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MÁS ACÁ DE LA LITERATURA – Espiritualidad y moral cristiana en el diario de Rodolfo Walsh | Alberto Giordano

Cuando las repercusiones del caso Padilla comenzaban a inquietar los acuerdos que los intelectuales argentinos identificados con la revolución cubana habían mantenido hasta entonces, Rodolfo Walsh publicó una nota en el diario La Opiniónpara poner las cosas en su lugar. Como lo había hecho antes en las discusiones con los amigos, le bastaron dos o tres certeros golpes de argumentación para desarmar las falacias contrarrevolucionarias. Alguien lo felicitó por la inteligencia y el coraje de su intervención y le habló de otros varios que compartían ese sentimiento de admiración. Un poco abrumado, y un poco complacido, por la profusión de elogios que su integridad juzgaba exagerados (al fin de cuentas no había hecho más que ordenar lo que muchos querían decir), el 29 de mayo de 1971 abrió la libreta en la que llevaba su diario íntimo para registrar, y acaso también para contener, la ambigüedad afectiva de su respuesta a un malentendido que suponía peligroso: “Una de las cosas que sin duda me divierten, me halagan, y me intimidan es hasta qué punto uno puede convertirse en un monumento a sí mismo, en la conciencia moral de los demás” (Walsh 207).

Acostumbrado a sorprender la impostura de los diaristas en los momentos en que se autoprescriben humildad, a veces pienso que Walsh se confesaba intimidado por la monumentalización de su figura pública para permitirse disfrutar de los placeres narcisistas que le proporcionaba el reconocimiento, placeres que acaso identificaba con la supervivencia de una concepción individualista y burguesa de las relaciones sociales. Otras veces, la articulación de este momento confesional en el interior de las búsquedas espirituales que recorren buena parte del diario me persuade de su autenticidad. Como en toda cuestión de creencia, hay algo indeterminado que se sustrae al juego de las interpretaciones contrapuestas y que lo hace posible. De lo que sí no tengo dudas es de la fuerza con que la canonización literaria y moral a la que se sometió la figura de Walsh desde el retorno a la democracia, un proceso que comenzó bajo el signo de la reparación necesaria, inhibió la posibilidad de que se leyera su obra, la articulación entre obra y vida que proponen sus escritos personales, por fuera de la exigencia de rendir homenaje.

“Si el Che es un pin –escribió Guillermo Saccomano, Walsh para muchos puede ser una estampita” (Saccomano 9). Y las estampitas, se sabe, no reclaman lectura sino veneración. Hasta hace poco no era fácil suspender la actitud cultual y recorrer las páginas del diario que sobrevivieron al robo y la destrucción sin responder al compromiso cívico de encontrar en esas anotaciones fragmentarias un testimonio más de que el autor de Operación masacre fue un “gran escritor” tanto como un “gran militante”. (Dejo a quien corresponda el análisis de la segunda fórmula. A propósito de la primera se podría decir, parafraseando a Maurice Blanchot, que existe un inmenso desprecio por la literatura como experiencia radical en esa voluntad de “engrandecer” su práctica sometiéndola a criterios de valoración propios de los “amos de la cultura” –de la “trampa cultural”, para ponerlo en los términos que Walsh suele usar en su diario. En una entrevista reciente, David Viñas, alguien con la autoridad y el prestigio suficientes como para suponer que no sería tomado como una mera ocurrencia, declaró: “Si me apuran, digo que Walsh es mejor escritor que Borges.” ¿Tiene importancia? ¿Quién lo apura?).

