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Violencia en el Deshielo: Imaginarios Latinoamericanos post-nacionales despues de la guerra fria | de Mabel Moraña

And out in the Wild West,
–you have seen this movie before–
Four lone cowboys and their skinny ponies ride the range
And suddenly up over the ridge
A thousand Indians rise up around the edge of the plateau
Like they came out of nowhere
And there are only 4 cowboys
But the cowboys look at the Indians and they say:
“Lets go get’em.” – Laurie Anderson

Al iniciar su libro Mémoire du Mal, Tentation du Bien. Enquête sur le Siécle (2000) Tzvetan Todorov pasa revista a las atroc idades que marcaron la historia del siglo XX: Primera Guerra Mundial: 8 millones de muertos en los frentes, más de 10 millones en la población civil, seis millones de inválidos. Genocidio de armenios a manos de los turcos. Tremendos saldos de muertos a consecuencia de las guerras civiles en la Rusia soviética. Segunda Guerra: 35 millones de muertos en Europa (por lo menos 25 en la Unión Soviética), exterminio masivo de judíos, bombardeos múltiples a poblaciones civiles en Alemania y Japón, sin olvidar el costo social de la liberación de las colonias. Todorov comienza su libro con una propuesta preliminar: si el siglo XVIII fue el Siglo de las Luces, el XX debería quizá ser conocido como el Siglo de las Tinieblas, un siglo donde la historia es indisociable del totalitarismo y la violencia, en sus diversas formas y contextos.

Latinoamérica siempre ha sido menos efectiva en la tarea de contar a sus muertos. Hasta el día de hoy, no hay métodos consagrados que permitan estimar con cierta exactitud el saldo del colonialismo (incluyendo la muerte por colonización de territorios, superexplotación, condiciones de vida sub-humanas, esclavitud) o el balance dejado por las intervenciones estadounidenses durante los siglos XIX y XX, ni hay números que registren las bajas producidas por los enfrentamientos de pandillas urbanas, las movilizaciones obrero-estudiantiles, la violencia policial, el narcotráfico, la violencia doméstica, las dictaduras o los levantamientos indígenas, ni hay cifras que acumulen el costo social – como suele decirse – de las batallas de la independencia, de la resistencia antiimperialista, anti-totalitaria, las bajas guerrilleras, los que cayeron en la tortura, los que sucumbieron a la miseria escuchando las promesas de orden y progreso y hoy agonizan en los escenarios del neoliberalismo. No hay cifras que den cuenta de quienes han sido y siguen siendo víctimas de la violencia en Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Perú, Bolivia, Colombia, Venezuela.

Las reflexiones de hoy se enfocan en lo que podríamos llamar el microsistema de América Latina, particularmente en algunas de las dinámicas que en el contexto de la globalidad y el neoliberalismo acompañan la entrada del continente al nuevo siglo. Deseo aquí sugerir solamente algunas bases para el análisis del significado que asume la relación entre nación, violencia y subjetividad en América Latina a partir del fin de la Guerra Fría.

A modo de introducción, habría que señalar que es imposible realizar una crítica histórico-político-filosófica de la violencia en América sin una crítica de las modernidades que desde el período colonial se impusieron a través de una práctica sistemática y articulada de violencia económica, social, cultural, epistémica, sobre las sociedades americanas. Desde la “violencia del alfabeto” que arrasó con los espacios simbólicos de las sociedades prehispánicas, la occidentalización de América y la formación de la nación-estado nacen marcados por liderazgos e intereses de clase que apelan sistemáticamente a la violencia con el apoyo de discursos legitimadores de muy distinto orden que coinciden en la idea de que el progreso y la civilidad dependen de la reducción de todo rasgo, práctica o proyecto que no coincida con los intereses de los sectores dominantes. Así, desde los orígenes de la vida republicana, la práctica democrática y liberal implantada en América Latina propone sofísticamente la coincidencia absoluta entre Estado y sociedad, marginando e invisibilizando a grandes sectores que no se integran productivamente a la estructuración nacional. Con estos precedentes puede afirmarse entonces que la historia de América Latina es la historia de las múltiples e intrincadas prácticas y narrativas de la violencia que atraviesan sus distintos períodos y se entronizan a todos los niveles de la vida política y social de la nación moderna. Sin embargo, lo que hoy nos ocupa es el fenómeno de incremento de diversas formas de violencia ciudadana a nivel continental, y las transformaciones que los modelos de ejercicio y conceptualización de la violencia han sufrido en las últimas décadas.

