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Ocho acercamientos al latinoamericanismo en antropología | Néstor García Canclini

A las dudas manifestadas en distintas épocas acerca de si existe América Latina, puede agregarse que casi no aparece como objeto de estudio en esta disciplina especializada en identidades que es la antropología. Uno de los pocos antropólogos, quizá el último, que trabajó sistemáticamente sobre lo latinoamericano fue Darcy Ribeiro. Desde 1969, cuando publicó Las Américas y la civilización, no tenemos obras con semejante ambición, que consideren el espacio sociocultural latinoamericano como unidad de análisis etnográfico o de teorización etnológica. Han hecho revisiones unas pocas revistas y algunos libros colectivos, por ejemplo los coordinados por Jorge Klor de Alva, Miguel León Portilla, Garry H. Gossen y Manuel Gutiérrez Estévez, en los cuales prevalece lo indígena como “motivo” identificador de lo latinoamericano. Según su repertorio y el de los congresos americanistas, la competencia antropológica se concentra en las sociedades folk o comunitarias tradicionales.

Aquí me propongo, en cambio, explorar la posibilidad de caracterizar lo latinoamericano desde una concepción de la práctica antropológica que en los últimos treinta años construye nuevas perspectivas sobre las “identidades originarias” y al mismo tiempo se revela capaz de escrutar lo urbano, el desarrollo industrial, las comunicaciones masivas y otros procesos de sociedades modernas y complejas.

Como actualmente muchos antropólogos enseñan en centros de estudios latinoamericanos y usan esta denominación en sus escritos, conviene diferenciar los dos sentidos en que se acude a la palabra latinoamericanismo. Tanto dentro de la región como en los institutos dedicados a América Latina en universidades de Europa y Estados Unidos se llaman latinoamericanistas quienes se ocupan de esta área geográfica, aunque la mayoría trabaja sobre un solo país dentro del marco de una disciplina. Estudian, por ejemplo, literatura argentina o brasileña, política colombiana o la cuestión indígena en México. En rigor, son argentinistas, brasileñistas, colombianistas o mexicanistas que se interesan en un aspecto de cada país – la literatura, la política o la etnicidad – y se agrupan parcialmente con los demás especialistas de su disciplina o con otros expertos en la misma sociedad.

En otra acepción, latinoamericanismo designa a una minoría de los investigadores que trasciende la concentración en un país para examinar las tendencias generales de la región. Dado el predominio de los estudios de lengua y literatura en las instituciones europeas y norteamericanas, los análisis comparativos o regionalistas se generan sobre todo en este campo. Algunos historiadores y politólogos también han abarcado la región en conjunto, y en los últimos años la transnacionalización de cuestiones urbanas, económicas, comunicacionales y de seguridad induce a considerar varios países o a América Latina en bloque. Aparecen estudios sobre Mercosur, los tratados de libre comercio, las redes transnacionales de cine y televisión, el narcotráfico, asuntos que involucran a muchas naciones. Una ventaja de estos análisis recientes es que se desprenden de las generalizaciones retóricas del latinoamericanismo voluntarista que postulaba la integración regional a partir de la unidad cultural y política. Suelen basarse, ahora, en estudios empíricos y son más cuidadosos con las diferencias internas.

La antropología hace latinoamericanismo, en la mayoría de los trabajos, en el primer sentido. Dentro de la región, así como en los estudios europeos y estadounidenses, existen especialistas en una etnia, en las “fricciones interétnicas” (Cardoso de Oliveira), o cuando mucho una nación, pero pocas generalizaciones sobre toda el área. Los análisis comparativos toman una dimensión de la vida social o una temática que permite controlar la correlación de los datos: las formas de parentesco o de organización política indígena, los efectos de programas de relocalización por migraciones o represas, las políticas educativas o de salud. Y por lo general estas investigaciones, concentradas en su campo propio, no arriesgan generalizaciones sobre la situación del continente.