Los especialistas en las narrativas de la memoria posdictatorial podrían aportarnos las precisiones necesarias, pero incluso sin disponer de un conjunto de referencias incontestables, entiendo que está en curso una nueva etapa del complejo y conflictivo proceso de revisión y apropiación del sentido ideológico de las luchas políticas que violentaron los años setenta en la que el cuestionamiento de las creencias y las prácticas de los militantes revolucionarios cobró una intensidad polémica inédita. El esperado recomienzo de los juicios a los responsables de la represión estatal, la certidumbre de que los asesinos, al menos algunos, recibirán finalmente castigo, ha contribuido, seguramente, a la ampliación de las posibilidades de examen crítico: hoy se puede discutir de una manera abierta y enérgica la actuación de las organizaciones armadas setentistas sin temor a reanimar el fantasma de la teoría de “los dos demonios” ni a ser sancionado de inmediato como un traidor a las demandas de verdad y justicia.

En el campo específico de las narrativas literarias, el texto que con más claridad representa la trama polémica de esta nueva coyuntura es la reciente A quien corresponda de Martín Caparrós, novela de una potencia literaria inversamente proporcional a su valor como documento. Además del discurso de los represores, que habla por la voz repulsiva de los que torturaron y asesinaron con una dedicación que todavía juzgan irreprochable y la del cura que los asistía espiritualmente, A quien corresponda amplifica la enunciación tortuosa de otro discurso menos obvio, el de la crítica despiadada a las ilusiones y las pretensiones de la militancia guerrillera, que habla por la voz del protagonista, un ex cuadro de Montoneros al que lo enfurecen las idealizaciones irresponsables y los usos oportunistas de ese pasado que su memoria cristaliza como un tiempo de errores políticos “tremendos”, “espantosos”.

La novela de Caparrós busca la confrontación, la reclama ruidosamente, y, como testimonian algunas reseñas, ya está cosechando sus frutos. Si puedo, de algún modo, tomarla como referencia de un estado de cosas en el que reconozco las condiciones de legitimidad de mi lectura del diario de Walsh, no es porque me identifique con las pasiones tristes que agitan al protagonista o al autor (humillación, dolor, fastidio, desprecio), sino porque comparto con ellos un interés crítico, la discusión del “modelo mesiano-guevarista” conforme al que se diseñaba en los sesenta y setenta la figura del verdadero revolucionario, esa idealización del “hombre nuevo que se sacrifica por el futuro de su pueblo, que entrega todo, que entra en la muerte satisfecho por haber podido realizar lo más excelso…” (Caparrós 85). Me interesa mostrar cómo este poderoso artefacto moral pone en funcionamiento una serie de estereotipos que actúan sobre las autofiguraciones públicas del diarista, pero también sobre la escritura de su intimidad, para reducir y homogeneizar cualquier manifestación de particularidades subjetivas anómalas, para bloquear –siempre me parece oportuno insistir con esta fórmula- el paso de la vida a través del lenguaje.

Antes que la lectura de A quien corresponda, dicho en un sentido estrictamente cronológico, hubo otras lecturas que me animaron a ordenar las notas sobre el diario de Walsh, a exponer la perplejidad que me provocan los gestos del diarista cuando siente que su integridad vacila, en la forma de este ensayo. Entre los textos reunidos en el dossier “30 años sin Walsh” que publicó el 25 de marzo de 2007 el suplemento Radar de Página/12, hay cuatro o cinco que se resisten a tratar como un monumento lo que entienden es todavía una obra, la coexistencia de movimientos heterogéneos en estado de tensión continua. Para Martín Kohan, “Rodolfo Walsh probó, como nadie, cuáles son los alcances y cuáles las limitaciones de las palabras escritas: su potencia y su impotencia” (Kohan 6), porque su obra es al mismo tiempo una búsqueda constante y una experiencia de la imposibilidad de la eficacia política, en el sentido funcional de la expresión, a través de la escritura.

