texto originalmente apresentado no Encontro “Poéticas de la distancia”, New York University, Novembro de 2005.

 

Rumo ao norte: da diáspora ao nomadismo | Denilson Lopes

Nos últimos anos, a noção de diáspora emergiu, nas ciências sociais e na história, como uma chave de leitura para o processo massivo de migração de pessoas para além dos limites de uma cultura ou nação, mas quais seriam suas possibilidades e limitações no campo da arte? Ela seria rica apenas para lidar com a relação entre duas culturas? Há alguma possibilidade para além da nostalgia de uma pátria original? A diáspora é rica para sujeitos e obras que multiplicam as viagens e o cruzamento de fronteiras culturais?

Para discutir estas questões, vamos fazer um diálogo entre os filmes de Claire Denis e os de Abderhamane Sissako que têm como cenário privilegiado a relação entre a África subasariana e a França. Em “A Vida sobre a Terra” de Abderhamane Sissako (1998), a narrativa se articula pelo retorno ao vilarejo de Sokolo, no Mali. A primeira cena é um travelling que passa por um supermercado, uma loja que vende roupas, provavelmente na França, e quando o personagem, que podemos identificar como o narrador, sobe pela escada rolante, o movimento continua até a visão de uma árvore enorme e solitária. Voltamos, junto com o narrador, a Sokolo, através de seu desejo e da carta que escreve ao pai que fala da vontade de filmar Sokolo. O narrador com sua voz over voltará a aparecer no meio e no fim do filme. Em conjunto com o irmão que responde a carta, falando para a câmera, estas vozes emolduram a construção do espaço a partir do desejo de voltar e, ao mesmo tempo, a necessidade, até para ajudar a família, de ficar na Europa.

Não se trata mais da relação entre metrópole/colônia, como se estabeleceu na África desde o século XVI, e com mais força a partir do século XIX. O filme trata do intelectual, do artista que, fora de seu país, teme esquecer de onde veio e se constitui pela experiência da diáspora contemporânea. Como diáspora é uma palavra muito utilizada, sofrendo de uma amplitude quando alçada a “comunidades exemplares do momento transnacional” (TÖLÖLIAN apud CLIFFORD, J., 1999, p. 245), seria importante precisar o uso que fazemos dela, distinguindo-a primeiro de migração do campo para cidade, de uma região a outra dentro do mesmo país, exemplificado no Brasil pelos nordestinos que foram para o Sul e Sudeste em busca de melhores condições de vida. A diáspora é uma dispersão de um povo de sua pátria original (BUTLER, 2001, p. 189), caracterizada pela: 1) presença em dois ou mais lugares; 2) mitologia coletiva de uma pátria; 3) alienação no país de origem; 4) idealização de retorno à pátria; 5) contínua relação com o país de origem (SAFRAN apud BUTLER, idem, p. 191).

Apesar de “A Vida sobre a Terra” enfatizar muito o vínculo ainda presente com a França, há uma construção em Sissako de uma pertença africana, com o risco de idealização nostálgica do lugar de origem, por uma tensão decorrente de um distanciamento em relação a, mais do que ao país, ao pequeno vilarejo natal, porém sem quebrar os vínculos completamente com este, nem se integrar totalmente na França. Poderíamos então entendê-lo dentro de uma estética diaspórica, não como a realização de um espaço outro definido, como o de cultura híbrida, mas um espaço mais precário, social, econômica e existencialmente, anterior a qualquer diálogo, síntese, mistura.

Neste sentido, “A Vida sobre a Terra”, apesar da referência a Aimé Cesaire, encena o que Hamid Naficy chamou de accented cinema, literalmente um cinema com sotaque, com marcas culturais explícitas, formado por filmes produzidos num modo capitalista mesmo que alternativo, não sendo necessariamente oposicionais – no sentido de se definirem primordialmente contra um cinema dominante unaccented – nem necessariamente radicais porque eles agem como agentes de assimilação e legitimação de cineastas e suas audiências, não só como agentes de expressão, mas como desafio (2001, p. 26). Diferente do cinema do terceiro mundo em que o que mais importava era a defesa da luta armada ou da luta de classes, em uma perspectiva marxista; trata-se de um cinema feito por pessoas deslocadas [ou] comunidades diaspóricas, engajado menos com o povo ou as massas, do que marcado por experiências de desterritorialização (idem, p. 30/1), ao invés da revolução como macro-narrativa (Lenin), uma multiplicidade descentrada de lutas localizadas, como resistências à hegemonia (Gramsci) (STAM e SHOHAT, 1994, p. 338).

Diferente de “Chocolat” e “Beau Travail” de Claire Denis onde a experiência se dá da Europa para, sobretudo, diversos países africanos; o movimento em Sissako ocorre, no sentido contrário, definido pelo movimento da África para fora. Mas tanto em Sissako quanto em Denis, o trabalho, a sobrevivência econômica parece ser a motivação maior dos personagens para mudarem, no lugar de questões étnicas, religiosas ou por serem dissidentes políticos. A sobrevivência material está sempre subordinada a um drama existencial, mesmo íntimo, particular, socialmente inserido, sem contudo configurar uma alegoria, situando os personagens num quadro mais amplo em que cada vez mais é difícil nascer e morrer onde se nasceu (BUTLER, 2001, p. 214). O tom destes filmes encontra diálogos na cinematografia brasileira não só em “Terra Estrangeira” (1995) de Walter Salles e Daniela Thomaz e “Passaporte Húngaro” de Sandra Kogut, mas também em “O Céu de Suely” (2006) de Karin Aïnouz, apesar deste reencenar no fundo a questão da migração do Nordeste para o Sudeste/Sul do Brasil. Longe das situações desesperadas da seca culminando em morte ou em impossibilidade de volta, ruptura radical com a origem, em “Céu de Suely”, a experiência migratória, sem pretensão alegórica, é tradução afetiva do trânsito entre culturas, em que a vivência íntima é central.

De toda forma, talvez por este desejo de retorno, “A Vida sobre a Terra” seja, num primeiro momento, uma evocação nostálgica da terra natal. No entanto, pouco a pouco, emerge uma consciência dilacerada, apesar da apresentação lírica sem grandes dramas sobre pessoas comuns, com atuações que não parecem de profissionais, numa tradição que remonta pelo menos até o Neo-Realismo de De Sica e Zavattini. O uso do recurso da carta, muito corrente no que Naficy chamou de accented cinema, não coloca a experiência autobiográfica como apenas algo pessoal, narcisista, nem como um filme-ensaio em que a autobiografia é inserida dentro de um debate filosófico mais abstrato, ou sobretudo nos limites do continente europeu, como em “JLG por JLG” (1994) de Godard, mas como intimamente conectada a uma situação coletiva de uma experiência intercultural e de desigualdade colonial. Em contraponto ao risco do saudosismo idealizante devido à distância, esta carta-filme de Sissako é, por um lado, explícita, em não transformar a vida em simples espetáculo e não fazer do narrador (e do público) um simples espectador passivo. Por outro, o encanto com os pequenos fatos de Sokolo é inegável, traduzido pela beleza de Nana, que acaba por encerrar o filme, quando a vemos andando de bicicleta, como se deixando Sokolo, em contraponto à primeira imagem do homem que chega à cidade.

O último dia de 1999 é apresentado pelo cotidiano de Sokolo, com uma trilha sonora eclética que mistura Schubert, Salif Keita, suaves sons do cotidiano e as notícias de programas franceses e da programação local. A conexão da cidade com o exterior, além da carta, é marcada por uma cultura midiática, presente desde as ligações telefônicas precárias a diversas imagens como o retrato da família real inglesa, o anúncio do lançamento de um carro discutido por dois personagens, posters de modelos, mas também pela presença recriadora dos escritos de Aimé Cesaire lido pela rádio comunitária e usado como epígrafe no meio do filme. As diferenças são explicitadas, às vezes, mais sutilmente do que na referência a Cesaire, como na presença do sol que aparece como benfazeja no inverno europeu, e como um mal para a região de Sokolo. Lentamente, vemos os pequenos atos acontecerem: o menino com sua bola de futebol, a menina dançando, um homem se lavando. Uma rede de fatos e pequenos acontecimentos fazem com que alguns personagens desapareçam e reapareçam, sem que haja um eixo narrativo principal, nem mesmo o da voz over do narrador. Como o sol que vai mudando de posição e os homens na frente de uma casa que mudam de posição as suas cadeiras. Trata-se de outro tempo, menos rápido e saturado de informação, embora ecoando e traduzindo o mundo contemporâneo. A poeira que levanta quando as pessoas passam faz um quadro difuso e enevoado em meio ao sol inclemente. Sem precisar recorrer ao recurso narrativo de mostrar vários episódios em diferentes partes do mundo como em “Uma Noite sobre a Terra” (1991) de Jim Jarmusch ou do recente “Babel” (2006) de Alejandro Gonzalez Iñarritu, o uso das transmissões de rádio de celebração do Ano Novo pelo mundo encontra um contraponto a mais, um dia comum. Curiosamente, é na fala de uma repórter japonesa transmitida pela rádio que se encontra melhor traduzido o dia de Sokolo: “A vida não muda. Só o século muda”.

O balbucio da carta e das falas de telefone, ouvidas com dificuldade, redimensionam a nostalgia e o otimismo recorrentes em todo fim de ano. Este balbucio “não é uma carência, mas uma afirmação” (ACHUGAR, H., 2006, p. 24) de um lugar de fala, por frágil que seja. Sem perder o tom afetivo, o filme se coloca ainda como um modesto apelo, uma “oração viril”, nas palavras do narrador, pela mudança, por tempos melhores, na virada do milênio. Não sendo mais o tempo da revolução socialista, nem das lutas pela independência, o que resta? Um poema de Aimé Cesaire citado como epígrafe parece ecoar a resposta poética, conectando não só o local com o mundo, mas embaralhando os tempos, afirmando possibilidades: “Meu ouvido no chão/Ouvi o amanhã passar”.

Se “A Vida sobre a Terra”, filme-carta ao pai possui um tom nostálgico, “A Espera da Felicidade” (2000), filme dedicado à mãe do diretor, parece ser mais áspero na sua encenação. Talvez por se centrar na volta, de fato, do protagonista, e sua recusa de integração, acentua o distanciamento do diretor de qualquer visão de caráter mitopoético, arcaizante ou exotizante. “A Espera da Felicidade” encena uma pluralidade de destinos frente à dificuldade de ficar, de se sentir estrangeiro no seu próprio país e da necessidade de migrar em busca de melhores condições de vida.

Filmado no litoral norte da Mauritânia, país natal de Sissako, numa cidade entre o deserto e o mar, diferente do filme anterior, não há mais quase nenhuma vegetação, a não ser de um ou outro arbusto, como o que parece ser levado pelo vento no início e no fim do filme. Nesta nossa viagem que vai cada vez mais ao norte, também a sombra da Europa fica mais presente. As conversas sobre deixar o país são freqüentes e representadas visualmente pelas constantes aparições dos barcos em movimento no mar e traduzidas mais concreta e tragicamente por um corpo que o mar retornou. Cronotopo central na diáspora negra (GILROY, 1993, p. 4), o barco não fala do tráfico negreiro do passado, mas das novas viagens para as antigas metrópoles em busca de emprego e sobrevivência. Se em “A Vida sobre a Terra”, a narrativa se dissolvia em vários personagens, aqui, basicamente o enredo se concentra na experiência de volta do jovem Abdullah à casa de sua mãe, na sua dificuldade de falar a versão do árabe da região, no seu isolamento desde sua forma de vestir a sua dificuldade de socializar. Não sabemos porque voltou, mas uma fala de sua mãe menciona problemas com passaporte, o que poderia ser associado a uma eventual deportação.

A experiência de ocidentalização de Abdullah constitui uma solidão na casa de sua própria mãe, em seu próprio país. Seu isolamento cultural, lingüístico e existencial é reiterado pelo seu confinamento no quarto onde passa o tempo lendo, de onde só se afasta por momentos, quando conversa com uma vizinha que teve uma filha, já falecida, com um europeu, quando dança sozinho uma música que parece ouvir ou lembrar que ouve, ou pelo contato com o menino Khatra, auxiliar do velho eletricista Maata.

Maata e Khatra compõem o outro núcleo central da narrativa que culmina na morte do eletricista e no desejo frustrado do menino de pegar um trem e deixar a cidade em contraponto com a menina que está aprendendo a cantar as músicas da região. Tudo parece pequeno, em trânsito e frágil em meio à imensidão do mar e do deserto. A morte de Maata, encontrado no deserto segurando uma lâmpada, apenas acrescenta mais um fragmento, mais uma estória no movimento constante de ida e partidas, por fim, associado à passagem do tempo, ao movimento da vida para a morte.

Curiosamente, o personagem que mais se sente em casa, para quem a saída não é partir, é o camelô chinês que canta num videokê enquanto namora uma moça do lugar e dá presentes para os seus fregueses que planejam partir.

Para nos encaminharmos para o fim de nossa viagem, passamos a dois filmes de Claire Denis que encenam a experiência de africanos na França: “S´en fout la mort” (1990) e “Pas de sommeil” (1994). Ao contrário dos filmes de banlieu, retratos de jovens pobres, com nítida inspiração na linguagem da MTV ou do Neo-Realismo dos anos 90 (BEUGNET, 2004, p. 14), aqui o registro é mais sutil. Se a paisagem do deserto e do mar fala de opressão, da repetição de um outro cotidiano, a opção por Claire Denis será por um registro noturno, soturno, devedor da tradição do policial noir para falar da experiência na metrópole. “S´en fout la mort”, à primeira vista, foi um filme que chamou menos atenção da crítica do que “Chocolat”, mas coloca a experiência negra, assumida desde o início pela voz em off no narrador-protagonista, a partir de uma situação diaspórica e não nacional. Os dois protagonistas, Jocelyn (Alex Descas) veio da Martinica e Dah (Isaach de Bankokolé) de Benin, vivem no submundo do trafico, da noite e da competição de galos. O deslocamento gera uma imagem da Martinica bem como da mãe de Jocelyn de forma paradisíaca e idealizada, contraponto ao mundo de restrições e fechamentos na França, ao cubículo onde Jocelyn e Dah se encerram para treinar galos, enfim, na vida um pouco à parte que vivem. A fraternidade entre os dois acaba por não resistir, bem como o tratamento filial que o patrão Ardennes (Jean Claude Brialy), apaixonado no passado pela mãe de Jocelyn, tem por ele. Dah quer fazer apenas negócio enquanto Jocelyn vê nos galos toda uma conexão com seu passado, com um outro mundo que o leva ao isolamento, à bebida, e por fim, a ser assassinado pelo verdadeiro filho de Ardennes, no mesmo dia em que o galo, que leva o título do filme, é morto no ringue. A incompatibilidade com uma outra cultura, com uma outra experiência ou o preço do deslocamento solitário e constante são o preço que pagam os dois protagonistas.

A epígrafe inicial do filme de Chester Hines, repetida por Dah, encena uma situação de limiar: “Todo homem é capaz de tudo ou de qualquer coisa”. A vida de homens negros aparece como com poucas aberturas, brechas, como a representada pelo reggae, na música de Bob Marley, ouvida no filme. “S´en fout la mort” fala de uma certa impossibilidade, da dificuldade de convivência num mundo diaspórico, de solidões existenciais e culturais. Não há um certo mistério, uma certa espessura que resiste a qualquer interpretação como em “Chocolat”. Parecem personagens que em breve vão desaparecer ou morrer, não há diálogo, não há paz. Um carro parte na noite. Foda-se a morte. Foda-se a vida. Fazer tudo ou quase tudo parece não um grito libertário, mas estratégia de sobrevivência.

Já em “Pas de Sommeil” (1994), Claire Denis trabalha dentro do próprio filme o contraste entre a claridade de Paris, o fascínio pela cidade a que irá voltar em “Vendredi Soir” (2002) e as relações de seus personagens apresentados num quebra-cabeça semelhante a filmes como “Short Curts” (1993) de Robert Altman, a que foi comparado (BEUGNET, 2004, p. 23), e “Magnólia” de Paul Thomas Anderson, pela forma como a narrativa perde um eixo ou o dilui. Aqui, a procura do serial killer, assassino de idosas é algo que remeteria a um filme policial, mas não há o suspense da revelação. O que interessa aqui não é descobrir o assassino ou se vai ser preso. A partir de certo momento, o próprio filme nos revela quem são. A cena final do seu reconhecimento pela polícia e posterior confissão nada tem de climática ou reveladora. Não se trata de descobrir as razões por quais Camille (Richard Corcet), o jovem migrante martiniquenho, e seu amante Raphaël (Vincent Dupont) assaltam e matam idosas. Não existe uma correlação direta nem fácil entre a condição de Camille como migrante, homossexual e negro, e sua vida de tráfico e roubos. Trata-se de mais um personagem das sombras de nós mesmos1.

Sua condição encontra paralelo em Daiga (Katherina Golubeva), jovem atriz lituana que chega em Paris à procura de emprego ou para talvez reatar um eventual caso com um diretor de teatro que conhecera, mas acaba vivendo de fazer limpeza em um hotel. A ausência de voz over, aqui, acentua ainda mais as ambigüidades dos personagens, suas identidades. Estão todos em trânsito, não só os estrangeiros. Curiosamente, é importante que a ênfase de Denis neste filme é em mostrar uma cidade formada pelos que migraram há muito tempo: os amigos russos da tia-avó de Daiga e a família de Camille e seu irmão Théo (Alex Descas). Diferente da fraternidade masculina, apresentada por Dah e Jocelyn em “S’en fout la Mort”; Camille e Théo têm certo distanciamento, são estranhos um ao outro. Théo, violinista que vive de montar móveis, encena seu não-pertencimento pelo desejo de voltar a Martinica com o filho que teve com uma francesa (Béatrice Dalle). Ao recusar uma imagem paradisíaca do seu país, não diz o porquê da volta ou o que deseja encontrar. Camille acaba na prisão e Theo parece fugir da tela, de Paris, da França como Daiga que rouba o dinheiro de Camille e também abandandona Paris. Provavelmente mais bem sucedida do que o amante de Camille, que acaba recapturado pela policia.

A incertitude acompanha os personagens negros e brancos, franceses, russos e martiniquenhos que vagam incertos. Para além de marcados pela diáspora, eles são nômades. Não sendo à toa que o hotel-pensão se transforma num espaço central em que vários dos personagens se esbarram, não simplesmente um lugar de trânsito, um não-lugar, mas uma casa provisória e precária, mas ainda sim casa. Há um certo mal-estar, mas nada dilacerante. Há frases trocadas rapidamente que estranhos falam quando se encontram em clubs, cafés, na rua. Em geral, nada mais do que isso.O que pode ser pouco, pode ser muito, ou somente o suficiente. Neste contexto, o sexo não representa intimidade. O encontro, quando acontece, é fugaz, como quando a dona do hotel conta estórias em francês para Daiga que pouco entende a língua.As duas ficam bêbadas. É apenas isto, tudo isto. Não se trata de um alivio provisório, um desencanto romântico em meio à solidão humana permanente. É mais como se pudéssemos ouvir ao fundo a voz rouca de Marianne Faithfull: “All over the world, it´s the same, it´s the same, it´s the same”.

Como na cena final de “Chocolat” ou a boate em “Beau Travail”, também a cena em que Camille dubla o cantor Jean-Louis Murat, corpo transcultural, meio homem, meio mulher, andando descalço no bar, sintetiza uma mesma impenetrabilidade que a África representava aos olhos de France em “Chocolat”, um outro cada vez menos exótico, mas distante e estranho por mais geográfica e fisicamente perto.

*Denilson Lopes é professor da Escola de Comunicação da Universidade Federal do Rio de Janeiro, pesquisador do CNPq, doutor em Sociologia pela Universidade de Brasília, autor de A Delicadeza: Estética, Experiência e Paisagens (Brasília, EdUnB, a sair em 2007), O Homem que Amava Rapazes e Outros Ensaios (Rio de Janeiro, Aeroplano, 2002) e Nós os Mortos: Melancolia e Neo-Barroco (Rio de Janeiro, 7Letras, 1999), co-organizador de Imagem e Diversidade Sexual (São Paulo, Nojosa, 2004) e organizador de O Cinema dos Anos 90 (Chapecó, Argos, 2005).

 

NOTAS


1O mesmo tipo de construção evita que “Madame Satã” (2005) de Karin Aïnouz se torne um clichê multicuralista de celebração da exclusão identitária.

BIBLIOGRAFIA


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HALL, Stuart. “Pensando a Diáspora”. In: Da Diáspora. Belo Horizonte: Ed. UFMG, 2003.

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RENOUARD, Jean-Philippe e WAJEMAN, Lise. “The Weitgth of Here and Now. A Conversation with Claire Denis, 2001” , Journal of European Studies, V. 34, n.1/2, 2004.

STAM, Robert e SHOHAT, Ella (eds.) Unthinking Eurocentrism. New York: Routledge, 1994.

STRAND, Dana. “ ‘Dark Continents´ Collide: Race and Gender in Claire Denis´s Chocolat”. In: LE HIR, Marie Pierre and STRAND, Dana (eds.). French Cultural Studies. Albany: State of New York University Press, 2000.

 

Violência: a dita, desdita | de Carlos Eduardo Schmidt Capela

Matérias publicadas há cerca de um ano e meio em um dos principais jornais do país relatavam o indiciamento, pela polícia carioca, de um grupo de funkeiros, habituais animadores de festas e bailes nos morros do Rio de Janeiro. A acusação era de que em suas apresentações, que haviam sido monitoradas por cerca de um ano, “todos cantam músicas que exaltam traficantes, o consumo de drogas, facções ou atos criminosos.”2 Foram ainda acusados de divulgar as suas músicas, conhecidas como “proibidões”, na internet, em sites onde era possível baixá-las (pois na ocasião aqueles foram, claro, tirados do ar), juntamente com fotos de intérpretes e vídeos de suas performances. A reportagem narrava também ação da polícia, que no final de semana havia impedido a realização de baile funk no Morro da Providência, para o que, com o apoio de carros blindados, foram fechados os acessos ao morro. A reação teria vindo da parte de “traficantes”, resultando o indefectível tiroteio.

Didático, o jornalista Sérgio Rangel tentou em poucas palavras, no texto que assinava, dar a conhecer, a leitores não raro alheios à complexidade rica e feroz do cotidiano das periferias, os temas mais recorrentes no funk carioca: “assuntos ligados à marginalidade, como nomes de morros, chefes de tráfico e gente da comunidade que foi morta por policiais”.