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A estas restricciones acostumbradas en los estudios antropológicos es posible añadir que esta disciplina – como también sociólogos, politólogos y analistas del discurso – registra fracasos de los proyectos de integración regional y descreimiento hacia las retóricas continentales (Escobar, Yúdice). Hay que tener en cuenta, asimismo, el avance de prácticas centrífugas, notoriamente las migraciones masivas a Estados Unidos y Europa: ¿qué significa para el latinoamericanismo que el 15 por ciento de los ecuatorianos, una décima parte de los argentinos, cubanos, mexicanos y salvadoreños se hayan ido de sus países? Pensemos también en los discursos de presidentes que durante los años noventa despojaron a Argentina y México de muchos recursos mediante las privatizaciones, Carlos Menem y Carlos Salinas, y se jactaban de que esa apertura económica irresponsable nos situaba en el primer mundo. Migraciones y deseos de adscribirse a las metrópolis sugieren que algo común en varios países de América Latina es no querer ser latinoamericanos.

Podríamos ponernos paradójicos y afirmar que, justamente esta situación agónica del latinoamericanismo, lo vuelve un objeto de estudio atractivo para los antropólogos. Imagino tres líneas de análisis:

a) En primer lugar, el latinoamericanismo es un campo de investigación pertinente para la antropología porque parecería un objeto en proceso de extinción. Aumenta el número de los que se desentienden de América Latina, prefieren conseguir otros pasaportes y vivir en sociedades distintas.

b) En segundo término, como la desintegración actual de América Latina es un resultado del asalto neoliberal a nuestras sociedades y de la descomposición de élites internas, la antropología – en tanto disciplina que se dedica a unidades pequeñas de análisis, o, en una palabra: a minorías – tiene instrumentos para analizar cómo están reconfigurando la región latinoamericana las minorías económicas y culturales que “controlan” la globalización. (No faltan ejemplos de antropólogos que lo hacen de modo muy productivo, desde el estudio de Ulf Hannerz sobre cómo los corresponsales extranjeros administran el asombro ante las diferencias culturales hasta la investigación de Gustavo Lins Ribeiro acerca de las políticas de identidad en las oficinas del Banco Mundial.)

c) En tercer lugar, dada la predilección de muchos antropólogos por los rituales que crean sentido sociocultural más que por las acciones pragmáticas que cambian o conservan las megaestructuras económicas, es un objeto de estudio atractivo el comportamiento ritual que más ha condicionado en las últimas décadas el desarrollo y la decadencia latinoamericanos: la renovación periódica de la deuda externa y las ceremonias políticas en que se trata de conjurar sus efectos destructivos.

Sin embargo, no pienso que la antropología deba ocuparse sólo ni preferentemente de los procesos socioculturales en extinción, ni de las minorías, ni de los rituales. La historia de esta disciplina da instrumentos teóricos y metodológicos para estudiar los movimientos macrosociales e interculturales en ascenso, lo que ocurre en el conjunto de grandes unidades de análisis (hasta llegar a la globalización) y en las prácticas conservadoras o transformadoras, con eficacia pragmática y no sólo simbólica.

En los últimos años, los procesos globalizados intensifican la regionalización. Es difícil examinar lo que sucede en las economías indígenas, en las políticas nacionales y en la industria editorial o televisiva si nos quedamos en una escala local o nacional. Por eso, se multiplican en congresos y revistas las investigaciones comparativas y transnacionales. Se hacen estudios sobre fronteras, en las redes de comunicación globalizadas y acerca de las representaciones que unas sociedades tienen sobre otras. Cabe preguntarse en qué sentido los aportes antropológicos sobre estos procesos son capaces de participar en la redefinición del latinoamericanismo y de las maneras de estudiarlo.

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La antropología ha contribuido, junto a otras ciencias sociales, a desalentar la búsqueda de identidades esenciales, sean de naciones o continentes. Preguntarse por el “ser latinoamericano” es una ocupación todavía prolongada por algunos filósofos o críticos literarios, y por políticos populistas o intelectuales de izquierda, indiferentes a las nuevas condiciones que la globalización tecnológica y sociocultural (no sólo el neoliberalismo) coloca a las utopías de épocas pasadas. La información antropológica y sociológica sobre la transnacionalización de la economía y la cultura quitó verosimilitud a aquellos proyectos sociales y políticos. La noción misma de identidad nacional fue erosionada por los flujos económicos y comunicacionales, los desplazamientos de migrantes, exiliados y turistas, así como los intercambios financieros multinacionales y los repertorios de imágenes e información distribuidos a todo el planeta por diarios y revistas, redes televisivas e Internet. Los modos de organizar experiencias colectivas bajo nombres nacionales durante la primera modernización – argentinos, bolivianos, brasileños, mexicanos – ya no muestran la cohesión ni la certeza que creían tener quienes se agrupaban bajo esos caracteres o identidades comunes.