Después de reconocer que nunca será “sencillo meterse con Walsh” (¿de qué otra cosa hablan estas reflexiones preliminares?), Rodrigo Fresán se permite una ocurrencia que invita a repensar el sentido de la conversión política y militar del autor de Operación masacre: “era nuestro Lawrence de Arabia” (Fresán 10). El que acepta la invitación es Saccomano, en la única intervención declaradamente polémica (comienza reclamando una lectura “contra las exaltaciones de la retórica folklórica de un secentismo melancólico”), para poder discutir el “compromiso quijotesco” de Walsh, su tragedia, que es –dice- la de haber querido hacer literatura en la vida, la de haber realizado hasta en la muerte los deseos de “tener una vida literaria” (Saccomano 11). Las alusiones a la fascinación por la épica que subyace a este compromiso novelesco tendrán, más adelante, resonancias en el comentario de algunas entradas del diario. Más evidentes resultarán, seguro, las resonancias del texto de María Moreno, “El deseo de escribir”, porque él mismo es una aproximación, me temo que insuperable, al diario de Walsh como registro, testimonio y experiencia de las tensiones afectivas que ligan al escritor con los aspectos menos instrumentales, a veces secretos, de su oficio.

Siempre, no importa cuánto uno se haya aficionado al género, la existencia de un diario íntimo que tuvo que esperar la muerte del autor para volverse público sorprende e interroga. ¿Por qué, para qué, para quién? En casos como el de Walsh, que se trate de un diario de escritor parece dar respuesta, al menos una respuesta parcial, a las incertidumbres. Esas libretas que fue llenando con el correr de los años, que se ocupó de guardar y resguardar en las mudanzas, que acaso imaginó publicar en un futuro no tan lejano, le servían como archivo de temas, argumentos y registros estilísticos; como cuaderno de ejercicios narrativos; como bitácora de los proyectos en curso y como memorial de algunos episodios significativos de la vida literaria y de la rivalidad con los pares (por tratarse de un diario inusualmente discreto, la mención en tres oportunidades a las diferencias y los desencuentros con David Viñas cobra una relevancia agonística que acaso no se corresponda con los sentimientos reales de Walsh hacia un colega tan próximo). Además, y se trata de la más literaria de las funciones que puede cumplir un diario de escritor, la que expone su ligazón esencial con los misterios del acto de escribir, las libretas servían para registrar e intentar conjurar el demonio de la imposibilidad.

“Las ideas hermosas que se me ocurren justamente cuando no puedo escribir, no vienen nunca cuando me siento como ahora a la máquina” (Walsh 106). Se escribe que no se puede escribir, se escribe para decir que no se tiene qué decir o que no se sabe cómo decirlo. A Rosa Chacel, este simulacro de escritura, este “fantasma de actividad intelectual”, como lo llamó Amiel, le provocaba vértigo y repugnancia porque se le aparecía como una trampa, en la que siempre volvía a caer, del sinsentido. Lo cierto es que, como todo lo que insiste, la continua reflexión de los escritores (justamente ellos, que dominan el oficio) sobre la dificultad, la inhibición o el fracaso al querer escribir, termina imponiendo la sospecha de que la imposibilidad de hacer lo que se sabe hacer, lo que se está dotado para hacer, envuelve algún sentido. En la intimidad del diario, Walsh se retuerce bajo la presión de un deseo tan fuerte como el temor o la certidumbre de no poder realizarlo: escribir una novela.

La dificultad de integrar toda la experiencia en la novela. El sentimiento de impotencia que esto produce. La posibilidad, casi desesperada, de empezar con todo, tirarse con todo y crear un monstruo (Walsh 107).

A veces el deseo se aliena en la obligación de responder a la demanda de los otros (la crítica, los editores, los pares) y entonces no es raro que se bloquee su cumplimiento. Pero incluso cuando las ganas vienen de más acá del teatro que montan las expectativas y la promesa de satisfacerlas, un problema técnico, la dificultad de articular una serie de episodios autónomos en el discurrir de una trama novelesca, puede convertirse en un drama (habla de impotencia, de desesperación) porque el fantasma de la imposibilidad acecha.