Em reportagem do dia seguinte, o MC Catra, um dos indiciados, em entrevista, reagia às acusações, denunciando a Polícia Militar por sistematicamente atacar bailes funk com até seis mil pessoas, atuando de modo arbitrário e violento. E completava, chamando a atenção para o lugar específico que buscava ocupar com seu trabalho criativo, em termos sociais e culturais, e que para ele não implicava em transgressão, ao menos no que concerne à ordem jurídica. Ele ainda indicava, de quebra, o horizonte realista que perseguia com sua arte: “Sou marginal, mas não sou criminoso. Eu não me vendo. Vou continuar cantando a realidade da favela, não adianta.”

Já o oficial da PM procurado pela reportagem recusou-se a comentar as denúncias de abuso de poder. As palavras que a matéria a ele atribuiu, no entanto, são ilustração lapidar da fissura expressa pela situação, rimando repressão policial e exceção legal. Sua manifestação opera segundo deslizamentos pelos quais o indício se transforma em culpa, seguindo daí, em linha reta, a condenação, movimento que, de resto, e talvez sem que ele mesmo tenha (cons)ciência, justifica com lógica implacável as intervenções de seus comandados nos morros cariocas, e também nos planaltos, mangues e planícies das periferias, geográficas ou não, de boa parte das grandes cidades brasileiras. Segundo ele, a Polícia Militar “não faz comentários sobre declarações de quem faz apologia ao crime. Quem faz apologia ao crime tem que ser levado às barras da lei e ser preso, por incentivar crianças inocentes a relações com o mundo do crime. A Polícia Militar não comenta declarações de marginais”3.

O cenário aí entrevisto já é conhecido, nele se desenrolando nada mais que um ato, com variações em alguma medida assimiladas como contingenciais, que atesta o vigor indubitado com que parte dos defensores das Leis e da Ordem reservam a expressões sobretudo provenientes de membros de comunidades marginalizadas. O jornalismo diário está repleto de atos similares, isso mesmo a despeito de estes, os noticiados, constituírem por certo apenas uma pequena amostragem no universo daqueles aos quais não é conferida maior atenção, permanecendo por isso mesmo invisíveis, ou quase. Um dos mais célebres envolveu um criador hoje reconhecido no espaço cultural brasileiro, e não só nos setores marginalizados. MV Bill, por conta do vídeo Soldado do morro, produzido a partir de entrevistas feitas com traficantes, nas periferias de diversas cidades brasileiras, foi perseguido pela polícia, juntamente com Celso Athayde, seu produtor e comparsa na empreitada, e teve que se arranjar para exibir o filme a José Gregori, na época Ministro da Justiça, para que este intercedesse a favor deles e tirasse a polícia de seu encalço.4

No desdobramento dos episódios envolvendo os funkeiros, um dos membros do grupo de advogados mobilizados para interceder em favor dos artistas fez eco à observação do MC Catra, procurando justificar peculiaridades das intervenções artísticas por conta do ambiente em que os jovens se vêem inseridos. As músicas cantadas seriam uma espécie de reflexo, em clave realista, da experiência da marginalidade. O fato de a autoria nem sempre ser dos intérpretes permite pensar, por sua vez, que essa experiência, não raro traduzida por um sentimento de animosidade contra instituições como a polícia, ou contra frações da sociedade que ostentam poder e riqueza, é menos pontual que geral entre jovens das periferias. Fundamental é destacar que o entrevistado mostra perceber claramente que a batalha, no caso, escapa à esfera policial, atingindo dimensão simbólica. É também no território da representação que ela, essa luta ao menos, situa-se e desenvolve-se.5

O advogado lança ainda a hipótese de o episódio ser mais uma demonstração de intolerância e preconceito contra criadores provenientes de segmentos sociais marginalizados. Lembra que nomes como Bezerra da Silva, Marcelo D2, Rubem Fonseca e Charles Bukowski têm seu trabalho reconhecido socialmente, e não são perseguidos em função dele, embora suas criações amiúde sejam marcadas por um enfoque da violência. São razões sociais e raciais que ele invocou para justificar o indiciamento: “Se fosse um criador de classe média branco não haveria impedimento”.

Considerando a produção cultural brasileira recente é difícil voltar os ombros a um argumento como tal. Afinal, por que motivos realizadores de filmes como Amarelo manga (Cláudio Assis, 2003), O homem que copiava (Jorge Furtado, 2002), Madame Satã (Karim Aïnouz, 2002), O invasor (Beto Brant, 2001), Cidade de Deus (Fernando Meirelles, 2002), Uma onda no ar (Helvécio Ratton, 2002), O homem do ano (José Henrique Fonseca, 2003), Carandiru (Hector Babenco, 2002), O prisioneiro da grade de ferro (Paulo Sacramento, 2003), Cronicamente inviável (Sérgio Bianchi, 2000), Domésticas (Fernando Meirelles e Nando Olival, 2001), Como nascem os anjos (Murilo Salles, 1996), O primeiro dia (Walter Salles e Daniela Thomas, 1999), Ônibus 174 (José Padilha, 2002), Santa Marta, duas semanas no morro (Eduardo Coutinho, 1987), O maior amor do mundo (Cacá Diegues, 2006), entre outros, não foram perseguidos ou indiciados pela polícia? E por que escritores como Paulo Lins (Cidade de Deus, 1997), Ferréz (Capão pecado, 2000; Manual prático do ódio, 2003), Patrícia Melo (Inferno, 2000), Luiz Alberto Mendes (Memórias de um sobrevivente, 2001; Às cegas, 2005), Luiz Ruffato (Eles eram muitos cavalos, 2001), André du Rap (Sobrevivente André du Rap (do Massacre do Carandiru), 2002), Julio Ludemir (Sorria, você está na Rocinha, 2004), Jocenir (Diário de um detento, 2ª ed., 2001), Caco Barcellos (Abusado: o dono do Morro Santa Marta, 6ª ed., 2003), Dráuzio Varella (Estação Carandiru, 1999), Hosmany Ramos (Pavilhão 9: vida e morte no Carandiru, 3ª ed., 2002), Humbert Rodrigues (Vidas do Carandiru: histórias reais, 2002), Luis Eduardo Soares, MV Bill e Celso Athayde (Cabeça de porco, 2005), entre outros, tampouco foram incomodados, ao que se saiba?

Levando-se em conta que ao menos em parte destes filmes e livros são recorrentes situações e cenas em que o tráfico e o crime são enfocados, apresentando diálogos ou canções que nada ficam a dever a algumas das letras cantadas pelos funkeiros6, seria o caso de se pensar que a perseguição policial e judiciária é privilégio de grupos e intérpretes de rap e funk? A censura aí implicada, em conluio com a ausência de critérios para criminalizar ou indiciar, ou não, criações culturais, em outros termos, a arbitrariedade não poderia ser no caso pensada, ao menos a princípio, como (mais) um sintoma da proverbial e sociológica cordialidade brasileira, atuando com toda a potência da hipocrisia? A cordialidade, afinal, não configura ou suscita uma política de representação?

(Sérgio Buarque de Holanda, um dos pioneiros e principais teorizadores da cordialidade, caracteriza o homem cordial a partir do predomínio contínuo das vontades individuais, que identifica ao longo da história nacional. A aversão ao fundamento coercitivo, para ele fundamental para o estabelecimento de civilidade, conduz ao “desconhecimento de qualquer forma de convívio que não seja ditada por uma ética de fundo emotivo”7. Ensimesmada, alheia ou hostil a tudo que a submeta a um universo para ela estranho, não pautado pelo sentimento, a personalidade individual brasileira resistiria a se deixar comandar por sistemas de ação ou de pensamento marcados pelo rigor e consistência.8 Sendo o afeto função de preferências, não raro caprichos, a prática da cordialidade redundaria numa parcialidade que entra em choque com qualquer perspectiva neutra, baseada numa igualdade estabelecida por princípios universais, abstratos e impessoais.

Dentre as diversas conseqüências trazidas pelo estabelecimento deste tipo de prática, duas, aqui, merecem atenção especial. Uma delas é a tendência, que Sérgio Buarque de Holanda, em Raízes do Brasil, reitera em diversas oportunidades, de nossos intelectuais e intérpretes se evadirem da realidade do país, seja por intermédio de uma “crença mágica no poder das idéias”, seja a partir de um “amor às letras” de que decorre uma percepção e concepção da literatura como “derivativo cômodo para o horror à nossa realidade cotidiana”, ou através de uma mera sobrevalorização de normas e códigos legais magnificamente dispostos ao longo de páginas de códigos e manuais (“A rigidez, a impermeabilidade, a perfeita homogeneidade da legislação parecem-nos constituir o único requisito obrigatório da boa ordem social”).9

Correlata a esta prática o historiador chama a atenção para a existência, no país, de uma tradição cujo traço, quiçá de maior relevo, reside numa sorte de aversão a disputas e situações conflitantes, nos quais interesses e posturas fundadas em outros valores que não a cordialidade pudessem sair à luz. Segundo ele, “quisemos recriar outro mundo mais dócil aos nossos desejos ou devaneios”, de onde “o caráter transcendente, inutilitário, de muitas das (…) expressões mais típicas” do “mundo circunstante”. A política, nesse quadro, era por ele compreendida antes de tudo pelo empenho “em desarmar todas as expressões menos harmônicas de nossa sociedade”.10 A elisão de conflitos, realizada pelos setores dominantes da sociedade brasileira, e por seus representantes, constituiria nesse caso um modo de falseamento ou de escamoteação de problemas concretos em torno dos quais se organizavam, e se contrapunham, distintos setores da sociedade brasileira. Mantendo-se numa pauta euclidiana, que por sua vez se move na senda já muito antes trilhada por José Bonifácio, isso no alvorecer da Independência, também para Sérgio Buarque de Holanda a heterogeneidade permanecia sendo uma característica inegável da população nacional.11

Tal diagnóstico, exposto na década de 1930, parece ser, ao menos a princípio, compartilhado por um dos intelectuais brasileiros mais influentes da segunda metade do século XX, Antonio Candido, admirador, aliás, de Sérgio Buarque de Holanda. Em “Dialética da malandragem” Antonio Candido ressalta, referindo-se ao século XIX, que a imaturidade de nossa sociedade, de par com a preocupação em ombrear-se com as civilizações européias, teria engendrado “mecanismos ideais de contenção”, que se estenderiam por vários setores de nossas atividades. No terreno jurídico, normas impecáveis auxiliando na instituição de uma aparente ordem regular que em verdade inexistia. Na literatura, o acento em “símbolos repressivos” visando salvaguardar a eclosão de impulsos, situação que encontraria seu exemplo mais marcante em José de Alencar.12

Ainda que Candido reconheça na sociedade brasileira do século XIX a presença de um anseio por uma ordem regular e estável, pelo qual a dinâmica social via-se enquadrada e ao mesmo tempo falseada, uma comparação com a sociedade norte-americana leva-o a realçar o sentido idealista que atribui a essa busca, movimento que o leva a se distanciar da posição de Sérgio Buarque de Holanda, em cuja órbita até então ele parecia se mover. Para Antonio Candido a obsessão pela ordem constituiria antes de tudo um “princípio abstrato”, e a liberdade um mero “capricho”, pois entre nós, diferentemente do que teria ocorrido entre os puritanos da Nova Inglaterra, “formas espontâneas da sociabilidade atuaram com maior desafogo e por isso abrandaram os choques entre a norma e a conduta, tornando menos dramáticos os conflitos de consciência”.13 A partir daí, e operando com base numa distinção entre atitudes e comportamentos, que estariam sujeitos às convenções da ordem, e consciência, que seriam indiferentes a cerceamentos, o autor avança na sua caracterização da sociedade brasileira, descrevendo-a a partir de uma suposta porosidade, uma capacidade de incorporar diferentes grupos sociais e raciais, com o que fronteiras eram ao final esgarçadas.14

Assim, se em Sérgio Buarque de Holanda a cordialidade é pensada como uma forma de escamoteação, ocultando conflitos de fato existentes, para Antonio Candido estes não existiriam, ou, caso existissem, teriam sua importância atenuada por uma tolerância que facultaria a permeabilidade entre grupos e indivíduos, afastando, portanto, possíveis confrontos. Onde o primeiro percebe uma estratégia de ocultação, de dissimulação que equivale a um gesto de arbítrio e poder, o segundo vislumbra um processo de harmonização de diferenças, que tenderiam a se dissolver antes de se materializarem, em especial no domínio da consciência. Daí a postulação de um “mundo sem culpa”, em que a censura, a lei, perdem força e sentido, na medida em que todos são infratores, senão cúmplices. Na penumbra da cordialidade, concebida sob um prisma de negação e de denúncia em relação a um pensamento e a uma organização social e política autoritários, entra em cena o conceito de “malandragem”, pensado em termos positivos e conciliatórios.

A interpretação de Antonio Candido é ancorada em sua leitura das Memórias de um Sargento de Milícias, de Manuel Antônio de Almeida. Segundo ele, caso isolado na literatura brasileira do século XIX, posto que sua perspectiva não seria a dos dominantes, este livro, na sua “estrutura mais íntima e na sua visão latente das coisas”, exprimiria “a vasta acomodação geral que dissolve os extremos, tira o significado da lei e da ordem, manifesta a penetração recíproca dos grupos, das idéias, das atitudes mais díspares, criando uma espécie de terra-de-ninguém moral, onde a transgressão é apenas um matiz na gama que vem da norma e vai ao crime.”15

É ao longo da análise do romance que Antonio Candido vai, passo a passo, definindo a conceituação do malandro e da malandragem, que terá longa e larga vida na nossa cultura, tendo sido não raro aceita como traço fundamental de um suposto “caráter nacional brasileiro”. Na concepção do crítico, a malandragem opera como um eixo ou lugar privilegiado em que se articulariam, e se resolveriam por equivalência, dois pólos: o da ordem, da lei e do interdito, e o da desordem, da transgressão. Tais pólos, como visto, para Antonio Candido pouco teriam de rigidez, projetando-se um sobre o outro, descaracterizando-se e sendo descaracterizados num ritmo ao sabor do qual a vida social brasileira teria se pautado ao longo do tempo, ritmo que o romance em foco formalizaria em termos estéticos.

Neste eixo são localizados a personagem central do romance, Leonardo Filho, e seus pais, distribuindo-se as demais personagens no plano superior ou inferior, conforme elas vivam “segundo as normas estabelecidas” ou “em oposição ou pelo menos integração duvidosa em relação a elas”: “um hemisfério positivo da ordem e um hemisfério negativo da desordem”. Coincidentemente, como assinala Candido, o mundo do lado superior é o “das alianças, das carreiras, das heranças, da gente de posição definida” que a “polícia respeita e cujas festas o Major Vidigal não vai rondar”.16 A conhecida cena em que este surge uniformizado da cintura para cima e em trajes caseiros para baixo, quando transige, após conversa ao pé de ouvido com uma mulher sua velha conhecida, aceitando não só libertar Leonardo, mas ainda o promovendo a sargento, ocupa posição central na interpretação de Antonio Candido. É com base nela que emerge uma das principais conclusões que sustentam a leitura do livro de Manuel Antônio de Almeida, e, por extensão, da sociedade brasileira:

Ordem e desordem se articulam portanto solidamente; o mundo hierarquizado na aparência se revela essencialmente subvertido, quando os extremos se tocam e a labilidade geral dos personagens é justificada pelo escorregão que traz o major das alturas sancionadas da lei para complacências duvidosas com as camadas que ele reprime sem parar.17

Explorada com maestria, a cena faculta ao crítico mostrar a ocorrência de um trânsito entre ocupantes do hemisfério superior, que podem, a seu bel prazer e de acordo com suas conveniências, baixar ao plano mais degradado. Entretanto, para além do evidente autoritarismo implicado neste movimento, que atende a interesses pessoais, a afetos momentâneos e a expansões de cordialidade (afinal, o Major numa só tacada recupera uma antiga amante e volta a contar com Leonardo, um inimigo respeitável que o fizera passar por um vexame público, como aliado e subalterno), resta evidente que o poder de infringir, sem maiores riscos de sanção, é apanágio notadamente, senão apenas, daqueles que ocupam a posição de cima. Estes, com efeito, após as breves visitas aos de baixo, de quem usufruem, retornam sem remorsos a sua posição de origem, que afinal de contas é de fato a deles. Neste trânsito transitório, a via de mão dupla é prerrogativa tão somente de alguns. Para os que estão embaixo não há possibilidade de escapatória, a não ser que aceitem pôr-se a serviço dos de cima, realizando seus caprichos e vontades, não raro sob o resguardo do segredo e sob o risco do degredo.

A sociedade descrita em Memórias de um Sargento de Milícias, conforme observa o próprio Antonio Candido, seguindo sugestão de Mário de Andrade, caracteriza-se pela restrição, estando de fora tanto as “camadas dirigentes” como as “camadas básicas”, das quais há apenas alguns parcos representantes.18 Isso, no entanto, segundo o ensaísta, não é empecilho para que a investigação da “função” ou “destino” das pessoas nessa sociedade possua alcance representativo e sentido cognitivo.19Seja como for, se a “gente modesta” que comparece no romance tem obstada a possibilidade de transitar pelo universo superior, o que não dizer das camadas ainda mais baixas, cuja ausência aliás é plenamente significativa? E, por outro lado, a ausência de remorsos, de culpa, localizada no plano superior, não poderia ser pensada como um modo compensatório, disfarce ou travestimento hipócrita que figura a má consciência de abastados e de seus porta vozes? Até que ponto, afinal, o romance é de fato fundado numa perspectiva que não privilegia os grupos dominantes? Em que medida o elogio a uma harmonia de diferenças não ofusca a percepção de tensões irresolvidas, que dão vazão a desentendimentos e não raro descambam em conflitos efetivos?

A leitura de Antonio Candido, por razões de natureza sobretudo teórica, parece dar destaque insuficiente a uma série de cenas, boa parte delas efusivamente marcadas pela violência. Por exemplo, a algumas em que o representante maior do pólo da ordem, o Major Vidigal, disciplina e pune representantes do pólo oposto, ou até de seu próprio pólo, isso com a condição de estes serem surpreendidos acompanhando práticas propostas por aqueles. Tudo isso em conformidade com seus caprichos ou inclinações de momento. É o caso da cena em que Leonardo Pataca é flagrado na casa do Caboclo do Mangue, em pleno delito de nigromancia, quando Vidigal, após exigir dos presentes que continuassem a cerimônia até que estivessem extenuados, ordena que sejam açoitados, levando a seguir o pobre Leonardo para a casa da guarda, de onde só sairia após o empenho de aliados poderosos em seu favor. Vale lembrar que o arbítrio do Major fica também evidente quando resolve poupar o Mestre de Cerimônias do vexame de ficar exposto, preso, ao público, após este ter sido descoberto na festa na casa de sua amante cigana, não por acaso a mesma personagem que motivara a prisão de Leonardo.

No episódio da fuga de Leonardo filho a presença do afeto como vetor do comportamento do Major é evidenciado, ao lado de seu caráter vingativo, que reaparece no episódio do “papai lêlê, seculorum”. Em síntese, a caracterização da personagem é feita a partir de uma ênfase notável em componentes arbitrários de sua personalidade, e nos poderes despóticos que concentra. A um só tempo, como explicita o narrador, ele é policial, juiz e carrasco:

O major Vidigal era o rei absoluto, o árbitro supremo de tudo o que dizia respeito a esse ramo de administração; era o juiz que julgava e distribuía a pena, e ao mesmo tempo o guarda que dava caça aos criminosos; nas causas da sua imensa alçada não haviam testemunhas, nem provas, nem razões, nem processo; ele resumia tudo em si; a sua justiça era infalível; não havia apelação das sentenças que dava, fazia o que queria, e ninguém lhe tomava contas. Exercia enfim uma espécie de inquirição policial.

 

A passagem, a despeito de sua expressão cristalina, é ainda complementada por uma observação do narrador que resume, através de modalizações cujo alcance irônico é evidente (de antemão preparada pelo itálico colocado em palavra estratégica), o quanto havia de arbitrário nas intervenções da personagem. Esta nem por isso é desabonada; ao contrário, o narrador demonstra uma simpatia condicional por ela, revelando um tipo de complacência ou condescendência, quiçá cumplicidade, que guarda alguma analogia com as relações descritas no romance, em particular entre membros do grupo superior:

Entretanto, façamos-lhe justiça, dados os descontos necessários às idéias do tempo, em verdade não abusava ele muito de seu poder, e o empregava em certos casos muito bem empregado.20

Incansável perseguidor de festas populares, nos arrabaldes do Rio de Janeiro, em que modas e fados eram entoados, tormento de magos, curandeiros ou praticantes de religiões que não gozavam de boa reputação, além de vadios e capoeiras, as intervenções do Major, restritas como realçou Antonio Candido ao universo inferior, tinham também a função de resguardar valores, zelar por práticas e costumes sancionados pelos de cima.21

Se a encarnação da ordem que era o Major Vidigal opera de maneira seletiva, a justiça efetiva, por seu turno, não fica atrás, sendo no romance considerada em função de sua parcialidade, senão exclusividade. Logo na abertura do livro, ainda no primeiro capítulo, ela é descrita não só como terrível, mas também como inacessível, em particular para os representantes do hemisfério inferior, o da desordem. O “— Dou-me por citado —”, como ressalta o narrador:

… eram uma sentença de peregrinação eterna que se pronunciava contra si mesmo; queriam dizer que começava uma longa e afadigosa viagem, cujo termo bem distante era a caixa da Relação e, durante a qual, se tinha de pagar importante passagem em um sem número de pontos; o advogado, o procurador, o inquiridor, o escrivão, inexoráveis Carontes, estavam à porta de mão estendida, e ninguém passava sem que lhes tivesse deixado, não um óbolo, porém o conteúdo de suas algibeiras, e até a última parcela de sua paciência” (p. 6).

Pouco adiante, na seqüência da cena em que Leonardo Pataca agride a Maria, quando esta faz menção de procurar pela justiça, a resposta do compadre barbeiro soa como veredicto implacável: “ — É melhor não se meter nisso, comadre… sempre são negócios com a justiça… o compadre é seu oficial, e ela há de punir pelos seus” (p. 12). Além do corporativismo, o acesso à lei como privilégio dos poderosos é reiterado na apresentação da personagem de D. Maria, caracterizada como dona de um dos “peiores vícios daquele tempo” (p. 76), “a mania das demandas” (p. 77), que é em seguida justificada com uma referência explícita à disponibilidade financeira: “Como era rica, D. Maria alimentava este vício largamente” (p. 77).