Desde los años cuarenta a los setenta del siglo XX, se quiso estirar esa concepción nacionalista a escala continental. Se comenzó a imaginar cómo podían articularse sociedades latinoamericanas volcadas hacia adentro. La industrialización y el avance de las ciencias sociales auspiciaron reelaboraciones originales de la situación continental, sobre todo en el desarrollismo de la CEPAL: al tecnificar la producción, ir autoabasteciendo el consumo interno y exportar manufacturas, llegaríamos a superar el deteriorado intercambio de los países periféricos con los centrales. Como se esperaba que acabáramos importando más de otros países de la región que de las metrópolis, se crearon instituciones para organizar el libre comercio y hacer porosas las aduanas: en 1958 el Mercado Común Centroamericano, en 1960 la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, en 1969 el Grupo Andino y en 1973 la Comunidad del Caribe.

Aun cuando entre 1960 y 1980 el producto interno bruto latinoamericano creció 6 por ciento en promedio, el modo de desarrollo concentrador y excluyente, así como el incumplimiento de los convenios que originaron a esos organismos y redes internacionales por conflictos internos de los países involucrados, frustraron los programas de integración continental. Las crisis petroleras de los años setenta y la acumulación irresponsable de deuda externa, más las dictaduras en el cono sur, Brasil y Centroamérica, fueron ahogando la acción independiente de toda la región. Políticas monetarias erráticas, oscilantes entre hiperinflación y devaluaciones, redujeron los salarios, la capacidad de ahorro interno y la flexibilidad en las negociaciones internacionales. Entre tanto, los acuerdos comerciales del GATT impuestos por los países industrializados y los condicionamientos del FMI para “auxiliar” a los gobiernos latinoamericanos estrangulados por las deudas arrinconaron las iniciativas de la ALALC y las solidaridades andinas, centroamericanas y caribeñas.

Ahora, los estudios sobre nación y cultura descreen de aquellas identidades ontológicas (Martín Barbero, Ortiz) y de la reciente etapa de integraciones voluntaristas. Abandonan cualquier pretensión de definir razas, radiografiar la pampa, catalogar esencias identitarias. En la literatura antropológica latinoamericana, como en otras regiones, tiende a entenderse la identidad como el “repertorio de acciones, lengua y cultura que permiten a cada persona reconocer que pertenece a cierto grupo social e identificarse con él”. [2] Este mismo autor finalmente prefiere hablar, más que de identidad, de identificación, para aludir a su sentido contextual y fluctuante. En las interacciones transnacionales un mismo individuo puede identificarse con varias lenguas y estilos de vida. Más que identidades únicas encontramos mapas simbólicos, que se modifican al traspasar fronteras geopolíticas: por ejemplo, cuando un sector significativo de una nación vive, como los cubanos, los mexicanos y los salvadoreños, en el extranjero.

No obstante, suele intentarse contrarrestar los efectos destructivos de la globalización neoliberal exaltando las “identidades locales”. Frente a las deudas y las migraciones que relativizan las fuerzas nacionales, algunos políticos y analistas de la cultura creen encontrar en las tradiciones populares las reservas últimas que podrían jugar como esencias resistentes a la globalización.

Por una parte, es comprensible que la crisis de los modelos políticos nacionales y de los proyectos de modernización de décadas pasadas estimule esta búsqueda de alternativas autonomistas. Su parcial eficacia puede apreciarse en el zapatismo mexicano y otros agrupamientos étnicos o regionales en Chile, Ecuador y Guatemala. Cambios legales a favor de las autonomías indígenas logrados en Colombia, y en partes de México, por ejemplo en Oaxaca, revelan la potencialidad de estas afirmaciones identitarias. Desde hace décadas la antropología acompaña extensamente estos movimientos sociopolíticos, en sus versiones más avanzadas a través de diagnósticos críticos del indigenismo y los programas de etnodesarrollo (Bartolomé, Bonfil, Escobar y Stavenhagen).