Para apreciar en su compleja intensidad los movimientos, muchas veces contradictorios, que la obsesión por la escritura de la novela desata en lo profundo de la conciencia de Walsh, se puede leer su diario, en el que esta obsesión ocupa bastante espacio, como el producto de un ejercicio espiritual concebido no sólo para el conocimiento, sino también para el cuidado y perfeccionamiento de sí mismo, que en ocasiones resulta exitoso y en otras se malogra. La perspectiva desde la que comienzo a situarme es la de lo que Michel Foucault, en textos muy frecuentados, llama “espiritualidad”: el conjunto de las búsquedas y prácticas “por las cuales el sujeto realiza en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad” (Foucault, La hermeneútica 33). Lo interesante de esta perspectiva es que presupone que sólo podemos acceder a la verdad de nuestros afectos, el misterio de lo que nos mueve al aceptar o rechazar, al hacer o permanecer inactivos, si antes realizamos un trabajo de depuración y mejoramiento de nosotros mismos. Que la escritura del diario pueda ser una de las formas que tome este trabajo de ascesis supone que, bajo la presión del deseo de acceder a la verdad, una entrada se convierta en otra cosa que un espejo ofrecido a la autocomplacencia: un campo para la experimentación performativa en el que el diarista pone a prueba la consistencia ética de lo que le pasa mientras ensaya transformaciones. El diagnóstico de lo que empobrece y debilita las posibilidades de vida y la prescripción del camino de perfeccionamiento suelen ser las maniobras de reconocimiento que preceden a la ejercitación o señalan su recomienzo.

Estoy cansado y derrotado, debo recuperar una cierta alegría, llegar a sentir que mi libro también sirve, romper la disociación que en todos nosotros están produciendo las ideas revolucionarias, el desgarramiento, la perplejidad entre la acción y el pensamiento, etc. (Walsh 117).

Recuperar la alegría significa recuperarse a sí mismo a través de la escritura de la novela, porque ese es para él el acto de creación más intenso. Hay que seguir escribiendo y desprenderse de la tristeza y el agotamiento que provocan la alternativa literatura burguesa (la novela)/literatura revolucionaria (el testimonio y el periodismo), un discurso que lo atraviesa y lo define pero que, en el espacio reflexivo de esta anotación, abruma por su obviedad (el “etc.” final lo presenta como cháchara). Walsh estaba muy atento a las amenazas de des-personalización que sufren los que, por hablar siempre en nombre de los demás, dejan de hablar de sí mismos, por sí mismos. Justamente por eso llevaba un diario, al que confiaba “la renovada crónica de cómo las cosas pasaron por uno” (Walsh 207). La escritura del diario como resistencia al poder, seductor e imperceptible, de los estereotipos que diseña, con trazos gruesos, la figura del revolucionario ejemplar. Toda la extraordinaria entrada del 28 de enero del 69, en la que delibera sobre la conveniencia o no de ingresar a Panorama para resolver su pobrísima situación económica, se puede leer conforme a este principio de disidencia.

Lo que está en discusión es toda mi personalidad. ¿Hasta qué punto tiendo a convertirme en un santón, a asumir los valores más respetables de la izquierda? Es posible que esto no se quiebre siquiera con mi ingreso a Panorama, aunque no faltarán algunas críticas. Lo inquietante es el nivel superficial en que manejo estas cuestiones (Walsh 126).

La escritura del diario le sirve a Walsh para interrogar la superficialidad de unos valores que sabe irresistibles pero también indiferentes al espesor de la existencia auténtica, los que hacen posible la canonización revolucionaria, y para tomar una decisión a la altura de sus intereses terrenales: va a entrar “fijo” en Panorama, aún a riesgo de confundirse entre los que están “complicados con el régimen, gozando de sus beneficios y padeciendo su pacífica vergüenza”, porque así podrá mitigar por un tiempo las estrecheces económicas. Para no renunciar a su tranquilidad renuncia a la santidad, por lo menos a una santidad homogénea e indiscutible. Pero enseguida el examen de sí mismo cambia de dirección, se orienta otra vez hacia las alturas del compromiso y la entrega totales, y el ejercicio de disidencia se interrumpe.

