Entre mediados de los años ’60 y principios de los ‘70, quién sabe si por moda, vocación de populismo, exigencias de un mercado que todavía merecía llamarse “inteligente” o sólo porque ya entonces lo “sofisticado” nunca tenía tanta eficacia cultural como cuando alquilaba una piecita en el interior del mal gusto, la gran mayoría de los cantantes extranjeros que pisaban la Argentina cantaba en castellano. Estoy hablando de cantantes populares, masivos, que casi no parecían tener existencia fuera de la que les concedían las revistas de actualidad y los dos o tres programas de televisión —Casino Philips, Sábados circulares de Mancera— en los que aparecían como figuras estelares. Hablo de Roberto Carlos, Nicola di Bari, Ornella Vannoni, Gigliola Cinquetti, Salvatore Adamo, Domenico Modugno, Iva Zanicchi. Extranjeros peculiares, habría que precisar, porque en ellos la extranjería —todo un mito de la avidez argentina— era un signo menos de prestigio que de fraterna vulgaridad. No eran norteamericanos, lo que los eximía de la sospecha de condescendencia, de perfidia colonial, que el castellano solía despertar cuando caía en los labios enemigos del inglés —el caso Nat King Cole—; eran extranjeros “menores”, mejor dicho amigables, mejor dicho inofensivos: brasileños, italianos, a veces —el caso Aznavour, el caso Gilbert Bécaud— franceses. Reinaban en festivales sórdidos y espectaculares; eran héroes en San Remo, en Viña del Mar, en Eurovisión, y de ahí, de esos sospechosos podios de la canción romántica, saltaban sin transición a los crujientes altavoces de las disquerías de Cabildo y la calle Lavalle. Eran, casi sin excepción, lo que cierto idiolecto porteño de entonces llamaba, con las intenciones naturalmente más aviesas, artistas mersas, mersones, y cantaban canciones de un amor pegadizo, monosilábico, universal, tan universal que las coreaban con el mismo énfasis idiotizado en Valparaíso, en Roma, en Buenos Aires y en Río de Janeiro. Y sin embargo, cada vez que la canción ganadora de San Remo se ponía a ratificar sus laureles en un televisor blanco y negro del barrio de Colegiales, el mío, la impresión que yo tenía era que esas melodías banales, escritas desde el vamos en la lengua internacional del género romántico, cantadas así, en ese castellano un poco entablillado de extranjero profesional y concienzudo, probablemente adquirido a las apuradas en algún rato libre del vuelo que traía al cantante a Buenos Aires, se convertían para mí en pequeñas obras maestras de la particularidad, objetos musicales únicos que, por más que yo fuera capaz de reprocharles su indigencia lírica, su trivialidad, su untuoso sentimentalismo, y eso menos por mi competencia en materia poética que por el desconcierto que me producía reconocer con quiénes yo, niño de clase media ilustrada, solía compartirlos, con qué vasta porción no tan ilustrada de mi propia clase y con qué vecinos inquietantes, la clase media baja o incluso la baja, representada para mí, por ejemplo, en la señora que trabajaba en mi casa, socia indefectible, junto con mi hermano mayor, a la hora de tararear “Te regalo yo mis ojos”, “La distancia” o “He sabido que te amo” frente al televisor —esas canciones, decía, me producían una fascinación que rara vez encontraba, por más placer que me depararan, en las músicas que por edad o por fracción de clase o por condición familiar me estaban “naturalmente” destinadas. Más o menos al mismo tiempo que yo atravesaba estos trances musicales, Susan Sontag describía y anexaba la provincia perversa del camp al mapamundi de la sensibilidad moderna. Pero lo que yo canturreaba en un sincro perfecto con las bocas móviles de di Bari, Modugno o Salvatore Adamo no eran exactamente las letras, no eran los personajes ni las vicisitudes ni las proposiciones suspiradas del mundo cursi, que, más o menos felices, existían independientemente del modo en que cada uno de ellos las cantaba, sino justamente la mezcla de envaramiento, optimismo lingüístico y torpeza que cada cantante ponía en juego cuando cantaba intraduciblemente versos condenados a atravesar intactos todas las lenguas del mundo. Lo que me hechizaba, pues, era un acontecimiento a la vez técnico, dramático y corporal: una pronunciación, una modulación física. Eso que normalmente llamamos un acento.
