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Legalidad, resistencia y ética | de George Yúdice

3 de abril de 2008
*De próxima aparición en Culturas, suplemento cultural de La Vanguardia (Barcelona)

Apesar de los vaticinios de la muerte de la industria de la música, en los cuales yo mismo he incurrido en varias publicaciones, sería más exacto caracterizar el estado actual del fenómeno musical como una encrucijada, un período de incertidumbre en el que los contornos del futuro sistema de circulación musical todavía no se vislumbran. Los ingresos de la industria de la música vienen cayendo, a la vez que aquellos que la escuchan (melómanos, usuarios, consumidores o como se quiera llamarles) adquieren fonogramas por intercambio de archivos en Internet o en los puestos de top manta. La industria responde con represalias legales, pero aun así no logra frenar toda la actividad que tiene lugar fuera de su control. Por otra parte, los músicos mismos vienen escapándose de las estructuras ya evidentemente caducas de la industria fonográfica. McCartney, Prince, Radiohead, Nine Inch Nails, Madonna, Bowie, y un sinnúmero de músicos menos conocidos internacionalmente han buscado nuevos modelos de mercado y de circulación musical. Así mismo, han surgido miles de sitios donde se puede conseguir fonogramas o intervenir en la creación de música en remixes y mashups, aproximando el usuario al músico, efecto que muchos celebran por su empoderamiento democratizante y otros descalifican como empobrecimiento artístico.

Si bien podría pensarse que las eventualidades empoderadora o empobrecedora son igualmente probables en este momento de flujo – o de liquidez al decir de Bauman – la verdad es que no se dan en igualdad de condiciones. Si bien las diversas nuevas tecnologías de intercambio de archivos desafían a la industria en varios aspectos, ésta no obstante tiene el respaldo de la ley y de las fuerzas policiales que le dan seguimiento. El caso más notorio es el de Jammie Thomas, quien intercambio 1.702 fonogramos, si bien fue procesada por la Recording Industry Association of America (RIAA) en base a 24 canciones, por cada una de las cuales tendrá que pagar $9.250 o un total de $220.000 de compensación. Thomas pudo haber resuelto el caso extrajudicialmente como miles de otros demandados, pero prefirió disputar los cargos en un juicio por jurado. Las circunstancias de este caso facilitaron un veredicto de culpabilidad, pero Thomas no es la única persona que busca combatir el dominio que tiene la industria fonográfica sobre la circulación de música.
Podría decirse que se están perfilando nuevas políticas en torno a la ética del intercambio de archivos. Hace décadas nadie habría sido procesado por intercambiar LPs con sus amigos e inclusive con desconocidos en clubes y lugares de encuentro, como se hace en la economía del trueque. Hoy, más allá de la criminalización de canjeadores que lleva a cabo la industria fonográfica, una miríada de organizaciones y de individuos está buscando el término medio entre el derecho de los creadores a recibir una compensación por su trabajo y el derecho de la sociedad a bienes comunes o al patrimonio de la humanidad. Las primeras concesiones de derecho de autor y de copyright limitaron el monopolio de reproducción a 28 años, después de los cuales la obra entraba al dominio público. Además, se protegió a los consumidores prohibiendo que los editores controlaran el uso de obras después de su publicación. En los EEUU se limitó el copyright a 14 años, renovable por otros 14, período que se duplicó en 1909. Pero desde 1962 viene aumentando hasta alcanzar 95 años en 1998. Como explica Lessig en su libro Cultural libre (2005), no hay justificación constitucional para esa extensión, la cual refleja la tentativa de las empresas de establecer un monopolio sobre las obras que deberían entrar en el dominio público, aumentando así sus las ganancias.

La gran novedad en la actualidad es la creciente politización de ciudadanos de todos los países que se oponen a este empequeñecimiento del dominio público y más aun al resultado de las estrategias de blockbuster y marketing empleadas por los grandes sellos para reducir el riesgo de fracaso en el mercado. Ese resultado es la casi eliminación de la radio y la televisión de las obras producidas por pequeñas y medianas empresas, y por tanto la mayor dificultad de sostener la diversidad musical en el mercado. Es justo por esta razón (apoyar el acceso a la diversidad e obras, sobre todo de regiones que no pueden competir en el mercado internacional) y por el deseo de los artistas, aún los más reconocidos, de ganar mayor control de la circulación de música y de las ganancias, que la industria fonográfica tendrá que cambiar, si quiere sobrevivir.
Podría decirse que las políticas de negocio de los grandes sellos han generado un gran movimiento social en torno de la propiedad intelectual, tema que hace un par de décadas no provocaba el interés de nadie. Así, han nacido movimientos como “Todos contra el canon” en España, con más de millón y medio de ciudadanos que quieren eliminar el impuesto a los reproductores y medios de almacenamiento digitales que la industria de la música y el entretenimiento ha logrado que se legisle. Movimientos parecidos existen en otros países, y hasta hay un partido contra los derechos de autor en Suecia.

Pero más allá de los partidos y los movimientos sociales más o menos organizados, hay una marea de resistencia a obedecer las leyes que las mayorías creen injustas. En EEUU, donde se supone hay el mayor seguimiento a las leyes, la mayoría de los estudiantes en todos los niveles consigue su música mediante el intercambio de archivos en Internet. Y ni hablar de los jóvenes en países en desarrollo. Hay países como Perú donde la industria fonográfica ha dejado de existir casi por completo en su encarnación convencional. En esos países sólo una pequeña minoría podría pagar los $15 a $20 que cuesta un CD.

Pero más aun que el precio, lo que se busca es ampliar la oferta, por una parte, y asegurar que el intercambio de música siga siendo uno de los fundamentos de la socialización o social networking. Para verificar la enorme diversidad de música, vinculada a la identidad de los internautas, sólo falta entrar en los sitios de socialización como MySpace o ver los videos que se suben a YouTube. Algunos críticos descartan este vínculo entre identidad individual o grupal y repertorios de música reduciéndolo a un mero consumo acrítico. Pero en los sitios de socialización hay debates en torno a la música desde una miríada de criterios, desde los tecnológicos a los estéticos. Lo que constatamos, pues, es una nueva alfabetización musical que enriquecerá la actividad creativa de los usuarios.

Esta no es una revolución política ni una liberación social, pero sí es un reclamo al derecho a la creatividad.

* George Yúdice es profesor de la Universidad de Miami. Colabora con el MACBA; este junio enseñará para el Programa de Estudios Independientes un curso sobre economía y cultura y dirigirá un seminario sobre el “museo molecular”. Publica:Nuevas tecnologías, música y experiencia (2007); Política cultural (2004) y El recurso de la cultura (2002), todos por Gedisa Editorial.