He resuelto –pero casi lo resolvieron los demás por mí, los demás que ven en mí una especie de héroe, que no puede mancharse- no entrar fijo en Panorama, pase lo que pase. No me voy a morir de hambre, supongo, y sin embargo, estuve tan cerca de entregarme, tan asustado (Walsh 178).

Lo más significativo de este reencauzamiento no es la identificación, apenas velada por la referencia irónica a la voluntad de los compañeros, con el estereotipo del “héroe”, más atractivo que el del “monumento” o el “santón” y que los contiene, sino el acto de constricción final, la confesión de debilidades. La orientación que domina el trabajo de vigilancia que Walsh realiza en el diario sobre lo que piensa y ocurre en su pensamiento es la de la moralidad cristiana, con sus mandatos de sacrificio y renuncia a uno mismo, sus anhelos de salvación y su respeto a la ley externa como fundamento de la espiritualidad. La escritura de la intimidad como escenario en el que se representan las luchas del alma consigo misma, contra las tentaciones mundanas (“burguesas”) que la apartan del camino recto. (En estos dramas morales, una verdad política y existencial que viene dada desde fuera define la rectitud del camino señalado: no hay que ganarse el derecho al acceso, hay que adherir.)

Walsh creyó que su conversión a la militancia revolucionaria, para ser verdadera, tenía que ser total. Como a tantos, lo guiaba el ejemplo del Che: los mejores son los más fieles y los que más se sacrifican. Según estas coordenadas hay que situar los repetidos intentos –nunca definitivamente exitosos, por suerte- de renuncia a la literatura de ficción y a la condición de escritor, para dedicarse por completo a las tareas retóricas que le demandaba la política. Muchas veces imaginó en el diario rutinas de trabajo que pudiesen garantizar la coexistencia de esas dos prácticas que los excesos de moralidad pretendían, más que contradictorias, antinómicas, pero al cabo se le volvieron insostenibles. No es que le faltase disciplina, le sobraba creencia en el valor superior del acto sacrificial. La renuncia a ser escritor tenía un alcance moderadamente costoso, era renuncia al estatus y la vanidad, a la fatuidad del mundillo literario, a las facilidades que aporta la pertenencia a un campo prestigioso, y otro de una gravedad extrema porque comprometía el deseo de experimentar con márgenes de indeterminación e incertidumbre que el trabajo periodístico o testimonial desconoce, la literatura como “zona de libertad” (Walsh 194) que se recorre con alegría pero también con temor.
Hay épocas en que la sostenida inactividad literaria persuade, a quienes idealizan su heroísmo, de que ya dejó de ser un escritor. Aunque acepta el elogio, Walsh duda, no queda claro si de la firmeza de su voluntad o de la conveniencia del abandono. Más que como alguien que dejó de escribir, las páginas del diario lo muestran como un escritor que no escribe, que no está escribiendo la novela que los otros reclaman y, lo que es peor, con la que él fantasea (si lo primero le resulta tolerable, lo segundo es una fuente inagotable de ansiedad y desasosiego). Para convencerse de que la renuncia es necesaria, y acaso con la ilusión de liberar al espíritu de la inquietud que provoca el deseo insatisfecho, dedica varias entradas al esbozo de una teoría de la novela como forma del arte burgués que carece de eficacia directa (no sirve para herir, acusar o desenmascarar), porque, a diferencia del testimonio, éste sí una forma de escritura revolucionaria, representa los hechos en lugar de presentarlos. El esquematismo podría ser un indicio de la falta de convencimiento, además de un recurso apropiado para que se realice la voluntad de depreciación.
En momentos de generosa lucidez, ya no se trata de la generosidad en la entrega sino en la aceptación y la afirmación de lo que se sustrae al juicio moral, el diarista conjetura que la inactividad prolongada no siempre tendría que ver con el imperativo de abandonar lo que distrae de las luchas revolucionarias. La pérdida de los hábitos de escritura es algo que comenzó a imponerse, que lo fue ganando, desde que decidió en 1967 encarar la novela, antes de que encontrara las razones políticas para justificar el abandono del proyecto. ¿La construcción del héroe literario que elige renunciar a la novela para “vivir la novela junto al pueblo” (Walsh 242), vendría a desplazar y encubrir las alternativas de otro drama, menos épico pero igual de comprometedor, el de la conciencia esforzándose inútilmente por rechazar lo que se desea, lo que, porque se lo desea, más acá de cualquier necesidad, la inquieta e inhibe? Es la hipótesis de María Moreno, la militancia como una resistencia a la escritura, el proyecto político como la verdadera evasión de un deseo que insiste.