A leitura de Antonio Candido confere também pouco destaque a um mecanismo básico de comportamento que regula a convivência de boa parte das personagens das Memórias. Não por acaso tal comportamento é expressão de conflitos manifestos e latentes que perpassam a sociedade enfocada por Manoel Antônio de Almeida. Trata-se da criação de intrigas, calúnias ou maledicências, a traição pura e simples ou a fabricação de confusões, mecanismos pelos quais as personagens tentam defender seus interesses ou realizar seus propósitos, à custa da desqualificação e do descarte de seus oponentes de momento.

Assim Leonardo Pataca, para tentar reaver os amores da cigana que o trocara pelo Mestre de Cerimônias, busca ajuda a um capoeira, pagando-lhe para que este fosse à festa na casa da ex-amante, onde sabia que estaria seu oponente, e uma vez lá armasse confusão. Após ativar o pólo da desordem, ele vai atrás do representante da ordem, Vidigal, contando-lhe da festa e afiançando que haveria baderna, episódio que culmina na punição do Mestre de Cerimônias e seu posterior desligamento da cigana, que reata com Leonardo.

Também Leonardo filho, que encontra em José Manoel um rival em seus amores com Luisinha, sente ganas de decapitá-lo e se preocupa em encontrar meios de “dar cabo” dele, como indica o relato. Em auxilio de Leonardo vem o padrinho, e este reclama a intervenção da comadre, que se põe em ação. Primeiro lançando comentários para que D. Maria atentasse para o mau caráter de José Manoel, e com ele antipatizasse, movendo uma “intriga surdíssima e constante” (p. 111) contra ele; em seguida armando uma calúnia atroz, quando o acusa de ter sido o desconhecido que havia fugido com uma moça de família, o que faz com que D. Maria não mais o receba em casa.

Por ocasião de seus amores com Vidinha, Leonardo será outra vez pivô de uma intriga movida por questões amorosas, quando dois primos da mulata, vendo-se preteridos, armam para o oponente uma cilada para tirá-lo da cena, isso após uma “guerra de dous contra um (…) [a] princípio surda e muda (…) [que] passou a ditérios, a chasques, a remoques (…) [e] finalmente desandou em descompostura cerrada” (p. 146). Por fim denunciam Leonardo para Vidigal, que o prende por conta da vida vadia que levava.

O Toma-Largura é outro que planeja vingar-se de Leonardo, mas é este que dele se vinga quando o prende, isso não sem antes Vidinha ter se aproximado do empregado da casa real com o intuito de vingar-se a um só tempo tanto de Leonardo como da rapariga da ucharia. Se no episódio com Teotônio, na casa de seu pai, Leonardo titubeia entre trair ao Major ou a Teotônio, optando por fim em enganar ao primeiro, na seqüência ele próprio é traído, acabando por ver-se mais uma vez aprisionado, agora porém numa situação mais delicada.

O enredo das Memórias, deste modo, mostra desenvolver-se em torno de um tipo básico de operação que manifesta conflitos latentes e não redundam em arranjos ou acordos, mas com o afastamento de rivais. Mesmo que tal prática seja comum a membros de ambos os hemisférios, há um esboço de organização bastante significativo. Porque, de um lado, o recurso à violência pura e simples, ao confronto direto, ocorre notadamente entre membros do segmento inferior ou inferiorizado (caso de Leonardo Pataca quando se mete com a cigana ou com o Caboclo do Mangue) e, de outro, apenas nesse segmento ocorrem traições efetivas, enquanto no lado superior predominam calúnias e intrigas. É ainda apanágio sobretudo dos poderosos, ou daqueles que por felizes acasos podem valer de sua proteção (como, de novo, é o caso de Leonardo Pataca, e da comadre), contarem com intermediários para auxiliarem em suas causas quando apanhados em delito ou quando procuram realizar suas ambições e desejos. Leonardo Pataca conta com o auxílio do Tenente Coronel em duas oportunidades, quando vai preso e quando viu-se em apuros por conta de irregularidades que cometera em autos sob sua responsabilidade. O Tenente, por seu turno, recorre a um “fidalgo de valimento”, que encontra entre seus companheiros um aliado, por conta de também este freqüentar práticas proibidas de feitiçaria. Ainda José Manoel vale-se de intermediários de influência, no caso o Mestre de Rezas.

Há uma sugestiva distribuição do usufruto do poder e da influência nas Memórias. Os que estão em posição mais elevada na escala social servem-se dos de abaixo para realizar caprichos ou para reafirmar e potencializar sua posição, visto que têm o poder de dobrar a lei e a ordem, no mínimo influir sobre ela. Quando ocorre que sejam contrariados, têm aliados bem postos para interceder por eles. Ao mesmo tempo, o lugar que ocupam lhes faculta, senão a impunidade, ao menos um abrandamento “natural” das punições, como ocorre com o Mestre de Cerimônias e como é indicado até no caso do Toma-Largura, que embora “da última classe, sempre era o toma-largura gente da casa real, e nesse tempo tal qualidade trazia consigo não pequenas impunidades” (p. 181).

Algumas passagens do romance sugerem inclusive que a infração à ordem é quase universal entre membros dos extratos mais altos. Por exemplo, quando o narrador, discorrendo sobre a prática interdita da feitiçaria, assinala que “não era só a gente do povo que dava crédito às feitiçarias; conta-se que muitas pessoas da alta sociedade de então iam às vezes comprar aventuras e felicidades pelo cômodo preço da prática de algumas imoralidades e superstições” (p. 19). O episódio da detenção do Mestre de Cerimônias deixa claro que entre os de cima a questão não era a de cometer infrações, pois era “certo não estar nenhum deles a tal respeito em circunstâncias de (…) atirar a primeira pedra” (p. 71), mas de que estas viessem à luz.

A observação do narrador após a explicação da origem da pequena fortuna do compadre barbeiro é indicação cristalina de um universo em que a culpa, que existe e é no caso explicitada, perde peso moral porque disseminada, comum, porque ganha justificativa em bons propósitos, mesmo que descortinados a posteriori, e porque combina com a lógica individualista, da exceção, que impera no romance, onde o que mais vale é a satisfação de desígnios pessoais: explicação dos inúmeros “arranjei-me (…) que vão aí pelo mundo” (p. 39).

Quanto aos que estão mais embaixo, resta-lhes recorrer à lei quando esta lhes convém, o que não os livra de serem perseguidos por ela logo a seguir, e pedir socorro para os de cima, para que intercedam em seu favor. Uma lógica fundada no arbítrio e na autoridade, ou seja, na cordialidade no sentido que Sérgio Buarque de Holanda a conceitualizou, impera nas Memórias.

Um dos argumentos a que Antonio Candido recorre em abono a sua leitura diz respeito a uma suposta neutralidade da perspectiva.22 Passagens do romance, contudo, possibilitam relativizar, ao menos, tal interpretação. Longe de uma neutralidade, elas indicam um posicionamento bastante claro do narrador diante de grupos ou seres enfocados, podendo ser vistas, por isso, como materializações de parcialidade. Manifestam uma visão de mundo que comunga valores característicos do plano da ordem. A descrição do caboclo da Casa do Mangue, qualificado como “nojento nigromante” (p. 20), é nesse sentido enfática: “Esta sinistra morada era habitada por uma personagem talhada pelo molde mais detestável; era um caboclo velho, de cara hedionda e imunda, e coberto de farrapos.” (p. 19)

Referindo-se a uma comunidade de ciganos, da qual Leonardo se aproximara, a má vontade com que a apreende justifica a escolha de uma cigana, a mesma inclusive, como causa da paixão, e da perdição momentânea, de Leonardo Pataca e do Mestre de Cerimônias:

Com os emigrados de Portugal veio também para o Brasil a praga dos Ciganos. Gente ociosa e de poucos escrúpulos, ganharam eles aqui reputação bem merecida dos mais refinados velhacos: ninguém que tivesse juízo se metia com eles em negócios, porque tinha certeza de levar carolo. A poesia de seus costumes e de suas crenças, de que muito se fala, deixaram-na da outra banda do oceano; para cá só trouxeram maus hábitos, esperteza e velhacaria (p. 26).

 

Quando apresenta aos leitores José Manuel a antipatia e a prévia determinação com que brinda a personagem saltam também aos olhos:

… quem olhasse para a cara do Sr. José Manuel assinalava-lhe logo um logar distinto na família dos velhacos de quilate. E quem tal fizesse não se enganava de modo algum; o homem era o que parecia ser. (…) Entre todas as suas qualidades possuía uma que infelizmente caracterizava naquele tempo, e talvez que ainda hoje, positiva e claramente o fluminense, era a maledicência (p. 94).

A parcialidade evidenciada na passagem é ainda potencializada se lembrarmos que boa parte das personagens do livro se caracteriza pela maledicência, senão pela traição pura e simples. Como a prática de delitos, ela é comum, mas no caso é objeto de uma condenação dirigida unicamente a uma personagem, movimento de arbítrio, portanto. O narrador de certo modo e no plano que lhe cabe mostra por vezes atuar em sintonia com o que observara com respeito a Vidigal, julgando e condenando quem quer, em função de valores que compartilha ou por razões afetivas. Ainda com referência a José Manoel, por exemplo, é de antemão revelado que a corte a Luizinha mirava na verdade a fortuna de D. Maria, revelação que ganha ares de condenação, quando menos por surgir em continuidade à caracterização negativa há pouco efetivada. Quando se trata do padrinho, contudo, revelação similar é precedida e seguida de descrições centradas no desespero de Leonardo causado pela descoberta de que tinha um rival, o que atenua o peso da denúncia (pp. 95 e 97).

A respeito da união ilegítima para Luisinha e Leonardo, posto que este, sendo sargento de linha, não podia casar-se, o narrador lança um juízo moral que rebate, enquanto crítica, no próprio momento contemporâneo: “Esse meio de que falamos, essa caricatura de família, então muito em moda, é seguramente uma das causas que produziu o triste estado moral da nossa sociedade”. (p. 208).

Longe de uma neutralidade moral correspondente a uma neutralidade social, a irreverência estilística dasMemórias, a “irreverência popularesca”, nos termos de Antonio Candido, talvez possa também ser vista como mais uma forma de reiterar a posição de mando e a desigualdade que impera no universo social ali resumido. Seja como for, iluminando outras cenas e passagens não realçadas por Antonio Candido, ou colocando sob outra luz passagens por ele tratadas, emerge uma leitura distinta do livro, em que a lógica da conciliação cede lugar a uma lógica em que a autoridade vigia, espreitando e dominando a convivência aparentemente pacífica, pronta a intervir e restabelecer uma ordem da qual ela sabe muito bem usufruir em proveito próprio. A arraia miúda, aqueles que fazem parte do hemisfério inferior são obrigados a se conformar com o papel de pacientes da lei, instrumentos de um ordenamento hipócrita porque fundado na exceção. Como se pode notar, há muito mais atualidade neste quadro do que seria de se esperar, infelizmente.

Ocorre que a análise proposta na “Dialética da malandragem” tornou-se um marco na crítica literária e em análises sociais do país.23 Não há como tratar disso aqui, mas surpreende que a generalização da interpretação proposta por Candido tenha sido até mesmo estendida para Cidade de Deus, romance de Paulo Lins que, ao propor um quadro que acompanha a escalada da violência nos morros e favelas do Rio de Janeiro, indicando a passagem de Salgueirinho a Zé Pequeno, ilustra com propriedade uma forma de reação contra a autoridade ali mesmo no coração do arbítrio, o que permite que o romance possa ser visto como alegoria de uma sociedade anômica e agônica. Diagnosticada a asfixia da possibilidade mesma de arbitragem, o enredo figura o esgotamento da paciência de membros daqueles segmentos sempre tratados como pacientes de uma ordem que lhes é e foi sempre alheia e imposta.

Longe de ser um caso isolado, ou resposta a uma situação contemporânea, o romance de Paulo Lins soma-se a uma série de outras narrativas que, já desde o século XIX, atentaram para fraturas que marcam o solo da sociedade brasileira, e que não cessaram de se alargar e se aprofundar. Motivando relatos em que figuram revoltas coletivas ou ações mais pontuais, imaginadas ou baseadas em episódios da história do país, é normal em tais livros a narração de reações violentas, notadamente por parte do Estado, como recurso tradicional de contenção e eliminação de distensões. Antecessores ilustres são, por exemplo, Euclides da Cunha, Lima Barreto, João do Rio, Aluísio Azevedo, Adolfo Caminha, Mário de Andrade, Oswald de Andrade, Graciliano Ramos, Guimarães Rosa, Rubem Fonseca, João Antônio, entre muitos outros.

Com relação às narrativas destes antecessores, todavia, em livros recentemente lançados, a exemplo deCidade de Deus, há uma diferença clara e significativa no modo e na perspectiva segundo os quais a apreensão da violência é realizada. Antes o predomínio absoluto era da terceira pessoa, ocupando a narração o lugar de intermediário entre o mundo dos poderosos, a quem se dirigia, e o mundo dos subalternos, que aparecia como uma espécie de objeto, ainda que fosse amiúde em seu nome que tais narrativas fossem forjadas. Com a ficção de Paulo Lins, Ferréz, ou o relato de autores como Luiz Alberto Mendes ou André du Rap, com o trabalho de um enorme contingente de funkeirosrappers, é possível ver surgir um outro tipo de autoridade, baseada em uma experiência que a fratura social brasileira tornou particular, quiçá exclusiva, de grupos e segmentos sociais tradicionalmente postos à margem pelo Estado, e pelos poderosos, a não ser quando se trata de reprimi-los ou deles se servir para legitimar a própria distribuição de poder, que os alija, conformando-se assim um perverso ciclo vicioso.24

O trabalho de criadores como tais inverte ou subverte a lógica da objetificação antes dominante, na medida em que ao usarem da palavra reivindicam para os grupos e segmentos de que fazem parte o lugar de sujeito, se não de sua própria história, ao menos do direito de se representarem (como faz, por exemplo, o MC Catra em sua entrevista). Num breve porém instigante ensaio há pouco publicado, João Cezar de Castro Rocha, referindo-se à cultura brasileira contemporânea, propõe uma mudança de paradigma pelo qual a “dialética da malandragem”, tal como conceituada por Antonio Candido e desenvolvida, entre outros, por Roberto da Matta, seria substituída por uma “dialética da marginalidade”. Isso porque, segundo ele, tal modo de interpretar a sociedade, ainda que pertinente na medida em que indica com propriedade o apego das elites nacionais ao monopólio do exercício do poder, não mais daria conta de “grande número de produções recentes que desenham uma nova imagem do país”. Tal imagem seria “definida pela violência, transformada em protagonista de romances, textos confessionais, letras de música, filmes de sucesso, programas populares e mesmo séries de televisão”.25

É com base na constatação de que a confrontação manifesta mostra-se refratária a políticas ou leituras de conciliação, em parte devido à ausência de um denominador comum, que o ensaísta propõe o conceito da “dialética da marginalidade”, indicando com isso a superação parcial da “dialética da malandragem”. Percebendo um processo de infantilização do ponto de vista na adaptação de Cidade de Deus para o cinema, e em séries televisivas, ele caracteriza a “dialética da marginalidade” a partir de seu “alvo coletivo” e “pelo esforço sério de interpretação dos mecanismos de exclusão social, pela primeira vez realizado pelos próprios excluídos” (p. 8). A partir, portanto, de um assalto à fortaleza da palavra e de códigos e procedimentos de representação. Trata-se, em suma, de um processo de subjetivação que implica no direito e no poder de definir a própria imagem.26

Também Beatriz Resende, no painel que traça da literatura brasileira contemporânea, chega a conclusões semelhantes. Refletindo a partir da categoria do exílio, com a qual acompanha a cena cultural desde o retorno dos exilados políticos da ditadura, a autora identifica, na transição do século XX para o XXI, a emergência de uma literatura preocupada com o tema da exclusão, não mais territorial, mas social e econômica. O destaque é posto no fato de este espaço de exclusão paradoxalmente engendrar “sujetosde la producción artística, ahora también em la literatura”.27 Cidade de Deus é tomado mais uma vez como marco para esse processo de resgate do poder de usufruto da palavra, da possibilidade de organização de um discurso particular, não mais dependente de mediações e mediadores dado que surgida no interior mesmo dos espaços de exclusão tanto física como espacial, material e simbólica. A reversão do status quo percebida por Beatriz Resende altera ainda, segundo ela, o sentido do vetor que normalmente orienta as relações culturais numa sociedade como a brasileira. Ao invés, ou ao lado, de uma influência dos autores consagrados sobre os criadores marginais, ela divisa agora um trânsito em sentido contrário:

no cabe más al escritor llevar el arte a estos exiliados. Puede, sin embargo, entrar también por esta puerta estrecha que se abrió y participar — em su obra — del mundo de los exiliados de la gran ciudad, del consumo, del universo de la droga, los exiliados que viven en los morros de las ciudades y donde son perseguidos, ya sea por los soldados armados del narcotráfico o por los de la policía misma (pp. 118-119).

Como exemplo desta alteração Beatriz Resende lembra o nome de Luiz Ruffato, com seu Eles eram muitos cavalos.

Preocupada com o lugar do intelectual na sociedade contemporânea, lugar que ameaça ser ainda mais esvaziado em virtude dessa tomada da palavra por aqueles que tradicionalmente se viam dela excluídos, não necessitando portanto de mediadores, a autora defende a existência de um espaço a ser ocupado em situações de crise. Para tanto, e tendo em mente o exercício realizado por Ruffato em seu livro, ela postula para o intelectual e para o crítico o papel de tradutor, “el duro oficio de saber oír las voces de las múltiples cultureas e intentar traducirlas unas a las otras” (p. 121).

Há, claro, riscos evidentes nesta perspectiva, sendo o maior deles o retorno à situação anterior em que a expressão de excluídos dependia de mediadores para ser avalizada e conhecida. Um outro risco a ser considerado é o de que intelectuais e críticos, em nome do conhecimento ou do apuro estético, ou seja, de uma política valorativa, descartem produções realizadas por membros de grupos marginalizados. Em nome, por exemplo, de uma suposta pouca qualidade, ou do realismo por que elas se pautam. Esse, no caso, passa de bandeira de criadores, ou princípio de defesa mobilizado por advogados contra ataques policiais, para motivo de desqualificação pura e simples vinda da parte de intelectuais. Abre-se, com isso, uma outra frente na batalha da representação.

Este parece ser o caso da posição de Flora Süssekind, que identifica em livros feitos por ou sobre excluídos uma “imposição representacional”.28 A presença, em Capão pecado, de Férrez, e em Estação Carandiru, de Dráuzio Varella, de cadernos com fotos “que parecem materializar a geografia romanesca”, motiva a avaliação da autora de que tal prática leva à produção de “uma relação de dependência discursiva evidente do modo narrativo com relação à sua contraparte visual” (p. 62). Daí decorrer, segundo ela, uma “neutralização do processo narrativo, em prol de um inventário imagético” que desaguaria numa tendência à

reprodução de tipologias e conceituações correntes, estandardizadas, com relação a essas populações, quanto ao congelamento da perspectiva (à primeira vista aproximada) de observação numa presentificação restritiva, estática, fundamentada no modelo da coleção, e não na experiência histórica propriamente dita (p. 63).

Daí, ainda, um acento na, ao invés de crítica da, diversidade social de antemão estabelecida, senões que são estendidos mesmo para o romance de Paulo Lins, tido como exemplo de “livros-roteiros-potenciais” publicados, e adaptados para o cinema, nos últimos anos.

O acento em categorias estéticas que Flora Süssekind nomeia como “desrealização”, “reduplicação perversa”, ou a valorização de circunstâncias como os “‘encontros inesperados’ entre pessoas díspares”, que empresta de Ismail Xavier, a busca de “um rastro de Guignol na vida cultural brasileira das últimas décadas”, entre outras referências eruditas, não esconderiam alguma má vontade ou um certo desprezo por relatos crus e objetivos como os que ela condena, exatamente por supostamente falsearem ou imobilizarem a percepção de conflitos e fissuras sociais? Não haveria aí uma valorização do conhecimento em detrimento da experiência, um autoritário esvaziamento da autoridade, “ou seja, [d]a palavra e [d]o conto” (23), uma recusa ou desconfiança em “aceitar como válida uma autoridade cujo único título de legitimação” não deixa de ser uma experiência, conforme assinala Giogio Agamben?29

Já as reflexões propostas por Márcio Seligmann-Silva, acerca da chamada literatura carcerária ou prisional, operam notadamente com base nos conceitos de experiência e memória, por certo traumáticas na medida em que marcadas pelo universo violento que as conforma. Trata-se, segundo ele, de uma “literatura do real”, em que o testemunho como testis, certificado, se articula com o testemunho comosuperstes, martírio.30 Longe de considerá-la apenas em termos locais, o autor busca relacioná-la não só com tradição latino-americana da literatura de testimonio, mas também com a tradição da modernidade ocidental, o “movimento em direção ao real”, este, lido como “(des)encontro violento com o mundo” (p. 34), com o outro, constituindo um horizonte comum.

Na medida em que analisa essa literatura carcerária como manifestação de uma realidade extrema, no sentido benjaminiano do conceito, Seligmann-Silva avança das considerações estético-formais para uma concepção mais ampla do próprio gesto da escrita, o que permite pôr em discussão “o sentido atual da relação entre crítica literário-estética e crítica social” (pp. 37-38). A recorrência do termo “sobrevivência” no título de alguns destes livros (Memórias de um Sobrevivente, de Luiz Alberto Mendes; Sobrevivente André du Rap (do Massacre do Carandiru), de André du Rap), e nos testemunhos de autores da literatura e da cultura marginais31, indicam a oportunidade de pensar toda essa produção não segundo uma lógica instrumental, mas como expressão de um imperativo, de uma necessidade que traz “a eloqüência própria da vida, como um exemplo real, chocante, vivo e extremo, da função libertadora e vital do testemunho”.32Ou, nos termos de Márcio Seligmann-Silva, temos aí a revelação da “memória traumática e encriptada” como “uma modalidade de apresentação do esquecimento, do censurado e recalcado, que agora vem à tona nessas obras e reivindica o seu direito à voz”. As recordações, que aprisionam, levando “paradoxalmente à escritura como estratégia de arquivamento para esquecer” (p. 41) e, ao mesmo tempo, atestar o acontecido.

