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¿Crítica cultural en América Latina o estudios culturales latinoamericanos? | Ana Del Sarto

Los estudios culturales y la crítica cultural representarían dos nuevas prácticas que participan de [una] misma búsqueda de transversalidad tanto en el rediseño de las fronteras del conocimiento académico (los estudios culturales) como en las rearticulaciones críticas del discurso teórico (la crítica cultural). Ambas prácticas -y las relaciones de diálogo, resistencia o cuestionamiento que las vinculan entre sí- invitan a una reflexión, necesaria de producirse hoy, que desborda el formato del saber universitario y del discurso académico para interrogar los bordes críticos del trabajo intelectual. (Richard, Residuos 142)

A partir de una comparación entre el título de este trabajo, pregunta que me gustaría que estuviera imbuida de un tono irónico, y de esta cita, quisiera reflexionar sobre algunos aspectos compartidos por la crítica cultural practicada por Nelly Richard en Chile, y por cierta línea de estudios culturales con la cual identifico mi trabajo,1 en tanto proyectos intelectuales y prácticas alternativas. En este trabajo, mi intención es trazar un mapa de coincidencias desde las cuales interrogar las diferencias que separan a ambas prácticas, para luego abrir un diálogo constructivo precisamente a partir de las mismas.

Es cierto que la crítica cultural y los estudios culturales están alejados por diferencias genealógicas y epistémicas insoslayables. En cuanto a las genealogías disímiles, sólo basta con los nombres para ver qué tradiciones privilegia cada práctica. La mayor influencia en la crítica cultural en América Latina es el pensamiento europeo continental (el psicoanálisis, la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo y posestructuralismo francés y la desconstrucción), pero en el caso de Richard al menos, la influencia predominante proviene del estructuralismo y posestructuralismo francés, específicamente de la obra de Roland Barthes, Michel Foucault, Julia Kristeva, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Félix Guattari. Muchas de las posiciones de Richard se inspiran en una combinación heterogénea, sobre todo respecto a la centralidad de conceptos tales como: textualidad y la naturaleza discursiva de cualquier dimensión (ya sea la cultura, la sociedad, la política o, aún, la economía); la consecuente productividad de prácticas textuales y la noción de “escritura como teoría”; la “política del acto crítico” y la inscripción dentro de la escritura del deseo del sujeto; la división entre ciencia y crítica entendida como una oposición irreconciliable entre “trabajo académico o conocimiento explicativo” y “práctica intelectual o conocimiento interrogativo”; la diseminación de la cadena significante y la reflexión sobre la negatividad del lenguaje.

Bajo la rúbrica de lo que hoy en día se entiende por estudios culturales latinoamericanos se conglomeran muchas prácticas, discursos y campos de estudios diferentes y, a pesar de sí mismos, una disciplina supuestamente institucionalizada. Aunque es precisamente esta falta de consenso sobre una definición precisa de lo que significa “practicar los estudios culturales” lo que garantiza no sólo la imposibilidad de su clausura como paradigma disciplinario, sino también su agudo vigor político. Al igual que la crítica cultural, es posible trazar las raíces genealógicas de los estudios culturales en una mezcla ecléctica de tendencias hegemónicas y no-hegemónicas del pensamiento europeo -varias revisiones del marxismo (Lukács, Gramsci, la Escuela de Frankfurt y Althusser, aunque también el marxismo cultural británico), la propia emergencia de los estudios culturales británicos después de la segunda guerra mundial (Raymond Williams, Richard Hoggart, Edward P. Thompson y Stuart Hall), el estructuralismo y posestructuralismo, la sociología de la cultura y la filosofía posmoderna francesa, la semiótica, la desconstrucción y otras. Sin embargo, creo que quizás sea aún más importante la imbricación de dichas tendencias dentro de la tradición crítica latinoamericana que puede trazarse remontándonos a los comienzos del siglo XIX (desde Simón Bolívar y José Martí en adelante). Aunque hoy en día el etiquetado, es decir el nombre “estudios culturales latinoamericanos”, parezca paradójico o confuso, esta densa tradición estaba ya viva en América Latina mucho antes de la emergencia de los estudios culturales británicos.

En cuanto a las diferencias epistémicas, Richard asevera que la crítica cultural y los estudios culturales tienen loci de enunciación disímiles. Mientras la primera habladesde América Latina (una aproximación latinoamericana), los últimos hablan sobreAmérica Latina (el latinoamericanismo) (“Intersectando” 345-6). Sin embargo, en mi opinión, la diferencia yace no en una localización geo-política o institucional específica, sino en los puntos de partida epistémicos distintivos desde los cuales cada proyecto o práctica construye estratégicamente su respectivo locus: la crítica cultural construye su locus desde la materialidad estética para “transformar críticamente lo real” (Galende dixit), mientras que los estudios culturales lo construyen desde la materialidad social para producir críticamente la realidad social. ¿Cuál es la mayor diferencia entre materialidad estética y materialidad social? Lo que oximorónicamente llamo “materialidad estética” está directamente relacionado al papel central que juega el lenguaje, la escritura y la lectura (“lo literario” o la Literatura como discurso) en la constitución, el desplazamiento, la fragmentación, la disolución y la reconstitución de un sujeto individual dentro de un texto. Es decir, la manera en que los impulsos y los instintos, el deseo, el placer y lajouissance se materializan en un texto a través del acto de la escritura-lectura.