Así, aunque la historia de la violencia puede rastrearse a lo largo de la historia latinoamericana desde el descubrimiento, deseo referirme aquí específicamente a la indudable relación que existe entre las transformaciones que se registran desde el fin de la Guerra Fría en los países periféricos de América Latina a nivel económico, político y cultural, y el incremento de la violencia, a distintos niveles.

En lo económico, la imposición de políticas neoliberales ha logrado acorralar, en las últimas décadas, a las economías nacionales incrementando las áreas de marginación, de des y subempleo. A los procesos de transnacionalización acelerada y masiva del gran capital e influencia creciente de las empresas transnacionales en la definición de políticas económicas y culturales, se suma la cancelación de canales institucionales para la presentación de demandas populares, eliminación de espacios de debate político, reafirmación de focos hegemónicos a nivel internacional, etc. El estado benefactor, interventor, paternalista, ha ido cediendo lugar a una entidad desdibujada que hipoteca el bienestar de la mayoría a las necesidades de protección y de reproducción del gran capital.

Correlativamente, estos cambios propulsaron una redefinición de la idea de democracia, que se ajusta hoy en día a un modelo mucho más restrictivo y excluyente que el que sirviera para describir a los regímenes modernos: democracia = oligarquía + populismo. Según estudiosos del período (Greg Grandin, por ejemplo) esta redefinición se ha realizado a partir de estrategias tales como la ruptura de alianzas existentes entre elites reformistas y clases populares, el quiebre de movimientos alternativos que quedaron reducidos a estrategias acotadas de resistencia circunstancial, y la destrucción de formas de liderazgo social y político a distintos niveles. Se transforma así radicalmente la relación entre sujeto y sociedad, entre política, ética y subjetividad, reemplazando los objetivos sociales por un individualismo consumista a veces aderezado de remozadas religiosidades tradicionales o de propuestas new age, que prometiendo consuelo y trascendencia ante las traiciones de la modernidad, brindan una alternativa de socialización que permite eludir los desencantos y desafíos de la historia presente.

El vaciamiento político del Estado, el debilitamiento de las políticas partidistas, y la disminución de alternativas ideológicas que permitan pensar lo social desde un afuera – aunque sea utópico – del neoliberalismo, ha incrementado el sentimiento de desprotección ciudadana. Esto se suma al desvanecimiento del estado benefactor, interventor, paternalista, que rigiera con variantes hasta la primera mitad del siglo XX. Los imaginarios urbanos están atravesados por sentimientos de desamparo económico, agotamiento político e inestabilidad social. La “ciudadanía del miedo” de que hablara Susana Rotker, se corresponde con las evaluaciones que realizan politólogos y analistas sociales en las últimas décadas. Si, según la conocida frase de Raymond Aron, “con la Guerra Fría la guerra se hizo improbable y la paz imposible” [1], el fin de ese período ha producido un desbalance en el equilibrio internacional del terror. Hoy en día, “la paz se ha convertido en una guerra latente” [2]: hay un notorio aumento de tipos diversos de batallas internas a nivel nacional, conflictos grupales armados más o menos restringidos a ámbitos locales o transnacionalizados, movilizaciones indígenas, desestabilizaciones radicales y violentas del llamado orden democrático por sectores populares muchas veces desorganizados pero disidentes a los partidos en el poder, aumento del delito común con estrategias innovadoras tales como asaltos colectivos, secuestros, etc., movilizaciones de grupos armados que actúan en un plano subnacional (pandillas) o supranacional (narcotráfico), etc. Aún en sociedades que presentan índices de seguridad ciudadana mucho más altos que los que se registran en Colombia, Venezuela o México, el sentimiento colectivo se mantiene aferrado al miedo cotidiano, a la idea de que en cualquier momento, como señala Robert Kaplan, “cualquier vagón del metro puede volverse una pequeña Bosnia.” Aunque las estadísticas de algunas latitudes registren datos más tranquilizadores, la “ciudadanía del miedo” ha marcado su impronta” y, como ha apuntado Beatriz Sarlo, “con el imaginario no se discute”.

Ya nadie cree que la violencia de estado ejercida a nivel nacional o internacional sea un momento imprescindible en el logro de la paz universal. Como ha indicado Bolívar Echeverría, lo que llamamos paz es apenas un provisional “cese del fuego.” Estos fenómenos que quiebran la utopía de unificación, centralismo y control estatal de la nación moderna requieren nuevas nominaciones: los críticos sociales hablan de “conflictos de baja intensidad” (Martin van Creveld), “guerra civil molecular” (Enzenberger) o “guerras inciviles” (John Keane) que desgarran la trama de lo social indicando “el retorno de lo reprimido”: lo marginado, sometido, o invisibilizado por la modernidad, que vuelve por sus fueros.