A literatura carcerária, dado o absurdo que encena, coloca em questão a lógica do bom senso, do logosracional, fundado na causalidade. A emersão do outro deste logos, todavia, pode ser também identificado em textos mais propriamente ficcionais, como os romances de Paulo Lins e Ferréz, por exemplo. Referindo-se a Cidade de Deus, Roberto Schwarz realça a inquietante presença do acaso como vetor principal de parte das ações narradas, e o recorrente naufrágio das intenções, apontando, enfim, para “uma dissolução geral do sentido”.33 Observações semelhantes podem ser feitas com relação aos livros de Ferréz. Nessas ficções, e também em Eles eram muitos cavalos, de Luiz Ruffato, salta aos olhos a incrível recorrência de situações mais ou menos fortuitas, via de regra culminando com a morte de dado protagonista, imediatamente substituído por outro, por vezes ainda mais jovem, o que enseja a formação de um círculo macabro que retorna sempre ao mesmo ponto, num ritmo porém sempre acelerado.

Em termos de estruturação estes livros têm em comum a fragmentação da narrativa e dos nexos temporais imediatos, a abertura do quadro de referências, que mesmo partindo de um enfoque centrado em dada comunidade se espraia pelo tecido urbano mais amplo, isso em harmonia com o recurso a uma perspectiva plural, de matriz rizomática, já que o número de personagens em cena é invariavelmente elevado. Quanto à linguagem, o forte apoio na oralidade dá ensejo a diálogos curtos e rápidos, o que ajuda na criação do ritmo alucinado, e que tem por contraste as intervenções dos narradores. Em termos técnicos, portanto, tais narrativas nada têm de primário, demandando um domínio considerável dos meios de expressão. Os romances revelam, portanto, um rigor e vigor de composição evidentes, um esforço consciente de encontrar soluções apropriadas para a matéria neles tratada.

A lógica da construção, deste modo, contrasta com a falta de lógica das ações narradas, contraste bastante significativo já que resume, de forma alegórica, o confronto entre letra e lei. Os motores das ações são aparentemente simples, da ordem da satisfação dos desejos ou dos sentimentos mais imediatos: a vingança, o sexo, a ostentação de objetos de consumo e de armas, o respeito ou o medo que suscitam nos outros, o consumo de drogas e álcool. A pressa com que tais demandas são perseguidas pode ser vista como função da consciência da transitoriedade da situação vivida pelas personagens, emblematicamente traduzida pela presença constante da traição e da delação, que faz de aliados de ontem inimigos de agora, e pela contínua desconfiança que todos nutrem por todos. A morte, afinal, é destino certo, coletivo.

Não seria possível perceber, nessas ficções, um “exercício de crueldade”, um apelo para que, voltando as costas à perenidade e à finalidade, atentemos para a promessa de triunfo para quem se apega à irresolução do instante, já que, conforme Georges Bataille, “la paradoja de la emoción sostiene que su sentido será mayor cuanto menos sentido tenga”?34 A representação do horror nelas ensejada não permitiria um alargamento do possível alcançado exatamente nas imediações da morte?

As reflexões de Bataille permitem lançar um outro olhar para estas ficções, percebendo em seus enredos um movimento que as aproxima da esfera do jogo, e do jogador em seu sentido mais extremo, ou seja, como aquele que coloca em jogo a sua vida mesmo, o que o livra de qualquer forma de coação, resumida pela figura do medo. A ausência de razão ganha com isso sinal inverso, já que a razão condena, por não poder compreendê-los, os excesso que governam o jogo, presa que está ao universo do trabalho, da acumulação, da causalidade.

Por outro lado, levando em conta a análise que Giorgio Agamben propõe sobre as conexões entre o jogo e o tempo, quando realça que o primeiro “tende a romper a conexão entre passado e presente e a resolver e fragmentar toda a estrutura em eventos”35, transformando sincronia em diacronia, que reina absoluta como no tempo infernal da roda de Íxon, é possível vislumbrar uma sugestiva conexão que pode muito bem auxiliar a entender essas ficções. Afinal, a somatória da fragmentação estrutural e da persistente e alucinante repetição de situações, ou seja, de jogos, que nelas se observa, insinua a paralisia da história e a perpetuação da distribuição desigual de ônus e bônus entre grupos da sociedade brasileira.

Ao aceitar jogar de modo autêntico, desencadeando inclusive a violência, as personagens renunciam ao servilismo implicado pela lógica do trabalho. Mais que apenas resposta às fraturas sociais existentes na sociedade brasileira, essa literatura da marginalidade não deixa de apontar para fissuras mais sutis, o que é próprio da arte, de onde porventura emerge um pensamento de algum modo mais livre, e também um jogo cujo esquecimento não trouxe nada mais, nas palavras de Bataille, “que los trabajos forzados de innumerables moribundos, de innumerables soldados…”.36)

 

Nada mais sintomático que a ação da polícia ter tido por epicentro o Morro da Providência. Primeira favela do Rio de Janeiro, ocupada, em falta de melhor opção, por soldados da República recém criada, grande parte deles ex-combatentes da Guerra de Canudos, para quem o governo federal prometera doar casas, na cidade maravilhosa — o resto, assassinado ou segregado, matável e insacrificiável, saga de Homo sacer.

*Carlos Eduardo Schmidt Capela é doutor em Literatura, professor associado de Teoria Literária e do Programa de Pós-Graduação em Literatura da Universidade Federal de Santa Catarina (UFSC), além de pesquisador do CNPq. Possui artigos publicados em várias revistas especializadas na área de Literatura.

NOTAS


1 Minha aproximação aos temas de que trata este ensaio deve muito a Juliane Bürger e a Daniel Félix, que em função de suas pesquisas ajudaram a abrir meus horizontes com respeito à representação da violência, da exclusão, e quanto a mecanismos de controle implicados na tarefa de vigilância e contenção sociais. Agradeço ainda ao grupo de alunos que acompanhou as aulas do curso, que ofereci no Programa de Pós-Graduação em Literatura da Universidade Federal de Santa Catarina, no 1º semestre de 2005, cujo título foi exatamente o mesmo do presente ensaio, e no qual essa leitura foi sendo esboçada, com o apoio das discussões e sugestões nascidas na cumplicidade da sala de aula.

 

2 As reportagens foram publicadas nos dias 04/10/2005 e 05/10/2005, na Folha de S. Paulo, no caderno “Cotidiano”, respectivamente nas pp. C1 (com texto principal de Sérgio Rangel, ”Funkeiros são acusados de exaltar o tráfico”, de onde foi retirada a citação) e C3 (com texto assinado por Jaime Gonçalves Filho, “Funkeiro indiciado diz ‘cantar a realidade’”).

3 A citação é do texto de Jaime Gonçalves Filho. Matéria publicada um dia depois informa que a MC Sabrina, do grupo dos funkeiros indiciados, estava sendo também acusada de tráfico de drogas, “por ter cantado músicas que exaltariam traficantes, drogas e ações criminosas”. Segundo a reportagem, ela foi incluída no “item da Lei de Entorpecentes que estabelece como prática de tráfico induzir, instigar ou auxiliar alguém a usar drogas ou substância que determine dependência física ou psíquica”. “MC Sabrina é acusada de traficar drogas”, Folha de S. Paulo, 06/10/2005, caderno “Cotidiano”, p. C4 (texto da “Sucursal do Rio”).

4 O episódio figura em Cabeça de porco, de Luiz Eduardo Soares, MV Bill e Celso Athayde (Rio de Janeiro: Objetiva, 2005), sendo relatado pelo próprio MV Bill, que a partir da experiência lança algumas reflexões sobre a intolerância da sociedade brasileira com relação aos jovens da periferia, envolvidos ou não com o tráfico de drogas e com o crime (pp. 273-276). Situação análoga envolveu João Moreira Salles, por conta de sua aproximação com Marcinho VP, cujos desdobramentos são narrados e interpretados por Luiz Eduardo Soares, no mesmo livro (pp. 100-108). Também Caco Barcellos, em Abusado: o dono do Morro Dona Marta (6ª ed., Rio de Janeiro: Record, 2003), em que conta a trajetória de Marcinho VP, refere-se à relação entre este e João Moreira Salles e dá sua versão do episódio, transcrevendo inclusive editoriais e opiniões de intelectuais à época estampados em jornais do Rio de Janeiro (pp. 522-524). Tanto Caco Barcellos quanto Luiz Eduardo Soares fazem menção a uma suposta chantagem de setores da polícia contra João Moreira Salles. A recente exibição do vídeo de MV Bill na TV Globo, em horário e programa “nobres”, abre uma nova frente de discussão em torno deste tema tão incômodo, e intrigante. A atualidade e a pertinência do debate são de todo modo inquestionáveis. Daí, quiçá, o evidente mal estar que acarreta, e que justifica seu aflorar intermitente, em especial em momentos ligados a situações de crise.

5 A afirmação é de Nilo Batista, ex-governador e ex-secretário de segurança do Rio de Janeiro: “Esses jovens são artistas populares, que têm uma produção que fala da realidade e da crueldade em que vivem. Grande parte delas [das músicas] nem de autoria deles são. Mas representam aquilo que vivem diariamente”; “Defesa contará com mutirão de advogados”, Folha de S. Paulo, 05/10/2005, Caderno “Cotidiano”, p. C3.

6 A reportagem da Folha de S. Paulo, do dia 05/10/2005, traz o fragmento de uma das letras que motivaram o indiciamento. Trata-se do “Bonde do 157”, do MC Frank: “Não se move, não se mexe / Na Chatuba é 157 / Não tira a mão do volante / Não me olha e não mexe / É o bonde da Chatuba / Do artigo 157 / Vai, desce do carro / Olha pro chão, não se move / Me dá seu importado / Que o seguro te devolve / Se liga na minha letra / Olha nós aí de novo / É o bonde da Chatuba / Só menor periculoso / Audi, Civic, Honda / Citroën e o Corolla / Mas se tentar fugir / Pá, Oum! Tirão na bola / Na Chatuba é 157 / Aí parado, ninguém se mexe / Nosso bonde é preparado, mano PQP / Terror da Linha Amarela e da Av. Brasil / Nosso bonde é preparado / Não tô de sacanagem / Um monte de homem-bomba / No estilo Osama Bin Laden”.

7 Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, 13ª ed., Rio de Janeiro: José Olympio, 1979; p. 109.

8 Por um “princípio superindividual de organização”, na palavra de Sérgio Buarque de Holanda. Daí que cada um afirme-se “ante seus semelhantes indiferente à lei geral, onde essa lei contrarie suas afinidades emotivas, e atento apenas ao que o distingue dos demais, do resto do mundo”; Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, op. cit., p. 113.

9 Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, op. cit., respectivamente pp. 119, 121 e 133.

10 Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil, op. cit., respectivamente pp. 121, 123 e 132. Em suas reflexões sobre Raízes do Brasil, Maria Odila Leite da Silva Dias observa que o alheamento identificado por Sérgio Buarque dificultou a construção de uma identidade nacional e exacerbou fraturas sociais e políticas características do país: “Através de um estilo que disciplinava negações, desfilava o historiador os obstáculos que se opunham à consolidação de uma identidade nacional entre nós. De um lado, a hipertrofia do Estado e do poder das elites dirigentes, divorciados da realidade brasileira, a ela avessos, envergonhados ou indiferentes. De outro, uma sociedade dividida em pluralismos raciais e sociais, que não chegavam a viver plenamente a expressão ou as tensões de suas contradições. Eram os sintomas da existência de um profundo abismo entre sociedade e Estado, fenômeno a seu ver bem característico da sociedade brasileira.”. “Texto introdutório” aRaízes do Brasil, em Intérpretes do Brasil, 2ª ed., Rio de Janeiro: Nova Aguilar, 2002; p. 906.

11 Ver, de Euclides da Cunha, por exemplo, “Da Independência à República (Esboço político)”, em À margem da Historia, 3ª ed., Porto: Lello & Irmãos, 1922; de José Bonifácio, “Representação à Assembléia Constituinte e Legislativa do Império do Brasil sobre a escravatura”; em Projetos para o Brasil, org. Miriam Dolhnikoff, SP: Cia das Letras, 1998.

12 Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, O discurso e a cidade, 2ª ed., São Paulo: Duas Cidades, 1998; p. 51.

13 Antônio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit.; p. 51.

14 “Não querendo constituir um grupo homogêneo e, em conseqüência, não precisando defendê-lo asperamente, a sociedade brasileira se abriu com maior largueza à penetração dos grupos dominados ou estranhos. E ganhou em flexibilidade o que perdeu em inteireza e coerência.”. Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 51.

15 Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 51.

16 Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 37.

17 Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 43.

18 Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 32.

19 “Sendo assim, é provável que a impressão de realidade comunicada pelo livro não venha essencialmente dos informes, aliás relativamente limitados, sobre a sociedade carioca do tempo do Rei Velho. Decorre de uma visão mais profunda, embora instintiva, da função, ou “destino” das pessoas nessa sociedade; tanto assim que o real adquire plena força quando é parte integrante do ato e componente das situações”; Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 35

20 Manoel Antônio de Almeida, Memórias de um Sargento de Milícias, edição crítica de Cacília de Lara, Rio de Janeiro: LTC, 1978; p. 21 (doravante as páginas das citações, referidas sempre a essa edição, serão apresentadas logo após o texto citado, entre parênteses). Não deve ser esquecido o diálogo entre D. Maria e o Major, quando esta, a cigana e a comadre vão, em comissão, interceder em favor de Leonardo: “ — Mas um filho, quando é soldado, retorquiu o major com toda a gravidade disciplinar… / — Nem por isso deixa de ser filho, tornou D. Maria. / — Bem sei, mas a lei? / — Ora, a lei… o que é a lei, se o Sr. major quiser?…” (p. 201).

21 “Mais do que um personagem pitoresco, Vidigal encarna toda a ordem; por isso, na estrutura do livro, é um fecho de abóboda e, sob o aspecto dinâmico, a única força reguladora de um mundo solto, pressionando de cima para baixo e atingindo um por um os agentes da desordem. (…) O seu nome faz tremer e fugir.” Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit., p. 42.

22 “Na construção do enredo esta circunstância (certa ausência de juízo moral e… aceitação risonha do “homem como ele é”) é representada objetivamente pelo estado de espírito com que o narrador expõe os momentos de ordem e de desordem, que acabam igualmente nivelados ante um leitor incapaz de julgar, porque o autor retirou qualquer escala necessária para isso”. Antonio Candido, “Dialética da malandragem”, op. cit.; p. 39.

23 O próprio Antonio Candido, por exemplo, aplica o princípio da dialética da malandragem para a sua análise de O cortiço, onde, segundo ele, “está presente o mundo do trabalho, do lucro, da competição, da exploração econômica visível, que dissolvem a fábula e sua intemporalidade. Por isso falei aqui em jogo do espontâneo e do dirigido, concebidos, não como pares antinômicos, mas como momentos de um processo que sintetiza os elementos antitéticos. Espontâneo —, mais como tendência, ou como organização difusa, à maneira da sociabilidade inicial do cortiço, fortemente marcada pelo espírito livre de grupo. Dirigido, — que é a atuação de um projeto racional”. Em “De Cortiço a Cortiço”, O discurso e a cidade, op. cit., p. 151.

24 Situação análoga pode ser vista em livros que operam a partir da oposição entre personagens nacionais e não-nacionais. Na ficção do século XIX até meados do século XX, estrangeiros e imigrantes são normalmente objetos do olhar. Já com autores como Ana Miranda (Amrik, 1997), Raduan Nassar (Lavoura arcaica, 1975), Fausto Wolf (A mão esquerda, 1996), Milton Hatoum (Relato de um certo Oriente, 1989, e Dois irmãos, 2000), Moacyr Scliar (A majestade do Xingu, 1997), Samuel Rawet (Contos do imigrante, 1956), José Clemente Pozenato (A cocanha, 2000), Salim Miguel (Nur, na escuridão, 1999), entre outros, a perspectiva se inverte, sendo os não-nacionais sujeitos de um olhar que tem por objeto cenas e seres nacionais.

25 João Cezar de Castro Rocha, “Dialética da marginalidade (Caracterização da cultura brasileira contemporânea)”, em Mais!, Folha de S. Paulo, 29/02/2004; pp. 4 a 8. A citação é da p. 6. Nas próximas citações deste ensaio será apenas indicado o número da página, entre parênteses, no corpo do texto.

26 Em sua análise de Cidade de Deus, Roberto Schwarz, embora identifique no livro a presença de “certo negaceio malandro entre ordem e desordem”, permanecendo portanto por uma parte no âmbito da Dialética da Malandragem, por outra mostra-se atento ao fato de que no romance os “resultados de uma pesquisa” foram “ficcionalizados do ponto de vista de quem era objeto de estudo”, que passa a sujeito de ação, reconhecendo portanto o processo de subjetificação em foco. Ao mesmo tempo, na conclusão do ensaio, parece apontar para o esgotamento da Dialética da Malandragem como princípio interpretativo da cena e da cultura contemporâneas. Referindo-se à época em que vigoravam outras modalidades, mais brandas, podemos dizer, de criminalidade, e ao seu recrudescimento contemporâneo, ele observa, comentando a princípio o período que antecedia o carnaval: “Os crimes, que certamente não deixam de acontecer no processo, são como que equilibrados pelo objetivo maior e comum, que alegra a cidade. É como se dentro da desigualdade houvesse uma certa homeostase do todo, até certo ponto tolerável, que a guerra do narcotráfico vem romper. No interior desta última e de suas exigências sem perdão, a alegria da vida popular e o próprio esplendor da paisagem carioca tendem a desaparecer num pesadelo, o que é um dos efeitos mais impressionantes do livro”. Roberto Schwarz, “Cidade de Deus”, em Seqüências brasileiras (Ensaios), São Paulo: Cia das Letras, 1999, pp. 163-171. As citações são das pp. 164, 168 e 171-172 respectivamente.

27 Beatriz Resende, “El exilio de los que se quedan”, em Sujetos em tránsito: (in)migración, exilio y diáspora em la cultura latinoamericana, ed. Álvaro Fernández Bravo, Florencia Garramuño e Saúl Sosnowski, Buenos Aires: Alianza, 2003; pp. 109-121. A citação é da p. 116. Nas próximas citações deste ensaio será apenas indicado o número da página, entre parênteses, no corpo do texto.

28 Flora Süssekind, “Desterritorialização e forma literária. Literatura brasileira contemporânea a experiência urbana”, em Literatura e sociedade, São Paulo: Universidade de São Paulo, FFLCH, DTLLC, n. 8, 2005; pp. 60-81. A citação é da p. 62. Nas próximas citações deste ensaio será apenas indicado o número da página, entre parênteses, no corpo do texto.

29 Giogio Agamben, “Infância e história (Ensaio sobre a destruição da experiência)”, em Infância e história(Destruição da experiência e origem da história), trad. Henrique Burigo, Belo Horizonte: ed. UFMG, 2005; p. 23.

30 Márcio Seligmann-Silva, “Violência, encarceramento, (in)justiça: memórias de histórias reais das prisões paulistas”, em Revista de Letras, São Paulo: UNESP, v. 43, n. 2, jul./dez. 2003; pp. 29-47. A citação é da p. 36. Nas próximas citações deste ensaio será apenas indicado o número da página, entre parênteses, no corpo do texto.

31 “Primeiro eu tive sorte. Sempre agradeço por ter saído da fofoca na hora H, senão eu tinha morrido. Ter saído da reta da polícia, se não eu tinha morrido. Primeiro, tive sorte de estar vivo, tá ligado? Hoje, um cara com 27 anos vivendo em Capão é um sobrevivente”. “A voz da periferia clama por mudanças”, entrevista com Ferréz feita por Marco Aurélio Braga, A Notícia, Florianópolis, 27/07/2003.

32 Conforme Soshana Felman, “Educação e crise ou As vicissitudes do ensinar”, em Catástrofe e Representação, org. Arthur Nestrovski e Márcio Seligmann-Silva, São Paulo: Escuta, 2004; pp. 13-72. A citação é da página 59.

33 Roberto Schwarz, “Cidade de Deus”, Seqüências brasileiras, op. cit., p. 170.

34 Georges Bataille, “El arte, ejercicio de crueldad”, em La felicidad, el erotismo y la literatura (Ensayos 1944-1961), Sel. e trad. De Silvio Mattoni, Cordoba: Adriana Hidalgo, 2001, pp. 124-125.

35 Giorgio Agamben, “O país dos brinquedos (Reflexões sobre a história e sobre o jogo)”, em Infância e história, op. cit., p. 90.

36 Georges Bataille, “Estamos aquí para jugar o para ser serios?”, em La felicidad, el erotismo y la literatura, op. cit., p. 219.

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O bom e o feio funk proibidão, sociabilidade e a produção do comum | de Ecio P. de Salles

O batuque da favela/
terminou em tiroteio/
todo samba do barulho/
eu acho bom, mas acho feio.
“É feio, mas é bom”, Assis Valente (1939)

Introdução

O proibidão é uma vertente do funk que explora de forma demasiadamente explícita os temas da violência e do crime – inclusive com narrativas sobre os conflitos entre traficantes nas favelas, elogios a facções ou traficantes, exaltação do poder bélico de determinadas comunidades etc. – ou da sexualidade/erotismo, muitas vezes narrando, sem nenhum pudor, situações eróticas vividas ou desejadas pelos intérpretes.

Parto da impressão, muito inicial ainda, de que esses funks representam a narrativa de uma realidade particular que, em certo sentido, é perturbadora de uma determinada ética, ou de uma determinada cultura, a que poderíamos denominar hegemônica em mais de um nível. Mas também é uma afronta ao bom-gosto, ou ao bom-senso, não apenas da classe média e das elites, mas de representativos setores do próprio popular.

Muitas das narrativas a respeito da origem do funk remetem à obra musical de James Brown – ainda na década de 60, nos Estados Unidos – os passos fundamentais do gênero que tomaria boa parte do planeta desde então. Como, neste momento, não pretendo me alongar em discussões históricas, devo informar apenas que, já no final da década de 80, uma nova forma de funk surgiria nas favelas cariocas.

Funk carioca, diga-se de passagem. Pancadão, diga-se de outra forma. Neurótico, melody, new funk, comédia, proibidão ou erótico, como é conhecido em suas variações. Mas não precisa complicar: é simplesmente como funk que todos o reconhecem e assim denominam tanto as festas onde ele é tocado – bailes funk – quanto os seus ouvintes/dançarinos/seguidores/ideólogos – funkeiros (Essinger, 2005: 11).