Es como yo decía. Liberado internamente del compromiso de seguir trabajando en la novela (aunque sea un par de meses) vuelvo a adquirir un ritmo de actividad razonable, incluso excelente. ¿Eso quiere decir que la novela es lo difícil de decir, lo que se resiste a ser dicho? ¿Lo que me compromete a fondo? Otra variante, en la que he pensado en estos días: la novela es la última forma del arte burgués, y por eso ya no me satisface (Walsh Ese hombre, 178).

El segundo párrafo querría suprimir la apertura a lo desconocido que abrieron las preguntas por el sentido de las fuerzas que obstruyen la escritura de la novela, y garantizarle a la interrogación la estabilidad necesaria para que regrese al camino recto. Al menos para el lector -no parece ser el caso del diarista- llega tarde; el impulso reactivo que anima la reproducción del estereotipo “arte burgués” se hizo demasiado evidente. La enunciación de esas dos preguntas que reclaman la invención de respuestas singulares, respuestas que en principio sólo convendrían a la singularidad afectiva y profesional de quien las enuncia, es lo más lejos que llegó, y pudo haber llegado, Walsh en el intento de conocerse a través de la escritura del diario. Más allá de ese límite que no termina de franquear, se abre un campo de transformaciones indeterminadas. ¿Qué hubiese ocurrido sin en vez de dejar el problema en manos del sentido común ideológico (el que le dictaba que “algo tenía valor si servía para la revolución; si no era superfluo cuando no era nocivo” (Caparrós 202)), hubiese probado reformularlo convirtiéndose en otro, una clase de escritor que en principio no tendría identidad ni valor definidos? El intelectual comprometido, que estaba obligado a despreciarla por sus convicciones políticas o por el temor a perderse, no hubiese podido escribir la novela con la que fantaseaba Walsh, pero tampoco el autor de los relatos inteligentes y elegantes, el de la saga de los irlandeses, “Fotos” y “Esa mujer”. La invención de una forma novelesca supone la experimentación con modos todavía no convencionales de articular vida y escritura.

En un breve texto autobiográfico de 1966, Walsh fijó su concepción de la literatura en una fórmula que podría servir como epígrafe a esta tentativa de leer su diario en clave de ejercicio espiritual: “La literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez” (Walsh 15). Una posibilidad interesante de pensar el proceso por el que el escritor atraviesa y descompone su estupidez para finalmente desprenderse de ella, es imaginarlo como una serie de maniobras que impugnan el trabajo de reducción al que los estereotipos someten lo que se manifiesta como contradictorio o ambiguo. ¿Por qué le faltaron fuerzas al Walsh de los escritos íntimos para perseverar en el examen de sus contradicciones, por qué se apuraba a “resolverlas” precipitándose por el atajo de la sanción moral? La matriz cristiana que reproducen las estupideces políticas modeladas por el estereotipo revolucionario/burgués explica, en parte, por qué alguien con una inteligencia y unos reflejos críticos tan agudos no quiso abandonar, ni a propósito de los asuntos más personales, la creencia en que todo puede ser ordenado y valorado remitiéndolo a una sola y muy elemental oposición paradigmática. El espíritu de sacrificio y obediencia necesita certidumbres sobre qué está bien (hacer, sentir, escribir) y qué no para poder sostenerse.