La violencia que se registra en América Latina en las últimas décadas ha sido interpretada como una serie de respuestas o reacciones inorgánicas, aunque no por ello menos elocuentes, a los efectos de laglobalización. En algunos casos, la violencia obviamente precede a este período y sus raíces deben ser estudiadas en relación con las políticas modernizadoras, con la aplicación de determinados modelos de nación y de estado, y – a partir, todavía, de perspectivas dependentistas – con la vinculación de los capitalismos periféricos a los grandes sistemas internacionales y a sus agresivas políticas de expansión económica. En otros casos, las formas más actuales, en muchos casos inéditas, de violencia, aparecen como respuestas que surgen y se incrementan ante la imposibilidad de organizar agendas locales, nacionales o regionales que puedan contrarrestar el efecto arrasador de las políticas neoliberales.

Bolívar Echeverría ha estudiado las relaciones entre las manifestaciones de “violencia salvaje” y la disolución de la identificación entre Estado y Sociedad. Las percepciones que acompañan a los procesos de globalización parecen asumir que al haberse ampliado la superficie social que el estado debe cubrir, se ha incrementado la incapacidad institucional para absorber las contradicciones y demandas sociales dando así lugar a “una posible reactualización catastrófica de la violencia ancestral no superada.” Ante el descaecimiento de la utopía de la paz perpetua y las crisis políticas que acompañan el fin de la modernidad, lo único que pervive como propuesta de articulación ciudadana es la creencia en el mercado como el espacio por excelencia de confluencia, participación y libre intercambio de bienes materiales y simbólicos, es decir la concepción de la posibilidad de realización de todos los valores sociales, individuales y colectivos, en el mundo de la mercancía. Libros como Consumidores y ciudadanos, de Néstor García Canclini exploran la vigencia de esa propuesta en épocas actuales. Pero desde posiciones más críticas que descriptivas, quizá es hora de comenzar a entender el mercado ya no como una instancia de socialización participativa, sino como una arena de lucha entre ofertas que entran a la competencia marcadas por las improntas de la desigualdad productiva, el monopolio de las transnacionales, la explotación masiva y la subalternización de vastísimos sectores sociales que sólo alcanzan una integración deficitaria a la cultura política de nuestro tiempo. Si la modernidad creó a través del mito de la productividad el modelo utópico de una sociedad insaciable, atravesada por el deseo inacabado, el escenario posmoderno de la globalidad incrementa al infinito esa voracidad y las frustraciones que su insatisfacción produce, en una dinámica de producción constante y artificial de la escasez (el consumidor ideal es aquel que no puede tener satisfacción, que vive en un estado de carencia permanente). Hoy queda claro que el monopolio estatal de la violencia tendría como cometido fundamental el de “proteger la integridad y pureza del intercambio mercantil, tanto de sus enemigos externos como internos.” (Echeverría) Pero en tiempos postmodernos ese monopolio se encuentra amenazado por las formas salvajes en que se expresa la frustración de los consumidores/ciudadanos, los sectores relegados de las dinámicas integradoras de la legalidad productivista y los que eligen formas anómalas de inserción en el mundo de la oferta y la demanda. No sería excesivo decir, desde esta perspectiva, que al lenguaje supranacional del capital nuestra época responde de manera casi instintiva, dispersa, y aparentemente inorgánica, con el lenguaje supranacional de la violencia. En otras palabras, la lengua universal del capital tiene también sus dialectos particulares. Muchos han caracterizado algunas modalidades de violencia postmoderna como una forma de regresión tribal arcaizante. Robert Kaplan habla de la aparición del segundo hombre primitivo que pasaría a formar una sociedad de guerreros que combina de manera inquietante la falta de recursos con una extensión planetaria sin precedentes, que articula clandestinidad con espectáculo, marginación y protagonismo. Sin embargo, la caracterización deprimitivismo debería revisarse. En civilizaciones “primitivas” (premodernas) algunos investigadores han visto en el carácter bélico un recurso colectivo para mantener la autonomía y para defender a la comunidad de “la aparición de instituciones estatales de carácter opresor” o sea de la posible institución de un Estado centralizado con monopolio de la violencia “legítima”, recurso que podría, en cualquier momento, volverse contra los miembros mismos de la comunidad a la que ese estado debería defender.[3] Pero al mismo tiempo, en muchas culturas, el ejercicio de la violencia se daba a sí mismo mecanismos internos de control. En muchos casos, el jefe que decretaba el movimiento bélico no se limitaba a declarar la guerra ni se mantenía en la retaguardia sino que por su mismo liderazgo debía ser el primero en salir al campo de batalla (y casi seguramente, por tanto, el primero en morir). La gloria consistía justamente en el heroísmo de la muerte por la fe en una causa colectiva que legitimaría la apelación a la violencia que involucraba a toda la comunidad. Muerto el líder, ya no existía la posibilidad de que éste pudiera usufructuar de la violencia políticamente, como una forma de popularidad que serviría, por ejemplo, para una reelección presidencial.