Portanto, o primeiro ponto é não confundir o proibidão com as demais vertentes do funk, as quais se assemelham na forma, mas diferem bastante no que diz respeito ao conteúdo.

O primeiro proibidão, pelo menos o primeiro a tornar-se conhecido fora dos círculos mais específicos do funk, segundo informa Sílvio Essinger, foi o “Rap do Comando Vermelho”, cuja referência melódica foi a de um sucesso de Ivete Sangalo, “Carro velho”: “Cheiro de pneu queimado/ carburador furado/ e o X-9 foi torrado/ quero contenção do lado/ tem tira no miolo/ e o meu fuzil está destravado”.

Entretanto, um dos precursores do gênero foi o “Rap das armas”, que chegou a tocar em algumas rádios FM do Rio de Janeiro com significativo sucesso em diversas regiões da cidade e com penetração em diferentes classes sociais. A fim de ilustrar o teor dessas composições, transcrevo um trecho desse funk. Sem dúvida, trata-se de uma canção exemplar daquilo que, mais tarde, se convencionaria chamar proibidão.

Cidade de Deus é ruim de invadir/ Nós com os alemão vamos se divertir/ Porque na de Deus, vô te dizer como é que é/ Lá não tem mole nem pra DRE/ Pra entrar lá na de Deus até a BOPE treme/ Não tem mole pro exército, civil nem pra PM/ Eu dou o maior conceito para os amigos meus/ Agora vou mostrar como é Cidade de Deus/ Tem um de AR-15, outro de 12 na mão/ Tem mais um de pistola e outro com dois oitão (Cidinho e Doca: “Rap das armas”).

A letra é suficientemente explícita. O rap, gravado por Cidinho e Doca em 1999, narra o cotidiano nas favelas (no caso, a Cidade de Deus, na Zona Oeste da cidade) sob um certo ponto de vista: a relação hostil com a polícia e com as diferentes facções do narcotráfico, esta contida principalmente nas referências à expressão “alemão”; e o poder bélico da facção criminosa hegemônica na comunidade. AR-15, M-16, Ponto 50, AK-47 são armas de grosso calibre, algumas delas utilizadas pelas forças armadas em artilharia antiaérea, cantadas por Cidinho e Doca com indisfarçável orgulho. Com efeito, uma das características do funk proibidão estará justamente no fato de, não raro, expressar a competição entre as favelas – na verdade, entre os diferentes “comandos” do tráfico de drogas no Rio de Janeiro.
O bom e o feio

Ao penetrar no universo do funk proibidão, a primeira questão que me veio à mente foi: trata-se de uma forma de expressão oriunda de um “lugar de fala” problemático. Porque, aparentemente, é expresso por aqueles que não têm (ou não deveriam ter, segundo uma lógica a que designo como a “confluência de lugares de fala conservadores”) a possibilidade de expressão. De certa forma, o funk proibidão representa a redenção de um “lugar de fala” que deveria permanecer no silêncio.

O filósofo Jacques Rancière, relendo Platão e Aristóteles, vê na estética uma partilha do sensível, a qual faz ver “quem pode tomar parte no comum em função daquilo que faz, do tempo e do espaço em que essa atividade se exerce” (Rancière, 2005: 16), dessa forma fazendo visível a existência de um “comum”, e da possibilidade de uma fala comum. E essa partilha determina quem participa na constituição do político (ou social). Muniz Sodré, a partir da mesma referência, entende que o sujeito investido da fala comum “é socialmente visível e assim pode tomar parte no jogo político” (Sodré, 2006: 129).

Contemporaneamente, a partilha do sensível estabelece tensões em um mundo em que algumas falas, alguns lugares de fala, têm maior peso que outros. O que não impede que aquelas que, num dado momento, estão em desvantagem articulem formas de resistir. Formas que se desdobram em uma multiplicidade enorme de lugares de fala que nem sempre, apesar de comungarem do fato de resistir, estarão em sintonia. Se pensarmos, provisoriamente, numa estrutura binária de disputa (de poder, que seja) – do tipo elite x popular – será forçoso pensar que, dentro do campo denominado popular, haverá outras tensões. Entre o hip-hop, o samba, o funk e inúmeras outras formas de manifestação, encontraremos diversos lugares de fala, os quais nem sempre falarão a mesma língua.

Retomando o raciocínio: a partilha do sensível coloca o problema sobre quem participa do comum. É uma questão política, ela “define o fato de ser ou não visível num espaço comum, dotado de uma palavra comum etc.”. Por isso o tema aqui proposto, o funk, em especial aquele denominado proibidão, representa um lugar de fala excepcional para a reflexão sobre as relações de poder que se estabelecem sobre uma manifestação cultural específica, mas num contexto social e político em que a violência urbana e o “declínio de valores morais” desempenham um papel destacado. A questão é a de que a favela em geral, o funk em particular, são responsabilizados por essa violência e por esse declínio. Em parte, o funk proibidão me parece uma resposta radical a esse processo de estigmatização. Qual será, entretanto, o alcance dessa resposta?

O sociólogo francês Loïc Wacquant acredita que a posição desprivilegiada das favelas e seus congêneres na sociedade brasileira se deva ao poder de segregação das elites econômicas e intelectuais – “todas brancas” – que legitimam as distâncias sociais e a preservação de seus privilégios, em oposição ao povo – “todos negros ou quase negros” –, num processo concretizado em instituições que “prescindem do isolamento territorial dos pobres”. E é por esse motivo que a organização das grandes cidades baseia-se num modelo “que combina proximidade física e distância e separação sociais, pois cada um sabe exatamente o seu lugar no espaço social” (Wacquant apud Peregrino, 2003: 227).

Estão dispostas aí duas questões fundamentais: a identificação de uma política que decide sobre quem está “incluído” e quem não está; e a percepção de quem essa decisão se baseia em critérios sociais e “raciais”. Se a partilha do sensível pressupõe a existência de um comum, uma afinidade global entre modos de ser, de fazer e de dizer, cabe reconhecer que aqueles que produzem ou executam o funk1 se situam num ponto distinto, de quase absoluta invisibilidade, imobilidade e impossibilidade de fala.

Luiz Eduardo Soares informava que “Um jovem pobre e negro caminhando pelas ruas de uma grande cidade brasileira é um ser socialmente invisível”. Entre as razões para essa invisibilidade, Soares arrola a estereotipia, um olhar estigmatizante que prevê o outro como ameaçador, conduzindo à hostilidade. “Quer dizer, o preconceito arma o medo que dispara a violência, preventivamente” (Athayde [et al.], 2005: 175). Por isso mesmo, o jovem pobre e negro caminhando pelas ruas, na maioria das vezes, tem poucas chances de ir muito longe. Porque além de invisível, ele é também controlado na sua mobilidade. Por outro lado, Zygmunt Bauman afirma que “a marca dos excluídos na era da compressão espaço-temporal é a imobilidade” (Bauman, 1999: 121). Para o autor, uma conseqüência danosa da instauração de um mundo globalizado residiria no contraste entre poder de mobilidade para as elites e conseqüente retenção em seus lugares de origem para os pobres2. Como se vê, não é por acaso que a condição de “jovem, preto, pobre, favelado” – sim, é um clichê, mas praticamente inevitável no caso – é, de antemão criminalizada. Daí, sua fala é necessariamente interditada, no mínimo controlada.

As primeiras palavras de Foucault em A ordem do discurso afirmam que “em toda a sociedade a produção do discurso é simultaneamente controlada, selecionada, organizada e redistribuída por um certo número de procedimentos que têm por papel exorcizar-lhe os poderes e os perigos” (Foucault, 1996: 8). Daí, conclui-se que o discurso já é uma instância de poder, e que pode oferecer algum perigo a outras instâncias de poder.

Contudo, não é tão simples distribuir os lados nessa disputa. A noção de poder em Foucault é complexa, ele “nunca está aqui ou ali, nunca está nas mãos de alguns, nunca é apropriado como uma riqueza ou um bem”. Em contrapartida:

 

O poder funciona e se exerce em rede. Nas suas malhas os indivíduos não só circulam mas estão sempre em posição de exercer este poder e de sofrer sua ação; nunca são o alvo inerte ou consentido do poder, são sempre centros de transmissão (Foucault, 1979: 183).

 

Mesmo assim, não é difícil perceber que algumas instâncias culturais encontram-se em posição radicalmente desprivilegiadas em relação a outras, chegando mesmo a ter suas possibilidades de expressão dificultadas, quando não interditadas. É que, apesar de não ser facilmente localizável e/ou definível, o poder existe. E é, ainda conforme Foucault, sabido que “não se tem o direito de dizer tudo”, não em qualquer situação, e que “qualquer um, enfim, não pode falar de qualquer coisa” (Foucault, 1996: 9). Isso, finalmente, porque, o discurso, antes de traduzir as lutas ou os sistemas de dominação, é “aquilo por que, pelo que se luta, o poder do qual nos queremos apoderar” (Foucault, 1996: 10). Pierre Clastres dizia algo parecido, em A sociedade contra o Estado. Afirmava que o exercício do poder é que garante a posse da palavra. Afinal, conclui Clastres: “Toda tomada de poder é uma aquisição de palavra” (Clastres, 1990: 106). Pode-se dizê-lo de outra forma: a posse da palavra pode garantir o exercício do poder.

 

Por outro lado, segundo Foucault, ainda que funcione em rede e não se possa estabelecer com exatidão o seu titular, o poder “sempre se exerce numa determinada direção, com uns de um lado e outros do outro”. Embora não se saiba ao certo quem o detém, sabe-se bem “quem não o possui” (Foucault, 1979: 75).

O fato de a favela ter sido discriminada, estigmatizada e finalmente criminalizada teve como conseqüência um “desempoderamento” desse espaço. Em resposta, a favela engendrou suas próprias formas de poder. À margem da lei – mas também à margem dos privilégios da sociedade de consumo, à qual acedem senão por meios ilícitos e arriscados3 – um certo número, ainda que minoritário4, de habitantes das comunidades organizaram-se em torno do tráfico de drogas e outros crimes, estabelecendo-se como uma espécie de líderes em suas localidades, impondo uma nova ordem de dominação e controle, através das armas e do medo.

Essa parecia ser uma realidade distante do cotidiano das pessoas que não morassem nas favelas. Talvez por isso quando o funk saiu das fronteiras de seu universo particular – o qual engloba não apenas o espaço da favela, mas a rede social (e transversal) de pessoas as mais diversas que vivenciam, ou são próximas, do mundo funk –, tenha fomentado um acalorado debate, recheado de opiniões polêmicas, contra e a favor. Era como se aquele mundo cuidadosamente afastado – de certa forma, no espaço e no tempo – invadisse a realidade do presente, assustando e seduzindo a classe média, ou parte dela ao menos.

Uma matéria da revista Bravo!, em 2005, de autoria de Cláudio Albuquerque, começa dizendo que o gênero tem-se afirmado cada vez mais, apesar das resistências. Declara que o funk é uma espécie de “super-herói invertido”. Assim, ele estaria por toda parte, onipresente. E teria ainda o dom da invisibilidade, “mas apenas porque as pessoas não querem vê-lo por perto e fazem de conta que não existe”.

Para Albuquerque, em que pesem os preconceitos, quando o funk é tocado, as barreiras se rompem. “Porque o funk não é para ser explicado, é para ser sentido. E aí todos — a turma no restaurante, a madame no carrão — vão bater pezinho, quebrar a cintura e sacudir o popozão”. O autor cita uma composição de Amílcar e Chocolate, a qual parece ser hoje uma síntese bem elaborada do que representa o funk carioca: “é som de preto e favelado, mas quando toca ninguém fica parado”.

Nesta mesma matéria, a revista abre espaço para depoimentos de artistas da MPB, entre os quais Fernanda Abreu – que em seus discos e apresentações ao vivo foi uma das pioneiras, entre as cantoras exteriores ao contexto funk, a incorporar o gênero. Na verdade, Fernanda Abreu foi desde o início adepta do gênero funk (aquele mais vinculado ao soul e a disco music norte-americanos da década de 70). Seu pioneirismo se deve a adotar também o chamado funk carioca. Enfim, dirá Fernanda:

 

O funk carioca é a expressão da cultura dos morros cariocas, assim como o samba e o pagode. Um movimento autenticamente carioca e brasileiro. Deve ser pensado, criticado e discutido. Nunca censurado ou alijado do processo cultural. O funk carioca existe além da moda. Existe nas favelas, nos subúrbios, nos guetos. É uma espécie de ponte entre as ‘cidades partidas’: zonas ricas/ zonas pobres.

Todavia, a imprensa em geral não via assim ao longo da década de 90 e princípio da seguinte. O funk – muito antes de aparecerem os proibidões – tornou-se alvo de discursos que, quase sempre, tratavam de criminalizá-lo. A associação entre baile funk e favela era vista como sinal de risco para a sociedade. Essa mesma associação, aliás, tornou-se possível, sobretudo, devido à proibição dos bailes funk, em 1992. Até ali, os bailes eram realizados em clubes ou boates da cidade. Porém, o episódio do “Arrastão do Arpoador”5 transformaria o funk e os funkeiros em bodes expiatórios do processo de agravamento da violência no Rio de Janeiro.

Logo após o episódio, o Jornal do Brasil, em sua edição de domingo, estampava um artigo no qual enfatizava o contraste entre os jovens caras-pintadas (“motivo de orgulho”) que foram à rua peloimpeachment do então Presidente da República Fernando Collor, e os “caras-pintadas da periferia”. Intitulado “Movimento funk leva desesperança”, o artigo dizia que os funkeiros teriam levado à zona sul carioca uma das batalhas das guerras nas favelas, as quais “vêm encarando desde que nasceram – a guerra entre as comunidades. Eles, assim, tornaram-se motivo de vergonha, diretamente ligada ao terrorna praia: os arrastões que semearam pânico” (apud Yúdice, 2005: 169. Grifos meus). Quase dois anos depois, no dia 5 de fevereiro de 1994, o principal editorial do mesmo Jornal do Brasil, intitulado “A ameaça das favelas”, mostrava-se ainda mais objetivo:

Das favelas, de onde se espraiam os acenos da marginalização, o perigo não pára de crescer. Tiroteios, guerras de quadrilha, bailes funks, lixo lançado para baixo, invasão das reservas florestais, desrespeito à propriedade particular, tudo se avizinha do delírio.

O funk aparece nessas matérias ligado à idéia de terror, como no primeiro caso, ou à de perigo e risco, como no segundo. As medidas propostas para conter essa ameaça já se tornaram um lugar-comum quando se trata de controlar manifestações da cultura popular inconvenientes: “Os bailes funks são um caso de polícia e deveriam ser combatidos em nome da paz social” (editorial do Jornal do Brasil, 19 de julho de 1995).

Não é difícil imaginar que as notícias e editoriais nos veículos da mídia, somados às seções de cartas dos jornais, construíam um ponto de vista a respeito do funk e de outros aspectos da cultura da favela que era, de maneira geral, um ponto de vista criminalizante. Por esse viés, toda a diversidade própria à produção de funk nas favelas cariocas foi reduzida a um clichê: o da violência extrema e associação ao crime. Mesmo os critérios do suposto “bom gosto” ficaram em segundo plano – embora não tenham sido nunca esquecidos – em face desses aspectos.

A partir daí, entra em cena uma combinação de cartas para seções de leitores dos jornais (ou mensagens on-line, no caso de páginas na Internet), matérias, editoriais, notícias muitas vezes fantasiosas, quando não sensacionalistas, somadas à escassez de ofertas de emprego ou formas alternativas de obtenção de renda e estratégias de marketing que apostam tudo no consumo, entre outras formas de gestão opressiva das relações sociais. Esses procedimentos vão construindo formas de circunscrever o funk e seus adeptos. Trata-se de um processo – característico da confluência de lugares de fala conservadores – capaz de construir muros fortíssimos a separar os discursos, a produzir a estereotipia e a estigmatização dos setores populares, engendrando dessa forma os mecanismos que lhes vedam o acesso aos bens simbólicos e materiais oferecidos pela globalização. Entretanto, essa confluência conservadora não é impermeável, nem indestrutível. Em primeiro lugar, porque não se trata de dois lados definidos – a imprensa que condena é o mesmo espaço onde se constituem discursos alternativos ao da condenação, uma tensão que acredito ter ficado explícita no desenvolvimento dos últimos parágrafos. (E, por outro lado, os espaços populares têm que se haver com suas próprias tensões).

Entretanto, com o advento do proibidão, chega mais lenha à fogueira desse debate. A maioria das letras de funk produzidas nesse contexto é deliberadamente explícita. É comum encontrar alusões a marcas de arma, como numa composição da Chatuba, onde há “dezoito AR-15 fazendo a contenção/ MK tá de AK, escoltando o camburão” e ainda “mano Bigão, contenção de parafal/ Nadinho de G3, 100% revoltado”.

Também é recorrente a reverência a chefes reconhecidos do tráfico. Há vários funks em homenagem a Elias Maluco, Isaías, Marcinho VP e outros líderes do Comando Vermelho. O mesmo acontece com líderes de outras facções, como Uê ou Celsinho da Vila Vintém. Já em outro sentido, há composições que fazem o percurso contrário, atacando chefes de outras facções. Por exemplo, o funk da Providência que menciona Gangan, chefe do tráfico no Estácio morto em 2005, é bastante característico: “Gangan seu arrombado/ escute o que eu te falo/ a Prov6 não é brincadeira/ e preste atenção/ chegou foi no morrão/ um G37 que levantou poeira”.

Apesar da crueza das composições do funk, certamente sem precedentes, há recorrências históricas na música popular brasileira de um certo elogio poético do banditismo e outros temas correlatos. Como que reafirmando as palavras de Eric Hobsbawn sobre os bandidos rurais – cosiderados por sua gente como heróis, “campeões, vingadores, paladinos da justiça” (Hobsbawn, 1975: 11) –, não são raras as composições que enaltecem bandidos e seus feitos na cultura brasileira.

Desde uma composição de Jorge Benjor, “Charles Anjo 45”: “Charles Anjo 45 protetor dos fracos e dos oprimidos/ Robin Hood dos morros/ rei da malandragem/ um homem de verdade/ com muita coragem”. Ou um clássico de Geraldo Pereira, “Escurinho”, que conta a história de um “escurinho” que era direitinho, mas ficou com “mania de brigão” e “já foi pro Morro da Formiga/ procurar intriga/ já foi pro Morro do Macaco/ já bateu num bamba/ já foi pro Morro do Cabrito/ provocar conflito/ já foi pro Morro do Pinto / acabar com o samba!”. Ou ainda, este de Wilson Moreira: “Lá vem o Chico Brito/ descendo o morro/ na mão do Peçanha/ é mais um processo/ é mais uma façanha/ (…) É valente no morro/ e dizem que fuma uma erva do norte”. Até canções de João Bosco e Aldir Blanc, como esta que cito, interessante por narrar os nomes de diversas favelas cariocas, um procedimento comum a algumas manifestações da cultura popular e que foi adotado largamente pelo funk e pelo rap.

O menino cresceu entre a ronda e a cana/ Correndo nos becos que nem ratazana/ Entre a punga e o afano, entre a carta e a ficha/ Subindo em pedreira que nem lagartixa/ Borel, Juramento, Urubu, Catacumba/ nas rodas de samba, no eró da macumba/ Matriz, Querosene, Salgueiro, Turano/ Mangueira, São Carlos, menino mandando/ ídolo de poeira, marafo e farelo/ um deus de bermuda e pé-de-chinelo/ imperador dos morros, reizinho nagô/ O corpo fechado por babalaôs (João Bosco e Aldir Blanc: “Tiro de misericórdia”).

Nesse contexto, a figura do X-9, por exemplo, renderia uma outra pesquisa. Trata-se, certamente, do personagem mais detestado do repertório do funk e da música popular em geral. Nomeado como X-9, alcagüete (ou cagüete), delator, dedo-duro ou dedo de seta, ele é considerado (pelo menos nesse cancioneiro) o que tem de pior dentro da favela. Bezerra da Silva tem inúmeros sambas que tratam do assunto: “Eu só sei que a policia pintou no velório/ E o dedão do safado apontava pra mim/ cagüete é mesmo um tremendo canalha/ nem morto não dá sossego” (“Defunto cagüete”); ou a do clássico refrão “vou apertar mas não vou acender agora”: “É que você não está vendo/ que a boca tá assim de corujão/ tem dedo de seta adoidado/ todos eles afim de entregar os irmãos” (“Malandragem dá um tempo”). E pra completar, uma composição exemplar dessa ética, sob um outro ângulo. De autoria de Benjamim e Marina Batista, esse samba chegou a ser gravado por Adriana Calcanhoto: “Vocês estão vendo aquele mulato calado/ com o violão do lado/ já matou um, já matou um/ A polícia procura o matador/ mas em Mangueira não existe delator” (“Mulato calado”).

No universo do proibidão, mudaram as formas de se expressar mas o estigma do delator é o mesmo. O funk “10 mandamentos da favela”8, por exemplo, anuncia uma espécie de código ético para integrar o espaço da favela, especialmente no que diz respeito ao convívio com o crime: “vou falar agora, vê se não bate biela/ os dez mandamentos que têm dentro da favela/ o primeiro mandamento é não caguetar/ cagüete na favela não pode morar” (Cidinho e Doca: “10 mandamentos da favela”). Já este outro, dos mesmos autores, explicita a metodologia punitiva do tráfico e como o proibidão é sensível a essa lógica: “Fogo no X9 / Da cabeça aos pés/ Pega o álcool e o isqueiro/ Fogo no X-9” (Cidinho e Doca: “Fogo no X-9”). Se a letra é suficientemente explícita, o tom de voz agressivo ou gestual irado perceptíveis nas performances dos funkeiros tornam ainda mais dramático o conteúdo das canções.

“Retorno de Jedi”, conhecida composição de Mr. Catra, indica uma expressão usada pelo tráfico nas favelas, avisando que a vingança será terrível contra aqueles que desrespeitarem os códigos de conduta na comunidade: “Bulidor, tu vai e o retorno é de Jedi/ X-9, tu vai e o retorno é de Jedi/ bilha, tu vai e o retorno é de Jedi/ Conspirador, tu vai e o retorno é de Jedi”9. Como se vê, um código muito próximo daquele prescrito na composição “10 mandamentos”. Outra de Catra: “Cachorro/ Se quer ganhar um din-din/ Vende o X-9 pra mim/ O patrão tava preso, mas mandou avisar/ que a sua sentença nós vamos executar/ e com bala de HK” (Mr. Catra: “Cachorro”).