La idea central detrás de la materialidad estética es el concepto de texto, tal cual lo articula Richard a partir de una combinación de elaboraciones teóricas de Barthes y Kristeva. Barthes enfatiza la corporalidad del texto cuando enuncia que “el texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico” (El placer 29); por lo tanto, “el texto es un objeto de placer” (Sade 3). En El susurro del lenguaje, Barthes específicamente señala que un texto es “un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” (69); es un “espacio en el que ningún lenguaje tiene poder sobre otro, es el espacio en el que los lenguajes circulan” (81); es “ese espacio social que no deja bajo protección a ningún lenguaje, exterior a él, ni deja a ningún sujeto de la enunciación en situación de poder ser juez, maestro, analista, confesor, descifrador” (82; énfasis original). Para Kristeva, quien sigue elaborando teóricamente el sendero abierto por Barthes, el texto

es definido como un aparato trans-lingüístico que redistribuye el orden del lenguaje al relacionar el discurso comunicativo, cuyo objetivo es directamente informar, a diferentes clases de enunciados sincrónicos anteriores. El texto es en consecuencia una productividad, y esto significa: primero, que su relación con el lenguaje en el cual se sitúa es redistributiva (destructiva-constructiva) y, por lo tanto, podría ser abordado mejor a través de categorías lógicas antes que lingüísticas; y segundo, que es una permuta de textos, una intertextualidad: en el espacio de un texto dado, varios enunciados, tomados de otros textos, se intersectan y se neutralizan unos a otros. (Desire 36)2

Esta corporalidad, materializada en la inscripción de la escritura, forma una textura que evidencia una densidad peculiar. Dentro de esta textura, tanto los enunciados, las voces y los tonos –condiciones o índices del deseo del sujeto– así como diferentes clases de lenguajes convergen y se yuxtaponen, constituyendo la propia productividad e intertextualidad de ese espacio social. Aunque Barthes está siempre consciente de la necesidad de interrelacionar diferentes teorías provenientes de varias disciplinas para aproximarse a un texto -siendo las principales la crítica literaria, la antropología y la historia-, Richard, siguiendo a Kristeva, sobre-enfatiza el papel supuestamente subversivo de lo semiótico vis-à-vis el papel instrumental de lo simbólico; como resultado, dejan ambas lo social sin teorizar. La concepción de Richard está fundamentalmente influida por el argumento de Kristeva en Revolution of Poetic Language, de acuerdo al cual “en el texto el binomio instintivo consiste en dos términos opuestos [los cuales constituyen una dialéctica entre lo semiótico y lo simbólico] que se alternan en un ritmo infinito. Aunque lo negativo, la agresividad, la analidad y la muerte predominan, sin embargo, pasan a través de todas las tesis capaces de darle significado, van más allá de ellas y, al hacerlo, le otorgan una positividad en su propio sendero” (99).3

En otras palabras, el objetivo común de Barthes, Kristeva y Richard es, en consecuencia, postular una teoría material del sujeto, capaz de revelar el proceso de destrucción y construcción del sujeto o, como Barthes señala en El placer del texto y en El grado cero de la escritura, una teoría del sujeto que contenga una estética hedonista. Esta estética hedonista puede, por supuesto, trazarse remontándonos a los movimientos vanguardistas y a la tradición de la “Gran Ruptura” (ver Berman y Paz) tan centrales para la evolución contradictoria de la modernidad occidental. De hecho, la práctica crítica de Richard podría ser ligada a una neo- y/o pos-vanguardia.4

Por el contrario, la concepción de textualidad dentro del marco de los estudios culturales latinoamericanos difiere de la anteriormente elaborada, ya que no se privilegia a la escritura como dínamo de la productividad textual, sino que muchas prácticas dispares en la realidad social (tales como la militancia o el activismo político, el tatuaje y el body-piercing, el fanatismo deportivo o la escritura misma) son capaces de producir una textura social, la cual podría adoptar formas diferentes y materializarse en diferentes materias. En consecuencia, cualquier práctica directamente relacionada a la performatividad social es equivalente a un texto cultural y, por lo tanto, puede ser interpretada como tal. Este es el punto epistémico desde el cual los estudios culturales construyen su locus. Sin embargo, como se indicó anteriormente, el eclecticismo predominante en los estudios culturales engendra maneras diferentes de comprender y de reflexionar sobre la “materialidad social”. Como consecuencia, muchos practicantes de los estudios culturales han sido acusados, correcta o incorrectamente, de practicar el empirismo o neo-positivismo. Es verdad que muchas veces han dejado de lado lo estético, favoreciendo en cambio una preocupación con la materialidad social, como aquella que se manifiesta en la intervención política abierta, en la reflexión crítica sobre políticas culturales y culturas políticas o en el uso heterogéneo de las ciencias sociales (fundamentalmente, la antropología, la sociología y las comunicaciones). Pienso que ya es tiempo que los estudios culturales establezcan un balance entre lo social y lo estético, rescatando así esta olvidada dimensión y reinsertándola dentro de los análisis de estudios culturales, siempre en relación a la producción de la realidad social.