Ahora, pensándolo bien, se me ocurre que tal vez cierta emanación camp, un eco que entonces era informe, inarticulable, se filtrara en mi fascinación: la conciencia, en todo caso, de que algo que no estaba del todo bien —algo que infringía sin agresividad pero de un modo inapelable los standards básicos del bien decir, la fluidez, la propiedad— podía ser fuente de un cierto goce. Porque mientras yo mismo, al cantarla, iba iniciándome en esa especie de lengua doble en la que cantaban mis cantantes favoritos, también sentía que el hechizo, aunque incondicional, siempre estaba como veteado por un escalofrío de perplejidad. Lo que estoy escuchando, pensaba, no está bien. No es italiano, no es argentino, no es ni siquiera el cocoliche del sainete: es simplemente una lengua mal impresa, una lengua tallada desde adentro por otra, una lengua afantasmada. Y aunque esa operación de tallado no persiguiera propósitos estéticos sino, en todo caso, comerciales, de ampliación de mercado, sus efectos —la distancia, la opacidad, el notable granulado que le proporcionaban a una lengua que hasta entonces yo siempre había considerado como la mía— eran artísticamente tan estimulantes como los alardes poéticos de los songwriters más irreprochables de la época. Si ni Ornella Vanoni ni Bobby Solo eran responsables del síndrome de extrañeza que producía el castellano contra natura en el que cantaban —lengua-maniquí, contrahecha pero clara, algo rígida y al mismo tiempo, sin embargo, sorprendentemente erótica— es porque el acento no era una firma, una huella digital, sino un tipo de inflexión más bien impersonal, protocolar, mecánica. No: es probable que yo ya no escuchara a Iva Zanicchi; seguramente Roberto Carlos no me decía nada. La obra era el acento; era el acento mismo, no Zanicchi ni Roberto Carlos, el que hacía temblar la trivialidad de lo cantado y me conmovía.
Porque se trata, en efecto, de la emoción, de la máquina de afectos y de afectar que una lengua es o puede ser para el que la habla y la escucha y se piensa en ella. Pero se trata en rigor de una extraña calidad de emoción, una que de algún modo, si se extreman un poco las cosas, podría contradecir incluso las condiciones mismas que cualquier emoción exige para irrumpir y manifestarse. Primero y principal, porque el acento, antes que un énfasis que intensificara un quantum emocional previo, era original y era performativo: el acento fundaba una emoción. Y esa emoción era específica porque actuaba de un modo paradojal, a la vez en la proximidad y la distancia, en la adhesión y la perspectiva, en el reconocimiento y la lectura: el acento producía emoción, sí, pero al mismo tiempo designaba la emoción que producía y la lengua en la que irrumpía. Tal vez suene irrisorio exhumar los archivos de un certamen musical italiano para razonar la posibilidad de una emoción brechtiana, o evocar el ataque o las erres en posición inicial pronunciadas eres o la sonorización de las consonantes sordas de Domenico Modugno para postular algo así como un afecto obtuso, que no se juega en la mímesis, ni en la fusión, ni en el reconocimiento homogéneo, sino más bien en cierto bies, cierto sesgo inesperado donde el afecto es al mismo tiempo una fuerza sensible y un valor, una pasión y —eventualmente— un pliegue de sentido.
Pero si estoy aquí, y si todas estas cosas sobrevivieron hasta aquí y hasta hoy, cuando el tiempo, como hace a menudo con muchas de nuestras perplejidades de infancia, bien podría haberlas disipado sin mayor derramamiento de sangre, es porque creo que esa fase aguda de fetichismo prosódico, alimentada por años de fast food musical ítalo-argentino, argentino-brasileño, italo-argento-francés, brasileño-franco-argentino, etcétera, coincidió y se acopló, de una manera probablemente decisiva, con una intuición que, aunque contemporánea, recién empezaba a declarárseme: la intuición de que una identidad plena, toda identidad plena, pero sobre todo la identidad argentina, “nuestra identidad”, no era un horizonte a alcanzar, ni un sueño a cumplir, ni siquiera una construcción a sostener, sino un peligro —quizás el máximo— que había a toda costa que eludir. ¿Fue la dicción de Iva Zanicchi en los versos “Te regalo yo mis ojos/ mis cabellos y mi boca/ y hasta el aire que respiro/ yo mi vida te regalo” —fue esa dicción la que, poniendo en escena una lengua rondada por otra, desactivó con su hechizo la seducción de toda identidad plena? ¿O fueron las múltiples sucursales del aparato de la patria —escuela, himno, narrativa histórica, iconografía, peronismo, Onganía, asesinato de Aramburu, para declinarlas del modo más pueril, y por lo tanto más “realista” posible— las que, al interpelarme como lo que eran, formas de un Todo que aseguraba refugio y tormento, familiaridad y castigo, euforia y resentimiento, y en el que la promesa era el reverso, o el pago, o la coartada, de una suerte de leva monstruosa y proteica, capaz de calzarse cualquier máscara con tal de garantizar niveles satisfactorios de reclutamiento —fueron esas imágenes patrias las que me arrojaron a los brazos de la fobia primero, y luego a esa reescritura de la fobia que desde entonces se ha convertido para mí, como la confianza y la intimidad para el Borges de “El escritor argentino y la tradición”, en algo parecido a una política: la militancia en la causa de las identidades distantes, oblicuas, indirectas?