De certa forma, o funk em geral é (até certo ponto) tolerado. Mesmo aquele que recorre a um certo erotismo menos explícito, recorrendo a frases de duplo sentido, são melhor digeridos. São os casos do Bonde do Tigrão (“Eu vou cortar você na mão/ Vou mostrar que eu sou tigrão/ Vou te dar muita pressão/ Então martela, martela/ Martela o martelão”), ou da Tati Quebra-Barraco (“Me chama de gatinha que eu faço miau/ me chama de cachorra que eu faço au-au”; ou “ah, eu vou comer o seu marido”). Todavia, quando músicas como “157 boladão” (autoria atribuída a Menor do Chapa), citada abaixo, começaram a aparecer, o teor da conversa tornou-se mais complexo.

Não tira a mão do volante, não me olha e não se mexe/ é o bonde do Scoob de lá do morro do Macaco/ vai desce do carro, olha pro chão/ não se move, me dá seu importado que o seguro te devolve/ se liga na minha letra olha nós aí de novo é o bonde do mais alto/ só menor periculoso/ se liga na letra/ vou mandar mais um recado o/ bonde do São Carlos só quer carro importado/ Audi, Honda Civic, Citroën e Corola mas se tentar fugir – pá pum: tirão na bola.

A fronteira estabelecida neste ponto é menos entre os setores populares (especialmente os moradores da favela) e a elite ou a classe média que entre diferentes concepções de mundo. Se há um campo popular, que de diferentes maneiras trabalha e que reúne aqueles que se sabe bem não detêm o poder, então o proibidão é um problema.

O crime poderia ser pensado como uma forma de um determinado grupo (não custa reafirmar: um grupo sempre circunscrito e minoritário) pertencente à favela negar a condição subalterna, inferior, que lhe é imposta de fora, através do recurso a uma violência extrema na prática. O proibidão seria, nesse contexto, a celebração dessa violência no plano estético. Aliás, é possível que o sucesso do proibidão entre setores significativos da juventude de classe média tenha a ver com o fato de que, esteticamente, a novidade, o desconcertante e até o terror contido nessas composições seja muito atraente, a despeito de a realidade a que se refere ser indesejável.

O problema é que, ao celebrar esse aspecto da vida na favela, o proibidão rompe não só com o discurso oficial (o discurso do bloco de poder), mas também com o discurso de outros grupos vinculados ao contexto da favela, que inventa e reivindica um papel igualmente insurgente para a favela, mas em outra clave: criativo, pacífico, inserido nos marcos da legalidade e comprometido com isto que Stuart Hall denominaria “força cultural popular-democrática” (Hall, 2003: 263). Ou que Hardt e Negri chamariam a produção biopolítica da multidão, na qual se assentaria hoje a possibilidade da democracia global (Hardt e Negri, 2005: 15). A verdadeira democracia, como o governo de todos para todos, é, portanto, a demanda desse discurso antitético, dessa força cultural. E a democracia é entendida aqui, nos termos de Hardt e Negri, não apenas como uma questão só de estruturas e relações formais, “mas também de conteúdos sociais, remetendo à maneira como nos relacionamos uns com os outros e como produzimos em conjunto” (Hardt e Negri, 2005: 134). Dessa maneira, a busca da democracia pelas forças populares-democráticas é o que em si procede a transformação social. Como afirmariam ainda uma vez Hardt e Negri, “nossa comunicação, colaboração e cooperação não se baseiam apenas no comum, elas também produzem o comum, numa espiral expansiva de relações” (Hardt e Negri, 2005: 14).

Em termos de hegemonia, pode-se chegar à conclusão de que se estabelece neste período, desde meados da década de 80 até hoje, a conformação de um novo bloco histórico – constituído por ONGs, grupos culturais, artistas, intelectuais e lideranças de movimentos sociais – que articula a resistência ao bloco do poder. Esta seria, também, uma forma de confluência progressista, ou biopolítica, para continuar com Hardt e Negri, em antítese à confluência conservadora que mencionei anteriormente. Entretanto, como Hall já havia percebido, “popular”, e mesmo “povo”, são noções muito problemáticas. Não há formas puras, todas as sincronizações são parciais e as alianças e consensos, geralmente, são precários.

Neste ponto, a categoria bakhtiniana de carnaval pode ser importante para esclarecer o conteúdo profundo e as potencialidades contestatórias de manifestações da cultura popular que, não raro, são rotuladas de alienantes, banais ou vazias devido, de um lado, à sua suposta não originalidade, de outro à sua ostensiva adesão ao elemento “festa”. Entretanto, se levarmos em consideração as observações de Bakhtin a respeito do carnaval, de sua capacidade de crítica à ordem hierárquica e transgressão dos valores vigentes – especialmente dos valores de “alto” e “baixo”, que segregam as manifestações populares –, então, por esse viés, o funk mais comportado mostrará potencialidades capazes de o inserir na luta contra-hegemônica, de fazê-lo participar da confluência progressista, da força cultural popular-democrática, da produção do comum. Para Hardt e Negri, a narrativa carnavalesca, dialógica e polifônica, naturalmente, pode muito facilmente assumir a forma de um naturalismo cru que se limita a refletir a vida cotidiana, mas também pode tornar-se uma forma de experimentação que liga a imaginação ao desejo e à utopia (Hardt e Negri, 2005: 273).

Mas, ao filiar-se ao crime – mesmo que apenas no discurso – o proibidão instala a crise no interior do carnaval. Ao fazê-lo, ele se afasta a um só tempo do bloco de poder e do campo popular democrático, que passa a ser encarado como outra forma de verdade e autoridade de uma outra forma de poder. Insere-se numa outra perspectiva, e manterá uma espécie de desafio aos aspectos conservadores e/ou progressistas de um discurso que o circunscrevem a um campo semântico ligado ao baixo, ao desprezível e ao perigoso.

É verdade que, para Bakhtin, o riso carnavalesco é ambivalente, ele abraça tanto a morte quanto a vida. Nos exemplos que o autor fornece, a partir da obra de Rabelais, da degradação do corpo que a festa carnavalesca envolvia, pode-se encontrar analogias com aspectos dos funks proibidões mais radicais de hoje. Afinal, o grotesco analisado pelo teórico russo, que se destaca por uma concepção alegre e festiva do corpo, tendendo ao rebaixamento e enfatizando o plano material contra o demasiadamente abstrato, é muito próximo do que se poderia enxergar na estética do funk, inclusive o proibidão. Se bem que, no carnaval bakhtiniano, tratava-se de uma degradação e rebaixamento perceptivelmente ambivalentes: “A degradação cava o túmulo corporal para dar lugar a um novo nascimento, e por isso não tem somente um valor destrutivo, negativo, mas também positivo, regenerador: é ambivalente, ao mesmo tempo negação e afirmação” (Bakhtin, 1993: 19).

A questão portanto é: o que o proibidão nega? Em contraste com a imagem da degradação simbólica, a referência a uma degradação real está sempre presente nas letras dos proibidões. Ela atiça os traumas desencadeados pelo que Zuenir Ventura denominou cidade partida. Essa imagem ganhou força e pautou muitas das reflexões sobre a cidade do Rio de Janeiro. Tanto que gerou obras que sugeriam alternativas, como Cidade cerzida, de Adair Rocha. Este um outro exemplo de esforço em propor uma partilha do sensível capaz de reunir as forças do campo cultural popular-democrático, que é, evidentemente, também um campo político, no sentido da produção do comum. O proibidão, ao que parece, fala sobre o que esse cerzimento deixa de fora.

A questão, portanto, torna-se: o que o proibidão afirma? Eis uma grande dificuldade. Ainda que o entendamos como fenômeno estético derivado de questões sociais profundas, ele não é “aceito” no contexto de um discurso que parte da favela para propor a transformação social. Hobsbawn, no seu estudo sobre o banditismo social, logo na introdução colocou questões que, me parece, continuam merecedoras de consideração, mudando a ênfase da vida camponesa para a vida na favela. Partindo da premissa de que baseou seu estudo em poemas e baladas, o historiador se questiona sobre “até onde o ‘mito’ do banditismo esclarece quanto ao comportamento real do bandido?” ou “até que ponto os bandidos correspondem ao papel social que lhes foi atribuído no drama da vida camponesa” (Hobsbawn, 1975: 8). Mais adiante, Hobsbawn entende que, na imagem literária ou popular do bandido existe mais que a documentação da vida contemporânea em sociedades atrasadas ou o anseio por aventura ou perdida inocência nas adiantadas. Existe aquilo que fica quando eliminamos a moldura local e social do bandoleirismo: uma emoção permanente e um papel permanente. Há a liberdade, o heroísmo e o sonho de justiça (Hobsbawn, 1975: 133).

O proibidão ocupa um entre-lugar de difícil assimilação, porque aparentemente distante de um imaginário voltado para valores democráticos, de um mundo sem fronteiras e sem guerras. Mesmo assim, ele é reivindicado por seus protagonistas e se afirma como som de preto e favelado. Quando toca, de um modo ou de outro, “ninguém fica parado”. De algum modo, preserva sua ambivalência. Por isso mesmo, a dificuldade em pensá-lo se avizinha de um constrangimento. Ele proporciona um certo desconforto, ou indecidibilidade. Mais ou menos como reagiu Assis Valente, no seu samba em epígrafe, ao tiroteio em um batuque na favela.

* Ecio de Salles é mestre em Literatura Brasileira pela Universidade Federal Fluminense e doutorando em Comunicação e Cultura pela Escola de Comunicação da UFRJ.

NOTAS


1 Um ponto problemático do raciocínio elaborado é que o funk em si, talvez, não possa mais ser considerado tão excluído assim das instâncias principais de visibilidade de um discurso, que é uma das premissas da análise que faço aqui. O sucesso de DJ Marlboro numa edição do Tim Jazz Festival, sua participação e de outros funkeiros numa novela, no horário nobre, da TV Globo, entre outros fatores constestariam essa situação.

2 Também o historiador Eric Hobsbawn afirmava, e sobre grupo social distinto em época muito anterior, mas passível de uma aproximação com o assunto que me interessa aqui, que “o que faz os camponeses sucumbirem à autoridade e à coerção não é tanto sua vulnerabilidade econômica – muitas e muitas vezes são praticamente auto-suficientes – quanto sua imobilidade” (Hobsbawn, 1975: 24).

3 O bandido na favela, na medida em que conquista status e dinheiro, não teria o privilégio da sociedade de consumo, embora permaneça inserido nessa lógica, porque não pode usufruir plenamente de nenhum bem. Também porque a possibilidade da morte está sempre presente, de forma muito intensa. Na verdade, o dinheiro e os bens de um traficante na favela podem a qualquer momento ser expropriados por grupos rivais ou por policiais corruptos.

4 Segundo as principais estatísticas sobre essa questão, não mais que 1% da população moradora em favelas se envolve com o crime (Dowdney, 2003: 52).

5 Em outubro de 1992, jovens integrantes de galeras funk das comunidades de Vigário Geral e Parada de Lucas – que já mantinham antiga rivalidade por conta de diferenças ligadas às facções do tráfico de drogas – se encontraram na Praia do Arpoador, ponto privilegiado da zona sul carioca, e se enfrentaram reproduzindo as brigas dos chamados bailes de corredor, nos quais se traçava um corredor em algum ponto do clube e as galeras de um lado e outro (à época designados lado A e lado B), mediam forças. O enfrentamento provocou grande tumulto, pânico e correria nas areiasda praia. Alguns dos brigões aproveitaram a ocasião para se apoderar dos bens abandonados por banhistas em fuga. As imagens foram tema dos noticiários em todos os veículos de comunicação. Ali se inaugurava – na verdade, devido a um mal-entendido – a expressão “arrastão” para este tipo de ação. Naquele momento, a cidade vivia o disputado segundo turno das eleições municipais, para as quais concorriam Benedita da Silva e César Maia, que acabou vencendo o pleito. Em conseqüência do episódio os bailes funk foram proibidos no Rio de Janeiro.

6 Referência ao Morro da Providência, no Centro da Cidade. Esta, diga-se ainda, é considerada a primeira favela a surgir no Brasil, entre o final do século XIX e o começo do XX.

7 Marca de fuzil de alto poder de fogo.

8 Curiosamente, no desenvolvimento da composição, os cantores mencionam apenas cinco mandamentos. Além do primeiro, citado acima, há ainda: “o segundo mandamento já, já eu vou dizer/ com a mulher dos outros não se deve mexer/ o terceiro mandamento eu vou dizer também/ é levar no brindão e não dar volta em ninguém/ o quarto mandamento é difícil de falar/ favela é boa escola mas não se deve roubar/ o quinto mandamento, boladão estou/ vou rasgar de G3 o safadão do achacador”.

9 No jargão da favela, “bulidor’ é o que mexe nos bens alheios (um ladrão); “bilha” é o que tem o hábito de olhar (cobiçar) a mulher dos outros.

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http://letras.terra.com.br

DISCOGRAFIA


Todos os funks citados neste artigo foram retirados de coletâneas de CDs distribuídos por camelôs. Alguns deles também foram baixados da Internet. Cabe ressaltar que, apesar disso, alguns funks mencionados aqui, como o de Mr. Catra ou da MC Tati Quebra-Barraco, chegaram a ser gravados de maneira oficial. No entanto, as versões que utilizei constavam das cópias mencionadas acima.

 

Pesquisas comparativas: uma análise crítica dos indicadores de gênero | de Bila Sorj

No momento em que se torna cada vez mais freqüente a comparação internacional sobre desigualdades de gênero, é inadiável problematizar os indicadores que vêm sendo comumente utilizados pelas agências internacionais de desenvolvimento, tendo em vista o impacto das informações coletadas sobre as políticas públicas em nível nacional e global.

Nesse sentido, é interessante analisar algumas variáveis apresentadas nos Relatórios de Desenvolvimento Humano das Nações Unidas e sugerir que os indicadores escolhidos não são suficientemente sensíveis às variações nacionais e às formas como as desigualdades de gênero se reproduzem nas sociedades contemporâneas.

Desde o início dos anos 90, os Relatórios de Desenvolvimento Humano produzidos pelas Nações Unidas passaram a ser uma importante referência para as pesquisas quantitativas de gênero. A partir de 1995, com a Conferência Internacional da ONU sobre Mulheres, realizada em Beijin, cresceu significativamente o volume de informações quantitativas e comparativas sobre a situação das mulheres no mundo. Esse processo se intensificou a partir de 2000, com a Declaração do Milênio das Nações Unidas quando foram estabelecidas metas concretas e mesuráveis de desenvolvimento e de empoderamento das mulheres, a serem alcançadas pelos países signatários da declaração. Essas metas são avaliadas e comparadas em escalas nacional, regional e global.

Essas iniciativas sem dúvida contribuíram para aumentar o nosso conhecimento sobre a situação das mulheres e para a disseminação da problemática da desigualdade de gênero que antes estava mais restrita a pequenos círculos acadêmicos e de ativistas feministas.

Mais ainda no Brasil essas iniciativas foram muito positivas, pois estimularam o desenvolvimento de uma perspectiva comparativa num país caracterizado por uma identidade nacional com traços de forte insularidade e pouco afeito à auto-reflexão a partir do olhar que leve em conta a experiência de outros países, até mesmo daqueles geograficamente mais próximos.

O principal desafio que os estudos comparativos colocam é como escapar, por um lado, de uma postura de absoluto relativismo, segundo a qual, nada é comparável porque todas as interações sociais dependem dos significados que a história, instituições e culturas locais lhes atribuem e, por outro, como evitar a utilização de indicadores universais e abstratos que ignoram a complexidade das configurações nacionais, onde uma mesma variável pode ocultar práticas que estão em franca contradição com aquilo que se pretende medir. Tendo em vista esse desafio vou problematizar algumas variáveis recorrentemente utilizadas nos Relatórios de Desenvolvimento Humano elaborados pelas Nações Unidas.

Os RDH´s, quando dedicados à questão de gênero, têm como objetivo captar o chamado empoderamento das mulheres. Esse termo, apesar das diferentes definições que comporta, vem sendo normalmente usado para designar a capacidade das mulheres de ganhar controle sobre suas decisões e recursos, tendo em vista ampliar os direitos das mulheres e promover a igualdade de gênero.

Vou comentar três indicadores que me parecem problemáticos:

1- “participação política das mulheres no parlamento”. Esse indicador pretende, segundo os RDH, aferir as oportunidades de participação política das mulheres no processo de tomada de decisões e quanto mais mulheres participarem do parlamento, relativamente aos homens, mais próximo estará o país de alcançar a igualdade de gênero.

A dificuldade no uso universal desse indicador, “participação política das mulheres no parlamento”, como revelador do empoderamento, pode ser observada num caso extremo: a eleição de nove deputadas ao parlamento iraniano em 2004, na qual oito delas pertencem ao partido conservador “Developers of Islamic Iran Party”. A líder desse grupo declarou na ocasião da sua eleição “queremos educar as mulheres segundo os preceitos especificados por Deus. Nós vemos as mulheres como portadoras de três obrigações: individual, familiar e social. Se o cumprimento da obrigação social causa a interrupção das obrigações individuais e familiares, isso constitui opressão da mulher”. Em outro momento ela declara; “Para que a nação alcance prosperidade, as pessoas devem pensar nos seus deveres religiosos e não ‘legais’ ”. Ela continua argumentando nesta declaração que o conceito de lei (direitos humanos) é importado do Ocidente e, portanto, deve ser eliminado da discussão política.

Nesse caso extremo, há uma enorme defasagem entre o indicador que identifica o nível de participação política das mulheres no parlamento e aquilo que ele deveria estar medindo, os avanços feitos pelas mulheres em termos da conquista de direitos e de igualdade de gênero.

Como é possível este tipo de divergência? Provavelmente porque estamos diante de duas acepções do termo gênero que vem sendo utilizadas indistintamente. Numa das acepções, precisamente com a qual essas pesquisas comparativas trabalham, gênero se refere a uma categoria empírica composta de “mulheres” e “homens”, associada às diferenças biológicas que distinguem corpos masculinos e femininos. Homens e mulheres formariam grupos ou coletividades de alcance universal. Nesta acepção, as pesquisas comparativas aqui mencionadas são de caráter bio-sociográfico, i.e, exploram a participação relativa de cada um dos gêneros na distribuição de recursos e de oportunidades sociais, econômicas e políticas.

Em outra acepção, associada aos estudos de gênero e feministas, gênero se refere a um sistema de relações de poder fundado em padrões culturais institucionalizados, que diferem entre sociedades. O sistema de gênero supõe a presença de hierarquias e relações de poder entre os atributos associados à masculinidade, que são valorizados, e os atributos associados à feminilidade (ou ao feminino), que são desvalorizados. Um dos principais atributos do feminino, que tem uma abrangência quase universal, é a ideologia que associa o feminino à domesticidade e a subordinação. Certamente as mulheres tem sido o principal campo de operação dos atributos depreciados do feminino, mas não são apenas elas. Gays, travestis, transgêneros e outros homens que não correspondem ao padrão de masculinidade prevalecente são facilmente vistos como “femininos”.

Deste modo, não há uma correspondência linear entre atributos considerados femininos e as “mulheres” como categoria corporal/biológica. É importante também destacar que os padrões de distribuição e controle de posições de poder na política, na economia e no lar, não são fixos de tal forma que a oposição masculino/feminino é constantemente modificada e reinventada.

O exemplo das mulheres eleitas para o parlamento iraniano ilustra a dissociação que existe entre gênero como categoria empírica, biológica, corporal e gênero enquanto categoria de análise das relações de poder entre homens e mulheres. Neste caso, o indicador “participação das mulheres no parlamento” dificilmente implica empoderamento (que é finalmente o que o indicador pretende medir) das mulheres, ou seja, uma melhoria relativa da posição das mulheres no processo de tomada de decisões. Em certos contextos políticos, culturais e religiosos essa participação pode diluir, quando não conspirar, contra os efeitos do empoderamento, quando as posições “de poder” ocupadas pelas mulheres sustentam projetos político-culturais que objetivam a manutenção da representação patriarcal do feminino.

2- a segunda variável comumente utilizada nas pesquisas comparativas das Nações Unidas é “taxa de participação das mulheres no mercado de trabalho”, que visa igualmente medir o empoderamento das mulheres: supõe-se que quanto mais as mulheres participam do mercado de trabalho mais desfrutam de autonomia, independência e poder. O problema com esse indicador é que ele é tratado, em geral, de maneira isolada.

Como entender em termos de empoderamento (igualdade, autonomia, capacidade de decisão) o aumento da participação das mães no mercado de trabalho no Brasil nas últimas décadas, sem relacionar esse fato ao contexto da ausência de suportes públicos para a conciliação entre trabalho e vida familiar ou da fraca participação dos homens nos afazeres domésticos?

Será que a participação no mercado de trabalho tem o mesmo significado, o mesmo efeito em termos de autonomização, individualização e de capacidade de exercer escolhas para mulheres que dele participam em sociedades com um robusto welfare state e para mulheres cuja participação no mercado de trabalho implica enormes tensões para a conciliação entre trabalho e família? Muito provavelmente, para essas últimas, sobrecarregadas pelo acúmulo do trabalho remunerado e não-remunerado, a participação no mercado de trabalho pode ter, entre outras conseqüências, o fortalecimento do ideal de domesticidade, de dependência econômica e da maternagem.

Não estou pretendendo negar que a participação no mercado de trabalho tenha efeitos positivos sobre a autonomia e aumento do poder de decisão das mulheres. Todavia, esse efeito não está assegurado, varia entre as classes sociais em um mesmo país e depende de outros arranjos institucionais que não são captados nos relatórios internacionais.

3- o terceiro indicador freqüentemente usado para medir o nível de igualdade de gênero, existente nos diferentes países abrangidos nas comparações internacionais, se refere à “divisão sexual do trabalho doméstico”. Apesar da importância deste indicador, a forma como é construído mostra-se muito limitada e pouco sensível para captar as novas formas que as desigualdades de gênero assumem no espaço doméstico.