Sin embargo, en América Latina, muchos de los que podríamos llamar “rasgos de estilo” de la violencia tienen una indudable cualidad arcaizante. Dentro de lo que Jean Franco llamara “el costumbrismo de la globalización” aparecen prácticas culturales y textos apocalípticos con estas características, que reflejan el horror de la clase media ante la explosión de su mundo, versiones presentistas que eligen ignorar toda genealogía, toda relación con el pasado colectivo, toda posible proyección de futuro, como si la historia se agotara en la peripecia de la supervivencia individual, el consumo, la transitoriedad y el espectáculo de una rebelión desarticulada y explosiva, casi hollywoodense, contra el status quo. En plena postmodernidad muchas narrativas articuladas al eje de la violencia representan conflictos y personajes que evocan modelos de conducta y discursividades que parecerían anacrónicas en los tiempos que corren. El sicariato, por ejemplo, articula la práctica mercenaria con las matrices de la religiosidad tradicional. El estudio de la llamada sicaresca aproxima la novela de sicarios (La virgen de los sicarios,Rosario Tijeras, etc.) a los modelos de la picaresca por las similitudes en torno al protagonismo del joven marginado que intenta medrar en una sociedad estratificada que lo relega y a la que le es imposible integrarse productivamente. (ver von der Walde) Incluso los narco-corridos remiten a modelos discursivos de épocas anteriores, en un lenguaje popular, paralelo a la retórica política dominante, que reinventa la oralidad, como documentando la cancelación de las formas “modernas” e institucionalizadas de comunicación y socialización.

La violencia articula así, en los sentidos antes aludidos, elementos residuales de la modernidad, dejando al descubierto los puntos ciegos de la política burguesa y liberal. Refiriéndose a las primeras etapas de formación del Estado, Eric Hobsbawm hablaba del bandidismo como de “insurrecciones inorgánicas” que a través de prácticas espontáneas y discontinuas marcaban de manera beligerante los afueras de la emergente institucionalidad burguesa. Hoy en día, la sociedad incivil obliga nuevamente, en el contexto de la crisis epistémica de nuestra época, a revisar los conceptos de gobernabilidad, socialización, y civilidad; obliga a repensar los límites de la tolerabilidad social, los extremos reales y simbólicos del liberalismo y el valor ético de sociedades despolitizadas que no conciben su existencia fuera del fetichismo del capital. A través de estrategias radicales, arcaicas o inéditas, la violencia pone en un primer plano de la escena social justamente a los desplazados, subalternizados y “desechables,” es decir a los núcleos irreductibles nunca completamente articulados a la economía cultural de la modernidad que ponen en práctica formas anómalas de agencia individual o colectiva. Desde una productividad negativa (¿o negatividad productiva?) la violencia enfrenta a la sociedad con sus fantasmas, con lo indecible y lo irrepresentable, inaugura “territorios existenciales” (Guattari), formas alienadas y residuales de subjetividad, sustentadas en formas perversas y cerradas de solidaridad grupal. Se apoya en la producción de lenguajes opacos que descreen de la transparencia comunicativa y la socialización fuera del núcleo de solidaridad grupal y que desconfían de la democracia deliberativa, del consenso, y de la pedagogía nacionalista. La violencia relativiza así lo global frente a lo contingente, lo colectivo frente a lo individual, lo local frente a lo transnacional, y viceversa.