Hay un momento perturbador del diario en el que se aprecia detalladamente, casi en cámara lenta, cuáles son las operaciones que Walsh tiene que realizar sobre sí mismo para que la reproducción de los estereotipos no se bloquee al atravesar un núcleo contradictorio de su existencia, cómo se va haciendo a la idea de que la alternativa virtuosa es la de la renuncia. Se trata de las dos entradas sucesivas en las que procesa el malestar que sintió al saber que Raimundo Ongaro había dicho, después de leer un escrito suyo y no entender nada, “¿Escribe para los burgueses?”. Aunque igual entristece (porque el autor de Operación masacre era un compañero muy valioso en la CGT de los Argentinos que dirigió Ongaro y no costaba tanto preguntarle, sin ánimo de descalificación, por qué escribía “difícil”), la intolerancia del jefe sindical resulta previsible en una época en la que el antiintelectualismo era de rigor en el discurso de muchos intelectuales de izquierda. Lo raro es que en lugar de discutir los presupuestos falaces de la acusación -le sobraban recursos para hacerlo- o de usar el diario, como se acostumbra, para devolverle al agresor golpes imaginarios, el inculpado asiente, se mortifica. Está molesto, dice, porque sabe que Raimundo tiene razón, o puede tenerla. Mea culpa. Un poco más tarde, ese mismo día, el espíritu de análisis se sobrepone momentáneamente a la voluntad de mortificación (que es, en última instancia, voluntad de identificarse con el jefe a costa de sí mismo) y el ejercicio parece encausarse por los andariveles de la discusión crítica:

¿Pero qué es lo más específicamente burgués de lo que yo escribo, lo que más molesta a Raimundo? Creo que puede ser la condensación y el símbolo, la reserva, la anfibología, el guiño permanente al lector culto y entendido. Otra pregunta: si no es precisamente R quien usa categorías burguesas, que habla –vgr.- desde una literatura fácil, comprensible y burguesa como puede ser la de Bullrich o Sábato, que al fin y al cabo son best-sellers? (Walsh 159).

En el exabrupto del jefe escuchó un mandato: tiene que dejar de escribir como aprendió a hacerlo, tiene que olvidarse de la literatura como arte de lo indirecto en el que más que lo dicho cuenta lo elidido. La táctica que Walsh elige para resistirse consiste en devolverle al epíteto “burgués” parte del alcance conceptual que perdió desde que funciona como una herramienta de depreciación generalizada. En sintonía con el saber crítico de la época, insinúa que la valoración política de los textos literarios debería atender a la relación que éstos establecen con los códigos de legibilidad instituidos. La inteligencia del argumento agranda la sorpresa que se siente al comprobar lo efímero de su validez. No pasa más de un día y las fuerzas que empujan a la obediencia y al sacrificio se reagrupan detrás de un espectacular acto de denegación.

Creo que estoy comprendiendo por qué me resulta tan fácil ‘abandonar la literatura’. En el fondo no es ningún sacrificio. Lo que lamento es no poder continuar la farsa. Raimundo tiene razón: escribir para burgueses (Walsh 161).