As pesquisas mostram que houve um aumento da participação masculina na divisão do trabalho doméstico, muito tímido, mas houve. Todavia, menos freqüentes são os esforços para apreender de forma sistemática as novas assimetrias que emergiram nesta esfera como, por exemplo: homens concentrando-se em apenas algumas atividades (concertos de equipamentos domésticos, cozinha, compras e atividades de lazer da família) e as mulheres engajadas num leque mais amplo de tarefas (compras, lavar, passar, cuidar dos doentes, arrumar a casa, relação com a escola dos filhos, etc.).

No que diz respeito à desigualdade de gênero, tão importante quanto quantificar a distribuição de tarefas é analisar o princípio que organiza esta nova distribuição. Esse pode ser resumido no seguinte princípio: os homens escolhem aquilo que querem fazer e as mulheres se ocupam do resto, i.e., daquilo que eles não querem fazer. Assim, mantém-se em operação a assimetria de gênero, na qual o exercício da escolha é uma prerrogativa apenas masculina.

A nova divisão do trabalho doméstico na qual os homens passaram a realizar tarefas antes realizadas exclusivamente pelas mulheres envolve um processo de ressignificação dessas tarefas. Assim, por exemplo, a atividade de cozinhar feita pelos homens, ou pelo “novo homem” que aparece atualmente na mídia, foi transformada em uma atividade impregnada de valor, de sofisticação que se inscreve como uma prática mais próxima das formas de expressão artística, escapando, assim, do sentido banal, trivial e repetitivo associado ao cozinhar feminino. A atividade masculina de cozinhar passou a ser um exercício de auto-expressão, de desenvolvimento pessoal dos homens enquanto que a mesma atividade conjugada no feminino continua intrinsecamente associada ao caring dos outros.

Deste modo, os indicadores sobre divisão sexual do trabalho doméstico que apenas quantificam as tarefas e sua distribuição por gênero não conseguem captar os novos sentidos que a repartição de tarefas vem assumindo e que só parcialmente apontam para uma maior igualdade de gênero.

Finalmente eu gostaria de fazer algumas considerações sobre o que a perspectiva analítica de gênero pode contribuir para o aprimoramento das pesquisas comparativas internacionais.

Em primeiro lugar, a perspectiva analítica de gênero confirma a importância de se criar indicadores sociais mais sensíveis às configurações sociais, econômicas, políticas, religiosas e institucionais dos estados nacionais tornando-os mais “realistas” e confiáveis a partir daquilo que esta se pretendendo medir.

Em segundo lugar, o tratamento isolado de algumas variáveis, como se elas pudessem indicar alguma direção incontestável no desenvolvimento das sociedades, mostra-se muito precário, na medida em que a informação captada por uma variável pode distorcer a realidade, se não se levar em conta outros parâmetros correlatos.

Finalmente, as reflexões sobre gênero nos ajudam a pensar que todas as comparações internacionais estão pautadas por algum horizonte político e normativo que definem o valor heurístico dos indicadores. Talvez as pesquisas comparativas de gênero, principalmente as promovidas pelas Nações Unidas, e as inúmeras pesquisas que decorrem dos parâmetros fornecidos por ela, apresentam isso de maneira mais transparente declarando com clareza quais são os pressupostos morais, políticos, conceituais e empíricos que servem de inspiração para a comparação que realizam.

*Bila Sorj é Professora Titular de Sociologia do IFCS/UFRJ. Autora, entre outros trabalhos, de Israel Terra em Transe. Democracia ou Teocracia? Rio de Janeiro, Civilização Brasileira, 2000 (com Guila Flint);Identidades Judaicas no Brasil Contemporâneo, Rio de Janeiro, Imago, 1997; O Trabalho Invisível: estudos sobre trabalhadores a domicílio no Brasil, Editora. Rio Fundo, RJ, 1993 (com Alice Rangel de Paiva Abreu).

 

NOTAS


1Trabalho apresentado na mesa-redonda “Gênero: perspectivas comparadas” no XIII Congresso Brasileiro de Sociologia, Recife, 29/05/2007 a 01/06/2007.

 

Economia da cultura e desenvolvimento | de Sérgio Sá Leitão

Do ponto de vista da economia, a expressão “economia da cultura” identifica o conjunto de atividades econômicas relacionadas à cultura. Do ponto de vista da cultura, trata-se do conjunto de atividades culturais com impacto econômico. Pode-se incluir neste conjunto qualquer prática direta ou indiretamente cultural que gere valor econômico, além do valor cultural. A economia é, portanto, uma das dimensões da cultura. E a “economia da cultura” constitui um campo da economia. A expressão serve para definir este campo.

Cultura é mercadoria. Mas mercadoria distinta, com duplo valor: econômico e cultural. Mensurar economicamente a cultura não é só possível, mas necessário. Análises econômicas ajudam a entender fenômenos culturais. E reforçam uma percepção positiva das atividades culturais, ao conferir a elas valor palpável. O comércio global de bens e serviços culturais movimentou US$ 1,3 trilhão em 2005, cerca de três vezes mais do que em 1998. Este dado afirma a importância econômica da cultura, alem da “cultural”.

As indústrias culturais e seus produtos e serviços são a vitrine deste campo. Refiro-me à indústria editorial, à indústria do audiovisual e à indústria da música, entre outras. Tais setores se estruturam como cadeias produtivas. Basicamente, dizem respeito à criação, produção, distribuição e consumo de conteúdos e experiências culturais. Mas há também as atividades econômicas relacionadas à cultura que se estruturam como arranjos ou sistemas produtivos locais. E as de caráter individual, associativo e institucional.

Há vários conceitos de “economia da cultura”. E mesmo outras expressões, com diferenças conceituais que muitas vezes têm fundo político. Os americanos, por exemplo, pensam em termos de “economia do copyright”. Os ingleses, de “indústrias criativas”. Os escandinavos, de “economia da experiência”. Há pesquisadores que falam em “economia do conteúdo”. A cultura está presente em várias atividades. Como separar o que é cultural, por exemplo, na operação de uma tele? Que atividades incluir no campo?

Para efeitos de reflexão acadêmica e de formulação de políticas públicas, prefiro usar a definição precisa estabelecida no estudo “A Economia da Cultura na Europa”, divulgado em 2006 pela Comissão Européia, talvez o mais abrangente e profundo já realizado. Segundo este estudo, a “economia da cultura” foi responsável, em 2003, por 2,6% do PIB e 3,1% dos postos de trabalho dos 25 países que então formavam a Comunidade Européia. Hoje são 27 países. A pesquisa está sendo atualizada.

O estudo aponta a existência de um “setor cultural e criativo” formado por segmentos industriais e não-industriais ligados diretamente à expressão cultural; e por atividades em que a cultura impacta criativamente a produção de bens não necessariamente culturais. As atividades geradoras de valor econômico deste “setor cultural e criativo” são as que constituem o campo da “economia da cultura”. Deve-se frisar ainda que tais atividades influenciam outros setores, como ciência e tecnologia e eletro-eletrônicos.

Além do setor industrial da cultura, que inclui os segmentos do audiovisual, da música e da publicação de livros, entre outros, o estudo inclui, no campo da “economia da cultura”, a indústria da mídia (imprensa, rádio e TV), a área criativa (moda, arquitetura, publicidade, design gráfico, design de produtos e design de interiores), o turismo cultural e as expressões artísticas e instituições culturais (artes cênicas, artes visuais, cultura popular, patrimônio material, museus, arquivos, bibliotecas, eventos, festas e exposições).

O conjunto de pesquisas recentes sobre este assunto indica que a “economia da cultura” é atualmente o setor que mais cresce, mais gera renda, mais exporta e mais emprega, e o que melhor remunera. Trata-se de um feito quantitativo e qualitativo. É ainda o setor que mais impacta positivamente outros setores igualmente vitais. E mais gera valor adicionado. Está baseado no uso de recursos inesgotáveis (como criatividade) e consome cada vez menos recursos naturais esgotáveis. Apresenta um uso intenso de inovações e impacta o desenvolvimento de novas tecnologias. Finalmente, seus produtos geram bem-estar, estimulam a formação do capital humano e reforçam vínculos sociais e identidade.

Segundo o “Global Entertainment & Media Outlook 2006-2010”, da Price Waterhouse Coopers, o setor passará de US$ 1,3 trilhão em 2005 a US$ 1,8 trilhão em 2010, crescendo 6,6% ao ano, bem acima da média da economia mundial (5%). Na América Latina, projeta-se um crescimento anual médio de 8,5%, com o mercado passando de US$ 40 bilhões em 2005 para US$ 60 bi em 2010.

O Brasil tem o maior potencial de crescimento no continente, por três fatores: mercado interno expressivo, políticas públicas diversificadas e eficientes e a riqueza e a diversidade da nossa cultura. Deve-se tratar a “economia da cultura” no Brasil pensando não apenas na situação existente, mas sobretudo no potencial não-realizado, assim como nas oportunidades que se colocam, em termos de geração de renda, emprego, exportação e inclusão, tanto nacionalmente quanto local ou regionalmente.

De acordo com o “Sistema de Informações e Indicadores Culturais” (IBGE/MinC, 2006), o “setor cultural e criativo” respondia em 2003 por 5,7% dos empregos formais, 6,2% do número de empresas, 6% do valor adicionado geral e 4,4% das despesas médias das famílias brasileiras. Estima-se que a participação no PIB seja de 5%. Uma família brasileira gasta em média cerca de R$ 67,00/mês no consumo de cultura.

O excelente trabalho do IBGE e do MinC, divulgado em 2006, mostra que as empresas culturais são responsáveis por 5% dos postos de trabalho da indústria do país, com um salário médio de 5,6 mínimos (para 4,6 de toda a indústria). No que toca aos serviços culturais, os dados são ainda mais significativos: 9% do total de empregos e 5,9 mínimos de salário médio (para 3,2 de todos os serviços).

O crescimento do setor no Brasil tem sido muito expressivo, ainda que os valores absolutos sejam modestos, se comparados ao que se verifica nos países desenvolvidos e em outros setores da economia brasileira. Segundo a Price Waterhouse Coopers, a “economia da cultura” no Brasil passou de US$ 11,55 bi em 2001 para US$ 14,65 bi em 2005. O estudo projeta que o setor atingirá a marca de US$ 21,92 bi em 2010, com uma taxa de crescimento anual estimada em 8,4%, ou quase o dobro da estimativa de crescimento do PIB brasileiro.

Pesquisa da Fundação João Pinheiro aponta que o setor gera no Brasil 160 postos de trabalho para cada R$ 1 milhão investido, mais do que a construção civil e o turismo, por exemplo. Há, portanto, um vasto potencial a ser trabalhado pelo poder público, pelo terceiro setor e pela iniciativa privada.

A sociedade brasileira manifesta uma óbvia vocação para a cultura. Poucos países apresentam um conjunto de expressões culturais tão amplo, diverso e intenso quanto o nosso. Trata-se de um diferencial competitivo. Este diferencial deve ser explorado. A “economia da cultura” é, assim, um novo front de desenvolvimento, por sua grande capacidade de geração de renda e emprego, por seu impacto na formação do capital humano e no desenvolvimento de novas tecnologias, e seus efeitos sociais positivos.

O poder público já acordou para a “economia da cultura” e o que ela pode representar em termos de desenvolvimento. Há, desde os anos 90, um sistema de financiamento público da cultura estruturado, com impactos positivos e negativos, que totaliza cerca de R$ 3 bilhões/ano (recursos federais, estaduais e municipais). As fontes são os orçamentos, fundos específicos e leis de incentivo.

Em 2005, coordenei no MinC a formulação do Programa de Apoio ao Desenvolvimento da Economia da Cultura (Prodec), que a partir de 2006 passou a integrar o Plano Plurianual da União e ganhou recursos próprios. Entre as ações do Prodec, destaca-se o apoio aos Programas de Exportação de Música, Cinema e Produção Independente de TV, Artes Visuais, Design e Instrumentos Musicais, realizados em parceria com a Apex, o Sebrae e entidades setoriais.

O ministro Gilberto Gil tem sido um apóstolo, ainda que por vezes o Ministério da Cultura apresente certa incapacidade de transformar discurso em prática. Ou não reconheça devidamente o que outros agentes fazem. Mas a causa tem cada vez mais adeptos.

O papel do poder público neste campo deve ser exercido através de cinco eixos principais:

> Formular e implementar políticas públicas, tendo em vista o grau de acesso ao consumo, a diversidade cultural, a capacitação de técnicos e empreendedores, a formação de públicos, o estímulo à criação, à produção e à distribuição, a promoção de exportações e a valorização da cultura nacional.

> Produzir e apoiar a produção e a disponibilização de levantamentos de dados, além de pesquisas e estudos sobre diversos aspectos relacionados ao tema, de modo a permitir uma melhor quantificação e também ajudar a qualificar o debate e as políticas públicas.

> Gerir instrumentos eficazes e diversificados de fomento a projetos, grupos, empresas e instituições culturais, levando em conta as dinâmicas da atividade, com recursos suficientes para estimular um processo de desenvolvimento.

> Disponibilizar crédito de longo prazo, com juros subsidiados, a empresas culturais.

> Regular as práticas econômicas, tendo em vista o equilíbrio dos mercados e a mediação entre o interesse das empresas e o interesse público.

Por serem baseados em criação, e portanto geradores de propriedade intelectual, os bens e serviços culturais se encontram no epicentro da chamada “economia do conhecimento”, constituindo um dos campos mais dinâmicos e atrativos da economia contemporânea. Na atual fase do capitalismo global o que está cada vez mais no centro das disputas competitivas são os ativos intangíveis, baseados em criatividade, idéias e valores. Vale dizer, ainda, que a economia é cada vez mais “cultural”, tendo em vista o impacto crescente de práticas e valores culturais em processo econômicos diversos. Basta pensar, por exemplo, na questão da inovação. Ou do design estratégico.

No Brasil, a “economia da cultura” tem um vasto potencial ainda não-realizado de produção e distribuição de riqueza de forma sustentável, com geração de emprego e renda, assim como de bem-estar, identidade e capacitação do capital humano. Trata-se de uma vocação da sociedade brasileira que, se devidamente aproveitada, pode contribuir decisivamente para o crescimento do Brasil, assim como para a qualificação deste crescimento. Ou seja: para um desenvolvimento pleno.

As políticas públicas voltadas para a “economia da cultura” constituem, na verdade, políticas de desenvolvimento, e assim devem ser pensadas. Mais recursos para a cultura, se bem aplicados, podem ser mais recursos para o desenvolvimento do país. A cultura, portanto, deve ser uma prioridade não apenas por seu papel “cultural” na vida social do Brasil, mas por seu papel econômico.

Formado em Jornalismo na Escola de Comunicação da UFRJ, com pós-graduação em Políticas Públicas (USP) e Marketing (IBMEC), *Sérgio Sá Leitão tem 40 anos e dirige a área de marketing e novas mídias da Vereda Filmes. Foi Assessor da Presidência do BNDES, onde coordenou a criação do Departamento de Economia da Cultura e do Programa de Apoio à Cadeia Produtiva do Audiovisual. Entre 2003 e 2006, foi Chefe de Gabinete e Secretário de Políticas Culturais do Ministério da Cultura. É coordenador do módulo “Desenvolvimento e Ação Estratégica” e professor de Economia da Cultura da Pós-Graduação em Gestão Cultural da Universidade Candido Mendes.

 

NOTAS


1Trecho de palestra proferida no Seminário Internacional de Economia da Cultura promovido pela Fundação Joaquim Nabuco, Recife, em julho de 2007.

 

Capacitar para desenvolver: que constrangimentos? | de Manoel Ribeiro

Introdução

O objetivo deste texto é discutir, no contexto do mundo globalizado, uma alternativa metodológica de elaboração e implementação de programas de empowerment em comunidades carentes.

Como referência para essa discussão, são apresentados dois exemplos de programas para/comestruturas populares praticantes de expressões culturais.

Neles, é abordado o papel da capacitação, enquanto instrumento de empowerment.

É também destacada a dificuldade dos poderes públicos em perceber as diversas realidades locais, na elaboração de seus programas.

 

Contexto global

No correr da modernização, profundas transformações foram operadas nas estruturas sociais.

No século XX, com o apogeu da industrialização, as migrações campo/cidade produziram segmentos populares que eram chamados de “marginalizados”, integrantes do exército de reserva de mão-de-obra, das teorias marxistas.

Em nossos dias, com a diminuição do Estado, a desregulamentação do trabalho, o avanço tecnológico e a informação em tempo real, elementos básicos da globalização, deparamo-nos com um decréscimo no número de postos de trabalho e novas exigências de qualificação. Agora, os mais pobres são chamados de “excluídos”, objetivamente supérfluos para a movimentação da economia.

O quadro é complexo e requer um entendimento mais detalhado do que é exclusão, do ponto de vista dos excluídos.

 

O que é exclusão

O quadro a seguir permite uma análise do que é “exclusão”, para os moradores das favelas do Rio de Janeiro.

 

Iniciativas de combate à exclusão

A atuação dos governos sobre a exclusão ainda é tímida e muitas vezes paternalista. Por deterem o saber formal, definem e implementam os programas que acham que as populações mais pobres precisam. Em geral, tais programas, por motivos operacionais, são padronizados e aplicados indiscriminadamente, sem considerar peculiaridades locais. Os resultados não têm sido satisfatórios.

Por outro lado, os “programas” e invenções de mercado que as classes populares vêm praticando estão funcionando e resolvendo alguns de seus problemas e carências mais imediatas.

 

Um novo papel para a cultura

Vou apresentar brevemente dois desses programas, dois raros casos de entendimento positivo entre o Poder Público e uma “organização” popular.

Foi minha primeira experiência em programas para/com populações faveladas, identificando sua sócio-geografia e suas lideranças, discutindo idéias, pegando “boléia” em suas iniciativas e práticas, utilizando suas estruturas organizacionais.

Foi realmente uma experiência enriquecedora, onde aprendi muitas coisas, sobre a cultura dos mais pobres.

Hoje, estou convencido que, no mundo globalizado onde impera a mesmice dos padrões de produção e consumo, o que for específico e particular vai ser valorizado. Será o embate, na arena do mercado, entre a coca-cola e o vinho regional de qualidade; entre o hambúrguer e os doces de ovos tradicionais; entre ohaloween e as festas de São João; entre a assepsia estética dos condomínios fechados e o convívio proporcionado pela arquitetura coloquial das ladeiras de Alfama.

A cultura é um patrimônio guardado por grupos específicos e, como tal deve ser preservado.

Roda de samba
Culto Afro
Terreiro de Jongo
Forrá nordestino

Por isso, deve-se dar particular atenção à cultura popular, rica em manifestações peculiares e estratégias de sobrevivência criativas que podem ser aperfeiçoadas e apoiadas.

Alguns discordaram dessas idéias sob a alegação de que interferências externas poderiam tirar a autenticidade de algumas manifestações e “transformar cultura em um produto”. Acredito que a própria necessidade de manter sua atratividade em mercado manterá a expressão cultural preservada e específica.

Assim sendo, no caso das favelas e periferias, premido pela urgência que a situação dos excluídos inspira, centro minhas reflexões nas possibilidades de gerar renda para esse segmento social e de obter um maior equilíbrio na hierarquia de valoração entre a cultura popular e a cultura dominante.

As idéias abordadas adiante baseiam-se na crença que a “cultura própria” é um valor. Tanto aquela que gera produtos materiais, mais ligada à moradia e aos circuitos da produção e do consumo, quanto a cultura que produz bens imateriais, mais ligada às tradições e manifestações artísticas.

Nesse contexto, o emporwerment em assentamentos populares, além da democratização da educação formal e cursos técnicos de qualidade, pode se dar pela valorização da “cultura disponível” em cada localidade.

 

O espírito da coisa

O cineasta brasileiro – Cacá Diegues, que oferece oficinas de cinema na favela Cidade de Deus (cenário do filme homônimo), formando diretores, roteiristas, iluminadores e câmeras, deu um recado definitivo para seus alunos: “Queiram ser aplaudidos, não porque são pobres, mas porque são ótimos”.

Para que um objetivo ambicioso como esse possa ser alcançado, a “capacitação” deve ser entendida como abrangendo: a formação adequada para o aprimoramento técnico ou artístico de tradições e aptidões disponíveis; a assistência técnica na gestão das “organizações” locais e na elaboração de projetos, captação de recursos e coordenação executiva de programas; o acesso facilitado ao crédito e o apoio nas articulações com o mercado e com a mídia. As bem sucedidas experiências com “microcrédito” se constituem num bom indicador das possibilidades de sucesso dessa estratégia no combate à pobreza.

 

Experiências enriquecedoras

Para ilustrar essas colocações, vou apresentar dois exemplos. Dois casos promissores, infelizmente, ambos desmobilizados por problemas de gestão local e de insensibilidade do Poder Público.

Nesses exemplos, vou destacar a participação da “sociedade civil” do “andar de baixo”, deslocando-a para o centro do palco, e comentar a capacidade de iniciativa de certos grupos populares e sua facilidade em ter acesso às instituições.

Também vou apontar a dificuldade das instituições públicas em reconhecer problemas e recursos locais, na implementação de programas sociais em comunidades carentes, bem como sua tendência em enrijecer suas rotinas operacionais, sem considerar o contexto de atuação.

Nossos dois casos passaram-se na Serrinha, uma favela do subúrbio do Rio, originalmente conhecida por suas tradições ligadas ao samba e aos cultos afro-brasileiros. Mais recentemente, as migrações nordestinas trouxeram novas tradições para a Serrinha, fortalecendo sua posição de, segundo o dizer de seus moradores, “centro de resistência de cultura popular”.

Por cinco anos, durante a elaboração do Plano Participativo de Desenvolvimento Urbanístico e Social da Serrinha e implantação das obras correspondentes, tive a oportunidade de conviver intensamente com os moradores e aprendi a reconhecer os seus territórios, físicos e imateriais.

No processo de conhecimento mútuo desenvolvido, também aprendi a respeitar a cultura popular e a incrível criatividade e eficácia de suas estratégias de sobrevivência, inclusive nas relações com a mídia.

 

Dois casos

Na Serrinha, foram desenvolvidos dois programas com/para a cultura local, no caso detida pelas populações pioneiras, de ascendência afro, mas com potencial para atrair os outros grupamentos identificados.


Como previsto, a oficina atraiu os filhos dos nordestinos e dos outros grupos componentes do assentamento. A surpresa ficou por conta da presença de garotos das franjas da cidade formal vizinha, atraídos pela oportunidade.