En este sentido, la búsqueda de la “materialidad social” debería analizarse no solamente a partir de rupturas y quiebres sino además en las continuidades y procesos de construcción de consensos socio-históricos que resultan de las interrelaciones entre subjetividades e identidades divergentes dentro del continuo flujo transformativo de “lo social”, desde el cual se ponen en movimiento ideologías conflictivas, articulaciones hegemónicas y subalternas, imaginarios sociales, políticos, culturales y radicales, memorias individuales y colectivas, rituales y performatividades, etc. Aquí no sólo miedos y ansiedades, sino también deseos, placeres, jouissance y jouis-senses se materializan en el proceso de producción de subjetividades y realidad social.

A pesar de estas diferencias irresolubles, sostengo que tanto la crítica cultural en América Latina tal cual es practicada por Richard, centrada en la recuperación de “la especificidad de lo estético-literario” (Residuos 150), como cierta línea de estudios culturales latinoamericanos a la cual adhiero, podrían ser prácticas compatibles y complementarias, hasta diría, mutuamente necesarias, en tanto sus diferencias, en constante “diálogo, resistencia y cuestionamiento”, pueden seguir detectando nuevas ambigüedades, paradojas y aporías a través de las cuales rearticular nuevas búsquedas. Ambas prácticas, constituyéndose una metacríticamente en el lado oscuro de la otra, encontrarían una localización específica en lo reprimido que retorna en el momento de enunciación de sus propios discursos; es decir, la crítica cultural se localizaría en los límites de los estudios culturales para constituirse en “crítica de la crítica” y viceversa. De esa manera, ambas prácticas, puestas en diálogo, podrían hacerse “cargo de la disputa de fuerzas entre lo ideológico, lo crítico, lo estético” (Residuos 151), según Richard lo que constituye la especificidad de la crítica cultural; y lo cultural, lo político y lo social, según mi opinión lo que caracteriza a los estudios culturales.

Como señala Richard en Residuos y metáforas, tanto la crítica cultural como los estudios culturales surgen como prácticas (y/o proyectos) de búsqueda o, más bien, como búsquedas de (prácticas y/o) proyectos; es decir, en todo momento se tratará de evitar que se constituyan en “programas que designen modelos a aplicar supuestamente dotados de una homogeneidad de formas y contenidos” (142). En este sentido, la “vigilancia crítica” -propuesta derrideana- se debería duplicar, puesto que, por un lado, se trataría de evitar la “funcionalización” de estos discursos en aparatos o formaciones de poder; mientras que, por otro lado, se enfatizaría el esfuerzo en mantener siempre el análisis de la cultura en términos de procesos inconclusos, sin reificarla ni fetichizarla como un objeto de estudio cerrado y/o estático. Ambas búsquedas comparten un mismo momento inicial que les da origen: surgen como “gestos destinados a modificar las reglas de configuración del saber tradicional” (Residuos 141) o como “miradas críticas”, “transversales”, ante la reorganización social (construcción de nuevas identidades) de determinadas desarticulaciones (básicamente, la dispersión del sujeto racional moderno en subjetividades múltiples y heterogéneas).

En el mismo momento en que el pensamiento moderno occidental había alcanzado sus propios límites, esos mismos límites fueron cuestionados por la emergencia del pensamiento postmoderno. El inicio del “fin de los macro-relatos” problematizó ciertas categorías y/o conceptos absolutos y sus binarismos subyacentes, estimulando así una “crisis de homogeneidad del sujeto centrado de la modernidad, fractura de los paradigmas (razón y progreso) que guiaban las empresas historicistas, desintegración del ‘lazo social’ y fragmentación del nexo a las totalidades de saber o poder” (Richard, “Modernidad” 307); o bien, “lecturas heterodoxas de la modernidad que cambian los acentos (y las tendencialidades) de la configuración historia-progreso-sujeto-razón al redistribuir los énfasis de lo singular y de lo plural, de lo único y de lo múltiple, de lo centrado y de lo descentrado” (Richard, “Alteridad” 210). Esta metacrítica intra-modernidad, tal cual fue practicada dentro de y desde los centros metropolitanos, construyó discursos que interpelaron a ciertas agencias locales (periféricas) resistentes o rebeldes que los adoptaron, adaptaron e hibridizaron aún más, recontextualizando dichos discursos a su propia situación concreta. Esta crisis moderna, como es bien sabido, provocó distintas respuestas: aquellas que reorganizaron estas nuevas perspectivas, ya sea apropiándoselas o cooptándolas, y estableciéndose así como rectoras de un nuevo orden hegemónico (es el conocido caso de las ciencias sociales en Chile)5; y aquellas que, como la crítica cultural o los estudios culturales, se constituyeron en discursos metacríticos resistentes, es decir, se establecieron como prácticas “críticas de la crítica”, cuestionando precisamente esas articulaciones hegemónicas.6