La violencia social en sus múltiples manifestaciones existe así como un mecanismo trans-sectorial, infra o trans-nacional, trans-subjetivo, y también trans-histórico, que opera a partir de una vinculación cruzada de intereses, tiempos, agendas, y recursos, redefiniendo éticas y estéticas que atraviesan lo social integrando de una manera inédita clases, sexos y razas, creando nuevos universos de referencia simbólica y procesos intensos de resignificación cultural y política. Si la que Bhabha llamara “la anodina noción liberal de multiculturalismo” propone reducir los antagonismos y las desigualdades sociales a mera diferencia cultural, la violencia recupera la idea de que la sociedad está atravesada por intereses y modelos identitarios ya no sólo diversos sino esencialmente conflictivos y antagónicos, irreconciliables dentro de las condiciones impuestas por las forma ineficaces, perversas y excluyentes de control estatal. Así, sin glorificar sus métodos, ni estetizar sus prácticas, ni reducir sus consecuencias, debe reconocerse que en su funcionamiento siempre excedido e irracionalista, la violencia implementa formas extremas de socialización intergrupal, funciona dentro de lógicas que el status quo no puede absorber, ni resolver, ni comprender. Redefine las ideas de lealtad grupal, de éxito, poder y valor personal, creando una adecuación otra entre medios y fines. No intenta superar ni reemplazar con algo mejor los mitos de la modernidad, sino que los expone y los extrema, como en un simulacro monstruoso, en el que mundos paralelos reproducen perversamente, en la clave de un desesperado y desesperanzado individualismo, los ideales civiles de las burguesías nacionales: el ideal de la conquista de mercados (narcotráfico), la sustentación de identidades territorializadas (pandillas), el poder de detentar la violencia para la consecución de fines autolegitimados. Redefinen el concepto de elite y liderazgo, la relación entre discurso y cuerpo individual o colectivo, llamando la atención sobre los biopoderes que atraviesan lo social e impactan a distintos niveles el constructo ideológico de la ciudadanía. Como síntoma y también como causa del deterioro de la sociedad, la violencia hace resurgir el trauma del origen (el del colonialismo, la dependencia, la exclusión, la modernización para pocos).

Sin minimizar de ninguna manera las consecuencias perversas y a menudo catastróficas de la violencia, no puede negarse que en su despliegue de acciones, escenarios y signos la violencia es, esencialmente una performance que por medio de prácticas extremas opera a través de la creación de un desorden simbólico. A través de su puesta en escena, de sus extremadas modalidades de dramatización y su frecuentemente obsceno exhibicionismo, la violencia abre un espacio teórico que reconstruye – o destruye – los mitos de orden y progreso, dejando en evidencia la incapacidad del estado para atender demandas, canalizar expectativas y corregir desbordes. Su praxis desbordada y sensacionalista obliga a revisar desde otras perspectivas lo que Josefina Ludmer llamara la “frontera móvil del delito”: los criterios y procesos de legalización y criminalización de prácticas sociales protagonizadas por sujetos considerados un excedente del sistema.

Es obvio que ningún estudio sobre violencia puede prescindir de los deslindes y entrecruzamientos entreviolencia estructural (económica, política), violencia emancipatoria (como en los movimientos de liberación – Lenin decía que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos-), o violencia dialéctica(que se registra en movimientos de carácter político-emancipatorio tanto como en las experiencias del erotismo, el misticismo, etc.[Echeverría]), violencia epistémica, o violencia “salvaje” (no institucionalizada), etc. Es obvio también que en contraste con las consideraciones biologistas, filosóficas, políticas, etc. de corte universalista que trabajan la teoría de la violencia como pulsión o estrategia transhistórica, transcultural, la evaluación crítica de la violencia requeriría más bien constantes contextualizaciones que dejen al descubierto su carácter primordialmente contingente, particularizado; contextualizaciones que implican una toma de posición política frente a las realidades analizadas. Finalmente, es también evidente que no en todos los casos la violencia es “partera de la historia”. Pero también es obvio que en tanto práctica social, la violencia popular que se da al margen o en respuesta a la violencia estructural o institucionalizada, no puede ser simplemente descartada o repudiada desde las posiciones salvaguardadas del orden burgués. En tanto práctica social, toda violencia es un lenguaje cifrado, opaco, que llama la atención sobre sí mismo, que debe ser entendido y decodificado, una lengua a través de la cual se expresan sectores desarticulados de la estructuración social y del status quo. Sectores que responden a la pregunta sobre si puede hablar el subalterno aún con la réplica arcaizante de Calibán: sólo puedo balbucear y maldecir en la lengua del amo.

Mabel Moraña é Professora de Literatura Latino Americana e Estudos Culturais na University of Pittsburgh. Autora deCrítica impura. Madrid: Vervuet, 2004, entre outros.

NOTAS


[1] ARON, Raymond apud KEANE, John. Reflexiones sobre la violencia. Madrid: Alianza Ed., 1996. p. 110.

[2] KEANE, John. Ibidem, p. 132.

[3] Idem.Ibidem, p. 115

BIBLIOGRAFIA


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