En el fondo, el sacrificio era excesivo, además de estúpido, y Walsh, como se sabe, jamás abandonó la literatura; si en verdad lo quiso hacer, le resultó, más que difícil, imposible. Igual siguió creyendo que Ongaro tenía razón, por lo menos durante el tiempo que registra el diario. Esta contradicción sorprende y perturba. Contra lo que la experiencia y el saber le habían enseñado, no renunció jamás al ideal de una literatura revolucionaria escrita “para todos” y no sólo para burgueses. El proyecto lo exaltaba, seguramente, pero también le servía para continuar mortificándose, como cuando atribuía a las “canchereadas” de su estilo demasiado literario la culpa de no poder realizarlo.
Hace un par de semanas, en un documental biográfico sobre Paco Urondo, escuché a Horacio Verbitsky comentar que muchas veces le habían preguntado, y él mismo se había preguntado, cómo fue posible que militantes de una inteligencia y una calidad humana tan extraordinarias como Urondo y Walsh obedecieran hasta el final a una conducción errada y miserable como la de Montoneros, más allá de que hubiesen manifestado sus desacuerdos. Aunque algunas resonancias no le serán ajenas, Verbitsky se limitó a repetir la pregunta y, curiosamente, no ensayó respuestas. Apostó al efecto dramático más que al análisis político. La pregunta mucho menos importante que me hago en este ensayo es porqué, en esa forma de vida secreta y solitaria que es la escritura del diario, al amparo de la opinión pública, Walsh no puede desprenderse de los mandatos y las reprimendas de un jefe político, ni casi cuestionarlos, aunque humillan su existencia de escritor. Lo que “más molestaría a Raimundo”, según sus conjeturas, no es otra cosa que lo que le permitió escribir, por ejemplo, “Un oscuro día de justicia”, esa alegoría eficaz sobre la necesidad que tienen los pueblos en lucha de valerse por sí mismos y prescindir de héroes salvadores: la elipsis, la condensación, el símbolo.

Según Gonzalo Aguilar, en otro de los ensayos que facilitaron la escritura de éste, la lealtad es “la auténtica clave política” de los años sesenta y setenta, y la obediencia, la forma que adoptaba para subsistir cuando se planteaban discrepancias (Aguilar 13). ¿Habría que atribuir entonces a la coherencia política de Walsh la fuerza que conservan los principios de lealtad y obediencia en el tratamiento íntimo de sus asuntos personales? La continuidad entre la esfera de los compromisos públicos y la de los conflictos privados se explica además por la intervención de otro lugar común ideológico en el que convergen las inclinaciones personales y el espíritu de la época: la idealización de la figura del jefe, militar o político, como héroe moral. Un año antes de que las palabras de Ongaro hicieran estallar en su conciencia las sospechas sobre la condición burguesa del escritor, Walsh había anotado en el diario:

Es indudable que la figura de Ongaro me atrajo intensamente. Vi en él un revolucionario –como lo había visto en Masetti-, un jefe, alguien capaz de llegar al sacrificio por sus ideas. (Walsh 115).

En Ongaro, como antes en Jorge Masetti y el Che Guevara, y antes aún en el capitán Eduardo Estivariz, un aviador naval que murió en combate durante el derrocamiento de Perón en setiembre de 1955, Walsh reconoce la estampa fascinante del hombre poseído por una causa que está dispuesto a sacrificar, o ya sacrificó, todo por ella. Que todo sea en ocasiones, además de la propia vida y la de los subordinados, la razón política, no parece tan grave si la fidelidad y la coherencia consigo mismo del héroe resplandecen hasta el final, sobre todo en el final. Como si las luchas fueran por la redención y no por el poder, a los jefes se los conmemora por la grandeza de su sacrificio, aunque, como en el caso de Masetti y el último Guevara, hayan concebido y encabezado acciones que sólo podían fracasar.

Se entiende entonces por qué Walsh no quiso, más que no pudo, desoír el mandato de escribir “para todos”, aunque sabía que los términos en que estaba planteado eran equívocos y que para obedecerlo tenía que renunciar incluso a lo irrenunciable, su estilo. Eran palabras del jefe. Más que la descalificación (“¿Escribe para los burgueses?”), se le hacía difícil aceptar el desencuentro, público e íntimo, con la palabra de Ongaro. Tomaba una voz de orden por la voz de la verdad. Como si el jefe político, por llevar una existencia heroica, fuese también un pastor de almas. Semejante confusión hay que atribuírsela a la época, a sus mitologías políticas, y a lo que en esas mitologías servía para confirmar una visión cristiana de los conflictos humanos enraizada, seguramente, en la infancia de Walsh.

* Alberto Giordano
REFERÊNCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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