En efecto, según Richard, la especificidad de la crítica cultural se establece como una práctica de textos fronterizos, “intermedios”: “textos que se encuentran a mitad de camino entre el ensayo, el análisis desconstructivo y la crítica teórica, y que mezclan distintos registros para examinar los cruces entre discursividades sociales, simbolizaciones culturales, formaciones de poder y construcciones de subjetividad” (Residuos 143). Por otro lado, los estudios culturales no negarían que sus producciones, como textos fronterizos o intermedios, pusieran en práctica esta última estrategia de entrecruzar diversos registros conflictivos, aunque sí establecerían ciertos límites de acuerdo a una práctica dialógica constante, no sólo con varias tradiciones discursivas que se entrecruzan intencional y políticamente (tales como las tradiciones enumeradas en la sección I), sino también con las sobredeterminaciones7 de su materialización, precisa y privilegiadamente cultural, en procesos socio-históricos. Es decir, lo que privilegian los estudios culturales son las articulaciones que sobredeterminan los contextos de materialización; sin embargo, esos contextos no tienen por qué estar institucionalizados o institucionalizarse en el proceso mismo, sino más bien como alguna vez lo enunciara Derrida: “lo extra-institucional [o disruptivo] debe tener sus instituciones sin pertenecerles” (Richard, “Conversaciones” 20).

Para Richard, el eje que une a la crítica cultural y a los estudios culturales en esta rediagramación autorreflexiva “moderna”, desde un supuesto horizonte “post-” compartido, es la “transdisciplinariedad”: “vector experimental y creativo de reconfiguración de nuevos instrumentos teóricos para el análisis crítico de la cultura” (Residuos 142); mientras que el límite que los separa se constituiría en la brecha que distancia el “trabajo académico” o “saber explicativo que formula y expone las razones de porqué nuestro presente es como es”, refiriéndose explícitamente a los estudios culturales, del “trabajo intelectual” o “saber interrogativo que no se conforma con estas demostraciones sino que busca perforar el orden de sus pruebas y certezas con el tajo (especulativo) de la duda, de la conjetura o bien de la utopía” para el caso de la crítica cultural; es decir, los límites se tallan a partir de “reclamos de la escritura contra la didáctica del saber” (Residuos 158). En otras palabras, el trabajo académico o conocimiento explicativo es para los estudios culturales lo que la práctica intelectual o el conocimiento interrogativo es para la crítica cultural.

En la construcción de esta topología, uno no deja de oír los susurros tanto de Barthes como de Kristeva, enunciados indirectamente y re-inscriptos dentro del campo latinoamericano por la escritura de Richard. Durante la década de los sesenta, Barthes, envuelto en una polémica con la crítica tradicional francesa, hizo una distinción entre “ciencia” y “crítica”. Para él, estas dos prácticas contienen dos discursos muy distintivos y contradictorios: una ciencia de la literatura (y de la escritura) es “un discurso general cuyo objeto es, no tal o cual sentido, sino la pluralidad misma de los sentidos en la obra” (Crítica 58). Sin embargo y paradójicamente, inmediatamente sigue diciendo que “su objeto (si algún día existe) no podrá ser otro que imponer a la obra un sentido, en nombre del cual se daría el derecho de rechazar los otros sentidos. […] no interpretará los símbolos, sino únicamente su polivalencia; en suma, su objeto no será ya los sentidos plenos de la obra, sino, por lo contrario, el sentido vacío que los sustenta a todos” (Crítica59). La crítica, por el contrario, es un discurso que “asume, abiertamente, a su propio riesgo, la intención de dar un sentido particular a la obra” (Crítica 58). “Descifra y participa de una interpretación. Sin embargo, lo que devela no puede ser un significado (porque ese significado retrocede sin cesar hasta el vacío del sujeto), sino solamente cadenas de símbolos, homología de relaciones” (Crítica 74).

Por lo tanto, la crítica produce sentidos al jugar con la lógica de los significantes. Más tarde, en El susurro del lenguaje, Barthes vuelve a exponer esta separación, aunque metonímicamente desplazada en otra dicotomía: practicar la literatura –la escritura y la crítica– se opone directamente a la enseñanza de la práctica de la literatura –la ciencia. “Esta antinomia [escribe] es grave porque tiene mucho que ver con un problema, más candente quizás hoy en día, que es el problema de la transmisión del saber; ahí reside […] el problema fundamental de la alienación” (57). Estas dicotomías se reinscriben en los textos de Richard, en los cuales se produce una homología no sólo de predicados sino también de sujetos: la crítica cultural es a la práctica de la literatura, la crítica y la producción de significaciones lo que los estudios culturales son a la enseñanza de la práctica de la literatura, la ciencia y la producción de significados. La posición de Richard, aquí, reverbera no sólo contra la academia y la formalización de la crítica en ciencia sino que también se constituye en el meollo de las acusaciones sostenidas por la crítica cultural contra los estudios culturales.