O primeiro, o programa – “Tocando a Vida” – ensinava música instrumental por pauta, aos garotos e garotas da favela, envolvidos com ritmo e melodia desde a tenra infância. Esse Programa foi implementado pela Prefeitura, com apoio financeiro do Banco Interamericano de Desenvolvimento – BID – e a participação do Conservatório de Música do Rio de Janeiro.

A Escola de Samba Mirim Império do Futuro, localizada na Serrinha, foi credenciada como gestora local do Programa, dispensando a presença de organizações “de fora” na favela.

Ao final de um ano de curso, os instrumentos utilizados foram doados aos formandos.

Isso gerou a criação de diversos “grupos de pagode”, que ganham dinheiro em apresentações em festas e churrascarias. Alguns garotos que se destacaram, ganharam bolsa do Conservatório e um deles é solista de bandolim, na Orquestra de Cordas da Prefeitura.

O segundo caso é outro extraordinário exemplo de participação da sociedade civil popular (Escola de Samba Mirim Império do Futuro), apoiada por instituições públicas (Prefeitura e Conservatório de Música) e uma agência internacional de desenvolvimento (BID) – a oficina de “Técnicas do Arame”.

Nos desfiles das escolas de samba, no Rio de Janeiro, os esplendores e adereços dos passistas e os improváveis sutiãs das modelos são produtos do artesanato de arame. Por baixo das plumas, das pedrarias e dos plásticos coloridos estão estruturas de arame, confeccionadas pelos artesãos de cada escola.

A idéia era preparar mão-de-obra técnica para produzir para a Escola de Samba Império Serrano, destacada entidade do carnaval carioca, que teve origem na Serrinha em 1947.

Para montar as oficinas, as medidas práticas foram muito simples. O espaço foi cedido pela Escola de Samba Mirim Império do Futuro, localizada nos fundo da residência da família fundadora. Uma máquina de soldar, arame e solda, bem como umas poucas ferramentas foram comprados com recursos do BID. A Escola de Samba Império Serrano indicou um experiente artesão/instrutor e estava tudo pronto para começar.

Além dos produtos para o carnaval, os alunos começaram a criar objetos decorativos, ao estilo dos desenhos do Cocteau, ou mini-esculturas do Calder, compondo as figuras por linhas ininterruptas. Esses objetos eles mandaram cromar fora, com custos adicionais, para oferecer aos visitantes.

No correr do curso, a gestora local percebeu que a sazonalidade do carnaval limitava drasticamente a possibilidade de auto-sustentabilidade do programa.

Assim, os garotos passaram a produzir troféus para a Prefeitura e para as homenagens a personalidades, ofertados pela Escola de Samba Império Serrano.

Mais tarde, na busca de uma ampliação de seus mercados nas vizinhanças, eles vinham fabricando enfeites para festas de aniversário e casamento, num estilo pós-kitsch, utilizando os mesmos materiais dos adereços dos desfiles das escolas de samba.

Nesse sentido, pensando em atingir toda a cidade, cheguei a fazer contatos com professores da Escola Superior de Desenho Industrial – ESDI para articular o design acadêmico ao know-how popular, viabilizando a criação de “produtos” que atraíssem faixas superiores de mercado.

 

Constrangimentos

Infelizmente, assim como o Tocando a Vida, esse programa foi interrompido, por problemas de gestão local.

Na decisão de interromper dois programas com tamanho potencial de empowerment revelaram-se os constrangimentos, recheados pela falta de diálogo.

A precariedade e a irregularidade na entrega de relatórios e das prestações de contas redundaram em pareceres técnicos desabonatórios que acionaram o nível decisório.

Na realidade, os sinais emitidos pelos gestores locais, em seu desempenho, foram mal interpretados pela burocracia estatal.

Depois de um ano de trabalho, ao invés de perceber a necessidade de capacitação local em gestão de programas socais e de exercer uma supervisão mais próxima, o Poder Público preferiu acabar com o Programa.

 

Conclusões

Dessas duas experiências, podemos concluir que:

– O empowerment de marginalizados ou excluídos pode ser buscado através de programas para/com essas populações, com o apoio dos recursos organizacionais e culturais existentes nas favelas.

– Na viabilidade operacional desses programas, a capacitação, a assistência técnica e o crédito têm papel fundamental, fortalecendo tradições e aptidões disponíveis e sua articulação com o mercado e a mídia.

*Manoel Ribeiro é arquiteto e urbanista

 

Heloisa Buarque de Hollanda entrevista George Yúdice | agosto de 2005

Heloisa Buarque de Hollanda: George, sua intervenção como intelectual é tão polivalente que é difícil adivinhar qual foi sua formação. Afinal o que você estudou?

George Yúdice: Eu estudei Química, Artes e Letras simultaneamente na Cunny University. Depois fiz mestrado e doutorado em Letras.

HBH: Com quem?

GY: O doutorado foi com Silvia Molloy, lá em Princeton, com quem fiz a tese sobre Vicente Huidobro, poeta chileno, o grande mestre de Haroldo de Campos. Depois disso, estudei também sociolingüística, coisas de sociologia e comecei a trabalhar com o grupo de Fredric Jameson.

HBH: É interessante você ter feito uma tese sobre Huidobro. Como era essa tese?

GY: É um estudo semiótico muito formal, que analisa Huidobro em relação às vanguardas estéticas dos anos 20, 30, no contexto de Paris e América Latina. E abrange também as artes, porque ele era um artista multimídia. O resultado na época foi ótimo. A tese foi publicada imediatamente e ainda hoje as pessoas dizem que é muito boa. A Beatriz Sarlo falou que é a melhor coisa escrita sobre esse tema.

HBH: Isso mostra que nessa época você já tinha suas dúvidas sobre trabalhar dentro dos limites rígidos da literatura.

GY: Claro. Mas como Huidobro era um poeta em certos momentos muito sistemático, toda a questão científica e o interesse pela semiótica vieram por aí. Mas logo fiquei cheio disso também e comecei a colaborar com o grupo do Jameson, no final dos anos 70.

HBH: E pelo que conheço de vocês dois, esse encontro com Jameson deve ter marcado bastante sua trajetória. Como você o conheceu?

GY: Marcou muito. Tudo começou porque comecei a participar do grupo de Estudos Literários Marxistas, onde o Jameson era o chefão. Ele estava em Yale e eu estava trabalhando com Stanley Aronovitch. Através desse grupo de estudos, entramos em contato com o pessoal de Birmingham, conhecido como berço dos estudos culturais. Conhecemos Stuart Hall e outros profissionais que trabalhavam com um mistura de Gramsci, psicanálise, história, foi incrível. Eles traziam uma nova metodologia crítica, analítica, multidisciplinar.

HBH: Esse grupo funcionava em Nova York?

GY: Não, o grupo se reunia a cada verão, em lugares diferentes. Todos nós pagávamos a própria passagem e as universidades conseguiam alojamento, porque no verão não havia alunos. E fazíamos grandes debates durante horas a fio. Foi quando os estudos culturais começam a se formar nos Estados Unidos, no início dos anos 80, quando foi lançada a primeira versão do livro Late capitalism and marxism studies. Logo depois fizemos um segundo congresso, em 1988, quando saiu aquele tijolão Cultural Studies. Nessa época eu estava trabalhando com a Social Text, uma revista que começou em 1979 e teve bastante repercussão. Resumindo, os anos 80 foram para mim anos de muita aprendizagem, de exercício de crítica cultural e política. Foi ainda por essa época que migrei oficialmente da área de Letras para um tipo de crítica cultural, que foi batizada como Estudos Culturais. E eu logo não gostei dessa grife.

HBH: Por que todo mundo tem medo dessa grife?

GY: Porque nos Estados Unidos os estudos culturais viraram uma tendência de mercado, o mercado acadêmico. Por exemplo, você pode até tentar, mas não vai conseguir publicar um livro sobre um autor. É impossível. Mas se você escreve sobre uma lésbica, é muito fácil. E vende bem.

HBH: E um tipo de livro como esse que você está lançando, A conveniência da cultura.

GY: Esse já vendeu 5 mil exemplares e está indo para uma segunda tiragem. Acho que esse sucesso é porque ele extrapola o universo acadêmico. Pessoas que estão mexendo em gestão cultural, multicultural estão comprando. Pessoas de estudos culturais compram, mas outras pessoas de arte, também.

HBH: Mas o George desse livro não é o dos anos 80. Há um claro salto de local, de tema, de campo de estudos. O que chamou a sua atenção para seu redirecionamento para o debate mais voltado para as políticas públicas, para a discussão do Estado neoliberal, para as questões da economia da cultura?

GY: Foi a própria virada dos anos 90 na área da cultura, era uma coisa muito evidente. Me dei conta de que toda cultura precisa de um sistema de financiamento, de apoio. Eu estava também trabalhando em fundações o que me levou a me ligar nesses assuntos.

HBH: Houve alguma influência do Nestor Canclini nessa virada?

GY: Houve. Eu conheci o Canclini no começo dos anos 90, em um congresso em 1993 no México. Ele me ajudou muito nessa transição. Quando organizamos aquele congresso no Mexico, com você, inclusive, era para falar sobre estudos culturais nas Américas. Vieram pessoas dos Estados Unidos, do Canadá, da América Latina. Eu me lembro que vi lá, pela televisão, que havia uma preparação para o Nafta (Tratado de Livre Comércio da América do Norte). Na televisão, havia propagandas do tipo “Mexicanos, vamos entrar para o primeiro mundo, não sujem as ruas, entrem no trabalho na hora”. Esse tipo de mensagem pública. E isso era muito esquisito. Só comecei a falar dessas coisas no ano seguinte. Depois de fazer o contato com o Canclini neste congresso, ele me pediu para fazer um estudo do impacto do livre comércio nos Estados Unidos. E eu fiz um ensaio em 1994. Entrei na comissão da Fundação México-Estados Unidos e comecei a pesquisar mais sobre esses sistemas de financiamento. Nos Estados Unidos, eu já tinha feito parte do Conselho de Arte de Nova York, e me dei conta de como funcionava essa engrenagem. Nos Estados Unidos, a questão privada é muito mais importante em termos de financiamento do que a área pública. Foi a partir daí que propus um projeto para a Fundação Rockefeller sobre os impactos do fenômeno da privatização da cultura. Inclusive, publiquei, na Social Text, um ensaio chamado “A Privatização da Cultura”. Comecei também a fazer trabalhos práticos, não só estudos analíticos, mas também propositivos. Começou ali na metade dos anos 90. No ano de 1998, eu já escrevia textos sobre esses fenômenos. Mas o livro levou muito mais tempo, porque eu tinha que pensar nas grandes mudanças macros do mundo, para compreender as mudanças micro de fundações, financiamentos e também na cultura. As fundações queriam que esses financiamentos tivessem uma repercussão social.

HBH: Marketing social?

GY: É isso mas não só isso, há também uma preocupação com a repercussão em torno da mudança da realidade desses grupos sociais. Depois, eles mesmos se deram conta de que somente a cultura não vai necessariamente reduzir a pobreza, a cultura não tem esse poder. Os projetos culturais que pretendiam aumentar a auto-estima dos favelados em nome de resultados concretos como a busca de formação profissional, de obtenção de empregos e trabalhos não mostraram a eficácia imediata pretendida.

HBH: Eu sinto que nunca houve um momento tão bom para o intelectual como hoje e olha que eu estou na cena desde 1960… Como se forma um intelectual público hoje?

GY: Eu venho percebendo isso nestes últimos cinco, seis anos através de minha participação em conselhos, assessorias e consultorias com empresas, com o governo, com as ONGs. Muitas pessoas que eu achava que eram só intelectuais da área de estudos culturais, agora estão se engajando cada vez mais messe tipo de trabalho.

HBH: Existe uma migração ótima nessa cena pública.

GY: Mas infelizmente nos Estados Unidos isso não acontece. É por isso eu prefiro trabalhar com a América Latina e com a Europa. Nos Estados Unidos, os únicos intelectuais que têm força são os de direita. Os outros estão muito marginalizados.

HBH: Talvez porque na América Latina há muito consolidada a tradição do intelectual como sendo de esquerda.

GY: Lá, eles são quase censurados. Bom, sendo uma pessoa de esquerda, por exemplo, eu acho difícil dizer que Condoleezza Rice é uma intelectual. Mas ela é uma acadêmica, era colega da Mary Pratt em Stanford. Agora, ela é a grande chefona da política externa dos Estados Unidos, e é um horror…

HBH: Mas voltando ao assunto, quando você localiza a emergência das novas possibilidades de ação para o intelectual do século XXI?

GY: Eu tenho uma análise no livro sobre isso. Depois da queda do muro de Berlim e da União Soviética, nos Estados Unidos tornou-se difícil descobrir formas de legitimação para a arte e para a cultura. Até então, a arte nos Estados Unidos era legitimada pela arte em si, sem propósitos externos, supostamente, ao contrário da arte soviética do Partido Comunista, que era uma arte social realista. Nesses últimos anos, surge um tipo arte que respondia diretamente ao sistema de financiamento, que era uma arte com propósito comunitário, social, civil e que serviria para os fins da economia e do desenvolvimento. Era uma política de governos estaduais e municipais, de empresas privadas, de fundações e doadores. A grana vinha daí, não do âmbito federal. Uma arte voltada para o social, para comunidades. O material eram as pessoas.

HBH: Nos anos 60 também era assim.

GY: A grande diferença é que agora esse projeto artístico não é ideologizado. Nos anos 90, não se encontram nesses projetos nada de socialista, de marxista. Na realidade eram projetos neoliberais no sentido em que a sociedade civil assumia a função de resolver problemas sociais. E então, era preciso articular os grupos sociais com os sistemas de financiamento. Os artistas eram dinamizadores da sociedade civil. Isso ainda continua um pouco. Grupos como o Afro Reggae têm explorado essa idéia, até em suas músicas, o assunto é cidadania. Porque cidadania vende para as fundações. Nos Estados Unidos nunca se faria um CD que falasse sobre cidadania. O rapper lá não fala sobre cidadania. Ele fala em como ser homem, em como enriquecer.

HBH: A Nega Giza aqui flagra isso quando declara que o rap americano é “babinha music”. É só baba, não funciona, não diz nada. Mas sempre existe um Eminem para desafinar…

GY: O Eminem conseguiu entrar na mídia porque ele tem muita repercussão, muito público. Mas a maioria realmente só fala em ter ouro, mulheres. Por exemplo, o Snoop Dogg, ele tem vídeos pornográficos, com mulheres mostrando suas bundas. Isso vende milhões.

HBH: Voltando ao assunto, você parece que ainda defende uma estética menos instrumentalizada. É isso mesmo?

GY: Realmente eu sempre fui muito crítico do uso da arte para fins práticos. Mas eu acho que a essa altura eu vou ter que mudar. Já sinto que estou pensando de uma maneira diferente. A arte vai ser usada queira eu ou não. A minha idéia agora é que a cultura seja um recurso. E quando você pensa que a cultura é recurso, o único jogo que existe é o do gerenciamento, da gestão dos recursos. É como na ecologia. Eu poderia continuar com a idéia de arte para transcendência, uma arte para fins não instrumentais, mas mesmo assim a arte vai continuar sendo usada. Eu posso ser artista “puro”, mas quando eu colocar minha arte em um museu, estarei contribuindo com orçamento do PIB da cidade. Quando as pessoas pensam em criar um museu, elas justificam o museu pela arte, mas esse museu vai certamente contribuir para a economia da cidade. Então, queira eu ou não, a arte será sempre um recurso.

HBH: E que papel tem um intelectual hoje?

GY: Eu acho que o intelectual hoje é uma pessoa que intervém. Quanto a mim, estou trabalhando com grupos como o Afro Reggae, venho acompanhando o que eles fazem, mas não na qualidade de assessor. Assessorias estou dando na Costa Rica e El Salvador. De uma maneira mais underground, por exemplo, eu já vejo a diferença entre eu e o Canclini. O Canclini é um assessor mais macro. E eu estou trabalhando com um pé no macro e outro no micro.

HBH: E na universidade?

GY: Estou criando cursos e consegui, agora que sou diretor dos Estudos Latinos Americanos e do Caribe, criar uma nova disciplina onde eu dou dois cursos que são pré-requisitos. O primeiro é estudos de paradigmas de análise, que introduz o aluno em uma série de temas e campos de pesquisa. O segundo curso analisa a estrutura dos discursos dos Direitos Humanos, do Desenvolvimento e da Gestão. Esses cursos têm a ver com Cultura e Economia. É um programa para mestrandos.

HBH: Você está formando gestores?

GY: Claro, mas gestores e também com uma perspectiva crítica. E tudo feito a partir das teorias.

HBH: Estaríamos assistindo o fim do intelectual confinado na universidade?

GY: Depende. No contexto norte-americano, este intelectual vai continuar porque faz parte do nosso projeto de universidade. Mas seu impacto social é bem pequeno. Eu acho que na América Latina e na Europa a intervenção do intelectual na sociedade vem aumentando. O Canclini é um exemplo. Também Otávio Getino. Ele fez o filme A hora dos sinos, com Fernando Solanas, na década de 60. Como é cineasta, ele também se preocupou de onde ia sair a grana para fazer o filme. Em certo momento, ele disse: “A pessoa que faz filme também é empresária, tem que ter orçamento, tem que empregar pessoas”. Agora ele está coordenando estudos de cultura e economia. Ele é incrível, uma maravilha. Está em Buenos Aires. Ele fez grandes estudos sobre indústrias culturais para a Argentina. Fez também um grande estudo da economia das indústrias culturais para o Mercosul.

HBH: A sociedade civil está diferente? Será que o neoliberalismo ajudou essas novas ações e intervenções?

GY: Quanto à sociedade civil, acho que ela está mais “onguizada”. Quanto ao neoliberalismo, acho que ele fez as duas coisas, ajudou e atrapalhou. Permitiu a entrada de muito mais ONGs e cooperação internacional. Em alguns casos, o Estado está quase desaparecendo dos financiamentos para trabalhos nessas comunidades. Esses grupos se “onguizaram”, se fizeram ONG. E as ONGs têm uma maneira de operar, são monitoradas, têm estruturas burocráticas a serem seguidas, muitos papéis a serem preenchidos, requerimentos a serem encaminhados. Isso existe mesmo em grupos como o Afro Reggae.

HBH: Seria bom você definir mais concretamente esse seu conceito chave de “cultura como recurso”.

GY: O discurso é o seguinte: cultura já não é mais arte. A arte é só a ponta do iceberg da cultura. A verdadeira cultura é a criatividade humana. Esse é um discurso que já vem desde a década de 90 e é quase hegemônico. A questão é como dinamizar essa criatividade, viabilizar, para ter uma série de resultados: auto-estima, emprego, fim do racismo. E isso está muito vinculado ao trabalho das ONGs e à cooperação internacional. E a cultura é o lugar onde mais se manifesta essa criatividade. Então, por sua natureza a cultura serve para alavancar a criatividade. Esse discurso é do Blair. Nós queremos criar aquilo que existe na Inglaterra, que é incentivar as indústrias criativas. Indústria criativa inclui além das culturais bem conhecidas: edição de livro, televisão, filme, música. Inclui todas as indústrias que precisam de criatividade, que pode ser desenho, publicidade, software, artesanato etc. Eu estou trabalhando nisso e tenho tentado introduzir essa idéia em El Salvador, que é um governo de direita, e acho que eles estão gostando desse discurso.

HBH: E a questão autoria, que para mim é a questão mais fascinante desse novo momento, como fica? Até onde o mercado suporta noções como Creative Commmons, pirataria criativa ou copyleft?

GY: Copyright é para vender. O direito de cópia. E isso produz muita riqueza. Por isso, as grandes empresas estão sempre estendendo o período do copyright. Hoje em dia, com a pós-modernidade, a tecnologia e a globalização, muito do que se considera criatividade é, na realidade, puro sampler, é o uso de criações alheias. Então, alguns estão propondo que é preciso um sistema flexível, que de uma parte forneça ao autor um ingresso à criação alheia, mas que também o resultado dessa nova obra volte para o domínio público, para o uso de todo mundo. Então é aí que começa uma briga entre os interesses econômicos.

HBH: Mas fora a idéia do direito, tem também o problema da noção de autoria, de autenticidade que é reativa à mudanças, o autor, que era o autêntico.

GY: Sabe como economista vê isso? Como você faz para ter mais autores, para criar uma Hollywood? Ou uma indústria de broadcast como em Nova York? Com uma massa crítica de criadores, sejam de cultura ou de softwares ou de indústrias criativas. O que produz lucro não é a manufatura, é a idéia. Por isso o direito sobre a propriedade.

HBH: Do ponto de vista textual, uma perspectiva de mudança como essa não tem também conseqüências no próprio fazer do autor?

GY: Eu acho que cada vez é mais evidente a organização dos criadores por umas instâncias maiores, superiores. Por exemplo, o produtor que mexe com artistas e vai assessorando, e quase criando o produto deles com eles. Na arte, a figura mais importante não é o artista, é o curador e o diretor de museu, de bienal. Essas são as pessoas importantes, porque o artista é um recurso útil para os curadores.

HBH: Como você está avaliando isso?

GY: Eu ainda nem sei se isso vai para frente ou para trás, eu sei somente que as coisas estão mudando. E por isso o melhor é fazer como na ecologia, com a questão da sustentabilidade. E por isso, a gente precisa formar gestores que ajudem a encontrar pontos de equilíbrio entre os diversos participantes desse tipo de criação, na arte, literatura, cinema, dança, rituais indígenas. Tudo isso precisa de uma coordenação para que se promova uma sustentabilidade, para que essas pessoas não virem simulacros de si mesmas. Estamos num momento de industrialização e “proprietarização”, mas também de luta em relação ao poder econômico da criatividade. Eu acho que o material agora é a criatividade e o jogo e a luta são em torno da propriedade dessa criatividade e sua abertura para o domínio público.

HBH: Um nome para esse momento?

GY: Acho que seria a sustentabilidade cultural.

HBH: Uma previsão?

GY: Eu acho que o que vai acontecer é maior consciência e formação de negociadores e intermediários.

HBH: E em relação à idéia de cultura e literatura?

GY: Eu acho que isso os conteúdos não vão mudar muito. A grande mudança é na estrutura que não é só produtiva, mas também criativa e distributiva. Você tem que pensar em tudo isso sistemicamente: criação, produção, distribuição, domínio público.

HBH: Como é o nome disso?

GY: Ecologia cultural.