En otras palabras, lo que no dejo de preguntarme desde que el autor e intérprete de “Amada amante” arrastraba con donaire su pierna mala por el Caribe de cartapesta del Tropicana Club —la pregunta que me persigue siempre, casi tanto como esa estrofa de “La distancia” que en boca de Roberto Carlos dice: “Pensé dejar de amarte de una vez/ Fue algo tan dificil para mí/ Si alguna vez, mi amor, piensas en mí/ Ten presente al recordar/ Que nunca te olvidé” —esa pregunta es: ¿qué relación hay entre identidad y matiz? ¿Ninguna, como diría, apurándome quizá demasiado? Ninguna, en todo caso, que no sea de hostilidad, de conflicto, incluso de aniquilación. Parafraseando un slogan de Godard, el matiz sería a la identidad lo que la excepción a la regla: una fuerza inasible —una diferencia— que la desdice, la declina, la hace incluso delirar. De modo que la pregunta, la segunda pregunta que entonces se pone a perseguirme podría ser: si la identidad busca por definición capturar, reducir, familiarizar el matiz, ¿por qué habría de valer la pena?
Y si retrocedemos ante la dogmática que acecha en toda identidad, ¿cómo evitar, al mismo tiempo, la peor, la más desoladora, la más estéril de las “soluciones” que la fobia pone a nuestra disposición: la histeria? La estrategia es conocida: decimos que no, rechazamos, huimos de la identidad plena (“¿Yo, escritor argentino?”) —y esa negativa nos es inmediatamente sospechosa porque no es radical, no es el Preferiría no hacerlo de Bartleby, que renuncia a una plenitud a pérdida pura, sin esperar ni pedir nada a cambio; esa negativa es el primer movimiento de una transacción, y el pago imaginario que tiene en la cabeza se cae de maduro: la esperanza de que eso de lo que huimos porque somos incapaces de desearlo —eso, por fin, nos desee de una vez. Es entonces, creo, acorralados entre el caso Juanito y el caso Dora, cuando la lección de Modugno, de Roberto Carlos, del inefable Nicola di Bari, de Ornella Vanoni, tan amenazada, a principios de los años ‘70, cuando la Argentina afilaba sus fusiles, por la legión de cantantes argentinas que como réplicas del mundo bizarro fingían, ellas, a su vez, ser italianas —es entonces cuando esa lección cobra toda su relevancia.
Porque si hay para mí algo capaz de neutralizar el despotismo de ese paradigma al que parece condenarnos la cuestión de la identidad, y sobre todo de la identidad argentina, eso es el acento. El acento es el antídoto contra las radiaciones más amenazantes del “ser argentino”: la naturalidad (o más bien cierta capacidad de autonaturalización), la inmediatez, la voluntad de imposición, el estereotipo, la generalidad, la imprecisión. Pero si su función fuera sólo antidótica, si sólo contibuyera a apartar de nosotros el peligro o a revertir las secuelas que nos dejó, el acento apenas sería una superstición más, otro de los rituales obsesivos con los que tratamos de conjurar el influjo de los objetos que más nos asedian. Así que no: matiz, marca, torsión, pienso el acento como una clase rara de maniobra, simultáneamente deliberada y azarosa, y como una manera radical, no por lo espectacular sino más bien por lo tenue, o lo casual, de afectar ese ready-made que es la argentinidad, que nos quema pero con el que no podemos no relacionarnos. Veo el acento, en otras palabras, como el instrumento —y quizás el arte— de una utopía: la de establecer alguna vez con la identidad, con ese sistema de obviedades que es siempre una identidad, la misma relación de sutileza que el acento italiano o carioca o francés me permitía establecer hace cerca de 40 años, frente a un televisor blanco y negro con fantasma, como se decía en aquella época, al mismo tiempo con mi propia lengua y con un mundo de verdades y valores completamente cristalizados, transparentes, irresistibles, llamado “canción romántica”. Se entiende, espero, que digo “obviedades” sin ningún ánimo despectivo, en el sentido más etimológico de la palabra, que la asimila a “lo que va adelante”, en primera fila, y a un sentido o un complejo de sentidos que sólo funciona con eficacia aliado con las persuasiones de la evidencia, la naturalidad, lo inmediato. Puede que el desafío de la identidad, y también su exigencia insoportable, sea a fin de cuentas éste: enfrentarse con la monstruosidad de lo obvio, con la evidencia “natural”, con la verdad que, alguna vez manufacturada con escrúpulo, ahora va de suyo. Si es así, sólo de ese modo, a través de un acento, de su vibración y del estremecimiento que contagia a todo aquello sobre lo que cae, desbordando y distrayendo el sentido de su destino de obviedad, puedo imaginar sin temor algo parecido a una identidad argentina, y no sólo imaginarla sino —colmo de los colmos— también desearla.
*Alan Pauls nasceu em Buenos Aires em 1959. Além de ser um dos escritores argentinos atuais mais interessantes, é professor universitário, roteirista e crítico de literatura e cinema. Publicou quatro romances. O último, El pasado (2003), foi recentemente traduzido para o português e está sendo adaptado para o cinema pelo diretor Hector Babenco, com estréia prevista para final de 2007.
NOTAS
1Texto originalmente apresentado no Encontro “Poéticas de la distancia”, New York University, Novembro de 2005.