Por otra parte, en los setenta, Kristeva escribe un excelente artículo, “How Does One Speak to Literature?”,8 en el cual analiza la obra de Roland Barthes. Nos recuerda que Barthes mismo estaba desgarrado por dos práctica incongruentes: la del investigador y la del “crítico”. La contribución de Kristeva se centra en el análisis de la irrupción de lo semiótico dentro de los procesos de significación, “en el cual la significancia somete al sujeto en proceso [de constitución y, a la vez, lo] enjuicia” (Revolution 22). La misma negatividad del lenguaje permite la irrupción de los deseos más íntimos del sujeto a través de desplazamientos y facilitaciones de energía, descargas y catexis cuantitativa (lo semiótico) dentro de lo simbólico, produciendo una subversión del mismo orden. Por lo tanto, para Kristeva, “‘el investigador’ [un científico] describe la negatividad dentro de un sistema trans-representativo y trans-subjetivo homogéneo: su discurso detecta la formalidad lingüística del sentido destrozado y pluralizado como condición, o mejor aún, comoíndice de una operación heterónoma” (Desire 115; énfasis original). Al contrario, “el crítico” “asume la tarea de señalar la heteronomía. ¿Cómo? A través de la presencia de la enunciación en el enunciado, [el crítico] introduce la agencia del sujeto, asume un discurso representativo, localizado y contingente, determinado por su ‘yo’ y, así, por el ‘yo’ de su lector. Hablando en su nombre a un otro, introduce el deseo” (Desire 115; énfasis original). Este deseo por el lenguaje, este deseo materializado estéticamente en la escritura a través de la introducción de varios tonos del sujeto vacío, es según Richard lo que constituye la especificidad de la crítica cultural. Por la misma razón, condena a los estudios culturales por su desinterés en la presencia del deseo del sujeto en la escritura, debido particularmente al juego con los significados y a su correlativa producción de significados.

En cierto sentido, tanto la crítica cultural como los estudios culturales, surgen como propuestas desde las cuales interpelar a un cierto campo de izquierda, o más bien de resistencia o trasgresor, políticamente desarticulado no sólo como producto de los cuestionamientos “post-”, sino también por las situaciones y experiencias concretas por las que transitan varios países latinoamericanos. En definitiva, ambas propuestas se construyeron a partir de una reflexión crítica no sólo de las posiciones consensuales y funcionales con respecto a un orden neoliberal globalizado (capitalismo tardío), sino también vis-à-vis las mismas estrategias y posiciones de las izquierdas tradicionales. El campo articulador desde el cual se plantearon estos cuestionamientos autorreflexivos fue y sigue siendo, en ambos casos, la cultura: eje transversal que unirá y separará a la crítica cultural en América Latina y a los estudios culturales latinoamericanos. Si bien ambos comparten una mirada inicial sobre la conceptualización de la cultura qua “campo de lucha” (ver Hall), donde diferentes procesos de significación compiten por establecer diversos sentidos, ambas prácticas se distanciarán, no sólo ideológica sino también políticamente, a partir de los usos y abusos posteriores del campo cultural como campo de lucha. Espero que esto último también valga como advertencia crítica o autocrítica a los propios estudios culturales.

A partir de una necesidad de “transformar críticamente lo real” desde la cultura (o, más bien, desde “lo cultural”) como campo de lucha –o sea, como campo de producción de la realidad social– tanto la crítica cultural como los estudios culturales compartirían un mismo objetivo: descentrar los mecanismos de jerarquía y control tradicionales, es decir, des-articular las formaciones hegemónicas de poder. En otras palabras, ambos proyectos apuntarían a “derrotar el orden” (una “metáfora para la institución”), a “reformular transversalmente la problemática de la dominación” (“De la rebeldía” 6-7), a “estremecer la racionalidad programática de las ciencias, la política y la ideología”, y a “transgredir y subvertir las demarcaciones del poder” (“Estéticas” 8). Con estos propósitos, la crítica cultural centra sus estrategias en la necesidad de teorizar los fragmentos discursivos desde la “teoría como escritura”. La “escritura”, otro concepto central del edificio crítico de Richard, también deriva de una fusión de las concepciones de Barthes y Kristeva. Barthes explica que la escritura está

siempre enraizada en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un germen y no como una línea, manifiesta una esencia y amenaza con un secreto, es una contra-comunicación, intimida. Encontraremos entonces, en toda escritura, la ambigüedad de un objeto que es a la vez lenguaje y coerción: existe en el fondo de la escritura una “circunstancia” extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje. Esa mirada puede muy bien ser una pasión del lenguaje, como en la escritura literaria; puede también ser la amenaza de un castigo, como en las escrituras políticas. (El grado 27)

Desplazando el argumento de Barthes, desde la esfera de lo social a la dimensión psicológica, Kristeva enuncia que “la escritura sería el registro, a través del orden simbólico, de [la] dialéctica del desplazamiento, facilitación, descarga y catexis de los impulsos que operan-constituyen el significante pero que además lo exceden; [este exceso] se adhiere al orden lineal del lenguaje al usar sus leyes más fundamentales del proceso de significación (desplazamiento, condensación, repetición, inversión); tiene otras redes suplementarias a su disposición; y produce un plus-de-sentido” (Desire 102). Richard retoma la interpretación de Kristeva al privilegiar el estatus de la escritura como la única práctica capaz de subvertir el Orden.

A partir de estas elaboraciones, la crítica cultural centra su propuesta fundamental en la necesidad de teorizar los fragmentos discursivos desde “la teoría como escritura” -es decir, desde el campo estético se debería tensionar críticamente “sujeto, teoría y escritura” (Residuos 156)-, construyendo, en consecuencia, diversas “prácticas del texto” o “políticas del acto crítico” para que en sus brechas y a partir de la tonalidad o de “posiciones de voz” se deje a la intemperie afectos y deseos que fluyen ambigua y contradictoriamente, permitiendo que en ese mismo proceso brille la “dimensión figurativa de un signo estallado (difractado y plural)” (Residuos 152). Siguiendo a Roland Barthes, Richard elabora una “teoría que piensa sus formas ydice cómo se dice, para desinstrumentalizar el simple ‘referirse a’ del saber práctico con palabras que retienen, en su urdimbre reflexiva, la memoria del deshacer y del rehacerse de la significación” (Residuos 148).

Por otro lado, los estudios culturales enfatizan la necesidad de teorizar “lo cultural”, ámbito que puede muy bien estar constituido por fragmentos discursivos, pero que no se limita solamente a esos elementos. Lo cultural concebido como magma en constante estado de ebullición alberga, además, no sólo residuos de realidad social sedimentados y apropiados con distintos fines y/o fragmentos no discursivizados (lo pre-simbólico), sino también elementos emergentes característicos de la propia creatividad humana -creatividad que no sólo se materializa a través del acto escritural, aunque este sea uno de los canales más estudiados. Entonces, desde la perspectiva de los estudios culturales, el entrecruce y la mezcla de todos estos elementos en el campo cultural están socio-históricamente sobredeterminados y sus significaciones, finalmente, se dilucidan en la esfera de lo político a través de la formación de articulaciones hegemónicas y/o contra- o anti-hegemónicas.

Examinemos cómo se materializan estas diferencias epistémicas entre la crítica cultural en América Latina y los estudios culturales latinoamericanos en el análisis de un ejemplo concreto, en el cual se pone en tensión no sólo lo ideológico, lo crítico, lo estético, sino también lo cultural, lo político y lo social. Como se dijo antes de comenzar con las ponencias, este panel surgió como resultado de compartir, durante dos meses en el año 98, la asistencia al Seminario “Post-dictadura y transición democrática” dirigido por Richard en la Universidad Arcis, Santiago de Chile. En ese momento, uno de los ejes que atravesó el diálogo fue precisamente las relaciones críticas entre el “pensamiento crítico”9, la crítica cultural y los estudios culturales sobre la/s pérdida/s sufrida/s por la cultura chilena durante la dictadura pinochetista y el posterior proceso de duelo durante la transición democrática. Como resultado de estos debates, se llegó a establecer que uno de los problemas centrales que nos lega este fin de siglo es la problemática del trabajo intelectual vis-à-vis el trabajo académico con relación a “la memoria, el mercado y el consenso”. Llevada a sus límites, esta problemática se manifestaría materialmente en una aporía: o bien el trabajo intelectual es refuncionalizado a partir de una constante apropiación y cooptación de sus discursos por los poderes globalizados y globalizantes, creando así nuevos “intelectuales orgánicos” (el caso de una línea de las ciencias sociales, específicamente la representada por José Joaquín Brunner); o bien, el trabajo intelectual se multiplica teórica y prácticamente en el constante y abstracto discurrir discursivo sobre la pérdida desenfrenada del sentido, lo cual lleva al intelectual a un estado melancólico, con serias posibilidades de autoparálisis (el caso específico del pensamiento crítico).

En general, la problemática del intelectual se discutió elusiva y diagonal o transversalmente a partir de los procesos de duelo que sufre el pensamiento como consecuencia de enunciar determinadas pérdidas. Para el pensamiento crítico, la pérdida es una pérdida general de sentido; para Richard, la pérdida se materializaría en una recuperación del habla luego de una “pérdida de la palabra”. Ahora bien, ¿qué es la pérdida en realidad? La pérdida en sí no tiene una existencia material tangible, ya que sólo existe en una dimensión imaginaria, y es, en consecuencia, un constructo a posteriori de aquello perdido en el ámbito de lo social. Una cosa es lo perdido en lo real, es decir, en la realidad social, y otra muy distinta es la pérdida, es decir, la manifestación en la realidad construida discursivamente de lo perdido en lo social. En el caso del pensamiento crítico y de la crítica cultural, lo perdido llega a ser un pretexto desde el cual producir diversos discursos sobre la pérdida. En definitiva, lo que finalmente el pensamiento crítico y la crítica cultural construyeron discursivamente a posteriori es la pérdida misma, lo cual visto desde la perspectiva de los estudios culturales no constituiría otra cosa que un dispositivo de índole ideológica.

Esto es evidenciable si analizamos la relación entre la pérdidalo perdido a partir de tres conceptos lacanianos, paradojal, aunque inteligentemente articulados por Slavoj Žižek: lo Real, lo real o la realidad social y la realidad construida retroactivamente.10 Para Žižek, “la ‘realidad’ es una construcción-de-la-fantasía, la cual nos permite enmascarar lo Real de nuestro deseo” (45) o, en otras palabras, lo Real lacaniano. Con “lo real o la realidad social”, Žižek se refiere a los soportes materiales externos (relaciones y procesos socio-históricos) que son reprimidos en el momento mismo en que enunciamos -o dicho de otro modo, construimos- la realidad, es decir, “el real estado de cosas” (47-8). Según Žižek, este mecanismo es homologable al funcionamiento ideológico, que, en el caso del pensamiento crítico y de la crítica cultural, sería homologable a la pérdida. En consecuencia, Žižek argumenta:

La ideología no es una ilusión que construimos como un sueño para escapar de la insoportable realidad; en su dimensión básica es una construcción-de-la-fantasía que sirve como soporte para nuestra ‘realidad’ misma: una ‘ilusión’ que estructura nuestras relaciones sociales efectivas y reales (conceptualizadas por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe como ‘antagonismo’: una división social traumática que no puede ser simbolizada). La función de la ideología no es ofrecernos un punto de escape de nuestra realidad sino ofrecernos la realidad social misma como un escape de algún núcleo real traumático. (The Sublime 45)

La pérdida, dispositivo ideológico por el cual el pensamiento crítico y la crítica cultural construyen discursivamente lo perdido, opera no como una ilusión que permite escapar de la realidad, sino como el núcleo constitutivo de dicha realidad.La pérdida, permanentemente retrabajada qua realidad, implica la necesaria postergación de lo perdido qua lo Real. Pero lo Real tiene una doble expresión, que corresponde a dos momentos en el pensamiento lacaniano: por un lado, tal cual fuera formulado en los años cincuenta, lo Real alude a lo real no simbolizado -“la realidad pre-simbólica, bruta, que siempre retorna a su lugar” (The Sublime 162); por otro, en la revisión que Lacan propusiera de su teoría hacia los años setenta, alude a “una entidad que debe ser construida a posteriori de modo que podamos responder por las distorsiones de la estructura simbólica” (The Sublime 162). En otras palabras, lo Real tendría una manifestación dual: refiere a un núcleo de lo real que escapa a su representación por la realidad y que es, simultáneamente, establecido mediante una elaboración retroactiva. Es decir, constituye un núcleo traumático imposible de aprehender simbólicamente -lo irrepresentable- que, en determinadas circunstancias, se cuela e irrumpe en la realidad como lo familiar desconocido (lo siniestro, el unheimlich freudiano) o como lo sublime. ¿No sería entonces lo perdido el objet petit a lacaniano? Varios contenidos podrían ocupar este vacío, claro está: ¿los detenidos-desaparecidos, la derrota de la izquierda, la imposibilidad de establecer sentidos, o simplemente la imposibilidad de adoptar una posición por parte del intelectual? Esto último explicaría, quizás, por qué el pensamiento crítico y la crítica cultural se rehúsan a toda resignificación de la pérdida qua “pérdida del sentido”. En esta imposibilidad residiría su aporía, ya que la abstracción misma que construyen al negarse a enunciar la pérdida, reprime en su mismo proceso a lo perdido, no permitiendo ver su soporte material externo, siendo este último lo que tratarían de desentrañar los estudios culturales.

VI

Quisiera concluir estas reflexiones con una autocrítica de Richard (vía una crítica al pensamiento crítico) con respecto a la aporía en que puede recaer el quehacer intelectual que privilegia el deslizamiento infinito de los significantes sin posibilidades de establecer anclajes de significados11 para construir clausuras estratégicas; en otras palabras, una advertencia con respecto a la prioridad que establecen discursos como los del pensamiento crítico con respecto a la posición flotante e inorgánica del intelectual “postmoderno” que nunca logra una mínima base consensual de “compromiso social”. En uno de sus últimos ensayos, “Las reconfiguraciones del pensamiento crítico en la postdictadura”, Richard advierte contra los peligros que acarrea esta posición flotante irrefrenada, al delimitar el dilema que enfrenta hoy la crítica cultural. Cito textualmente:

Por un lado, al arriesgarnos a intervenir en la red pública de la cultura, corremos el peligro de que la voz crítica termine subsumida en la actualidad y se mezcle con sus desperdicios, sin lograr hacer notar su “diferencia” con el régimen comunicativo de trivialización dominante. Por otro lado, al despreciar la red pública (al replegarse en el ejercicio autocrítico de la negación pasiva y al renunciar a intervenir en la actualidad por exceso de vigilancia epistémica), entramos en silencio cómplice frente a los abusos del presente y convertimos el refugio académico en una cómoda zona de no-intervención desde la cual evitar todo riesgo de compromiso social con la heterogeneidad y resistencia de las fuerzas vivas y en desorden. (8)

En definitiva, Richard está conminando a que la “vigilancia crítica” -el no permitir la fijación de los significados, para así evitar la clausura y su posterior fetichización- que ilumina los senderos de los practicantes de la crítica cultural y del pensamiento crítico, no se convierta en un obstáculo insuperable que actúe en su contra, ya que no les permitiría establecer ningún tipo de resignificaciones, ergo, de alianzas estratégicas. ¿Estaría pensando Richard que su crítica cultural, aún cuando defienda su especificidad estética, podría establecer alianzas estratégicas con ciertas líneas de estudios culturales? Quiero creerlo así. De hecho, para llevarlo a cabo deberían establecer ciertos consensos mínimos. Creo que una lectura en contrapunto de ambas prácticas/proyectos nos permitiría iluminar sus zonas de contacto, estableciendo así sus aspectos tanto complementarios como antagónicos:12 por un lado, la crítica cultural, al privilegiar la especificidad de lo estético-literario, concentra sus energías críticas en la naturaleza discursiva de toda realidad, recordándonos en todo momento los conflictos producidos por la conjunción entre sujeto, teoría y escritura (Residuos 156). Por el otro, los estudios culturales, al privilegiar lo cultural y lo político, concentran sus críticas en la materialidad de los conflictos y consensos que entran en tensión en la realidad social, pero que son construidos, es decir, discursivizados, a posteriori o retroactivamente.

Obras citadas

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*Ana Del Sarto (Ph.D)., Ohio State University) é Professora de Literatura e Cultura Latino Americana da Ohio State University. Entre suas mais recentes publicações está The Latin American Cultural Studies Reader, em co-edição com Alicia Ríos e Abril Trigo. Em breve lançará no Chile o livro Sospecha y goce: una genealogía de la crítica cultural chilena.

NOTAS

1 Es imprescindible aclarar que hoy en día se engloba a varias y diversas prácticas, discursos, campos de estudios y, muy a su pesar, hasta una supuesta disciplina ya institucionalizada, con el nombre de “estudios culturales”. Es precisamente, esta falta de consenso con respecto a una certera definición de lo que significa “practicar los estudios culturales” lo que garantiza no sólo la imposibilidad de clausura como paradigma disciplinario, sino también su agudo vigor político.

2 Todas las traducciones de textos en ingles son mías.

3 Sobre este tema, ver su Revolution of Poetic Language, parte I, específicamente la sección 13 (90-106). Para un análisis sobre la influencia de Kristeva en Richard, ver la primera parte de mi “Paradojas en la periferia”.

4 Este punto está elaborado en la segunda parte de mi “Paradojas en la periferia”.

5 Para un análisis detallado sobre este tema, ver Richard, Arte en Chile y La insubordinación; Del Sarto, “Disonancias entre las ciencias sociales y la crítica cultural”.

6 En este aspecto sigo la definición provista por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en su Hegemony and Socialist Strategies sobre prácticas articulatorias. “La práctica de la articulación consiste, por lo tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; […] el carácter parcial de esta fijación procede de una apertura de lo social, resultado, a su vez, del constante rebosamiento de cada discurso por la infinitud del campo de la discursividad. Cada práctica social, por lo tanto, es –en alguna de sus dimensiones- articulatoria” (113).

7 Laclau y Mouffe reelaboraron el concepto de sobredeterminación althusseriano, estableciendo: 1- al igual que Freud, la sobredeterminación “es un tipo de fusión preciso que acarrea una dimensión simbólica y una pluralidad de significados. [La fusión] se constituye en el campo de lo simbólico, y no tiene sentido fuera de él” (97); 2- por lo tanto, la sobredeterminación “es el campo de la variación contingente que se opone a la determinación esencial” (99); 3- “para romper con el esencialismo ortodoxo […] a través de la crítica de cada tipo de fijación, a través de una afirmación del carácter incompleto, abierto y políticamente negociable de cada identidad. Esta era la lógica de la sobredeterminación […] la presencia de algunos objetos en otros previene la fijación de cualquiera de sus identidades” (104).

8 Es el capítulo 4 de Desire in Language.

9 Nombre bajo el cual se dio a conocer un grupo de filósofos y sociólogos presentes en el Seminario “Postdictadura y transición democrática” que acometieron la tarea de convertirse en críticos de la propia crítica cultural. Entre ellos, se encuentran Willy Thayer, Carlos Pérez, Federico Galende, Iván Trujillo y Sergio Villalobos entre otros.

10 Estos conceptos son desarrollados por Slajov Žižek en su artículo “How did Marx invent the symptom?” incluido tanto en Mapping Ideology como en The Sublime Object of Ideology. Los números de páginas citados en mi texto provienen de The Sublime Object of Ideology.

11 Llamados “points de capiton” según Lacan o “nodal points” según Laclau y Mouffe. “Si lo social no se las ingenia para fijarse en formas inteligibles o instituidas en una sociedad, lo social solamente existe […] como un esfuerzo por construir ese objeto imposible. Cualquier discurso es un intento de dominar el campo de la discursividad, para detener el flujo de las diferencias, para construir un centro. Llamaremos a estos privilegiados puntos discursivos de fijación parcial, puntos nodales” (112).

12 El antagonismo según Laclau y Mouffe es “la presencia del Otro [que] previene que yo sea totalmente yo-mismo”. El antagonismo “es la falla de la diferencia”, “escapa a la posibilidad de ser aprehendido a través del lenguaje, ya que el lenguaje sólo existe como un intento de fijación que aquel mismo antagonismo subvierte”. El antagonismo, “como testigo de la imposibilidad de una sutura final, es la ‘experiencia’ del límite de lo social” (125).