Al mismo tiempo, hay que indagar en qué medida la languidez de las economías y los Estados latinoamericanos puede reorientarse o “compensarse” sólo desde afirmaciones de lo local. Algunos movimientos que erigieron utopías desde tradiciones exacerbadas, como Sendero Luminoso, han mostrado sus riesgos. Por otra parte, las frustraciones experimentadas en Venezuela por el gobierno de Hugo Chávez para reorientar y reactivar la economía de su país, hacen dudar de “soluciones” nacionalistas maniqueas que no toman en cuenta la formación heterogénea y compleja de las sociedades latinoamericanas, ni su inserción avanzada en los mercados mundiales. Más que las afirmaciones identitarias aislacionistas, autores como Luis Villoro sugieren retomar de la herencia indígena el sentido comunitario de convivencia. Explica Villoro que quienes ya no nos definimos por el arraigo a la tierra, ni dependemos para subsistir de tareas agrícolas comunes, necesitamos reelaborar esa perspectiva comunitaria en las condiciones de la ciudad moderna (en consejos barriales, obreros y asociaciones de la sociedad civil) y a la medida de un mundo interdependiente.[3]

Ninguna descripción actualizada de la inserción de las sociedades latinoamericanas en las estructuras y los flujos globales permite imaginar aislamientos sustentables. Las sociedades se vuelven cada vez más cosmopolitas, y el ahogo económico de los Estados, que los priva de excedentes para distribuir, descarta cualquier ocurrencia populista. No se ve cómo una ideología fundamentalista-populista, que fracasó cuando las naciones y los sectores populares tenían mayor autonomía e iniciativa, puede contribuir con demandas de corte tradicional a la modernización e integración latinoamericana en esta época globalizada. Reconocen esta dificultad algunos movimientos de reivindicación local o étnica, como el zapatismo, que articulan sus demandas locales y nacionales con la mirada en el contexto mundializado. El proceso “modernizador – desestabilizador” de las formas antiguas de gestión del entorno natural en la Amazonia y en otras zonas tropicales de bosques húmedos ya no afecta sólo a los nativos, sino “como un problema del planeta entero (y, por tanto, de los mismos países industrializados que tienen un evidente interés en proteger una biodiversidad que puede ser una fuente de riqueza…)” Así, ocurre una “verdadera ‘internacionalización’ de la cuestión indígena” que incluye a movimientos transnacionales como las ONG dedicadas a los derechos humanos, la defensa del medio ambiente y a promocionar un desarrollo autosustentable. [4]

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Alentados por estos movimientos, algunos antropólogos encuentran en el indoamericanismo la reserva crítica y utópica de una solidaridad rebelde latinoamericana. Las elocuentes irrupciones ocurridas durante la última década en regiones de Bolivia, Brasil, Ecuador, Guatemala y México son interpretadas por antropólogos y no antropólogos de otras zonas, por poscolonialistas entusiastas, como recursos capaces de nutrir programas para el conjunto de nuestras sociedades. Es indudable que en los países que acabo de nombrar, y en algunos más, la importancia demográfica y sociocultural de los grupos indios debiera tener un reconocimiento mayor en las agendas nacionales, y también en las internacionales. Pero la emergencia indígena no puede leerse como develamiento de sabidurías y modos de vida preglobalizados que mágicamente instalarían, en el hueco dejado por la devastación neoliberal, soluciones productivas y armonías comunitarias arrinconadas. La creciente presencia de los indios sucede al pasar de campos y selvas con baja competitividad económica a ciudades cada vez más inhóspitas, hace irrumpir sus costumbres comunitarias junto con hábitos clientelares, reclamos de autonomía y liberación mezclados con machismos y otras jerarquías autoritarias. [5] Ese cocktail de tradicionalismos, a veces nombrado “América profunda”, está sirviendo en procesos demasiado contradictorios: en ocasiones para impulsar rebeliones, en otros casos para expandir el narcotráfico y otras violencias desintegradoras, según se aprecia con particular dramatismo en Colombia.

Muchos grupos emergentes comprenden que la nueva valoración de las culturas locales no basta para encarar los nuevos desafíos de la globalización, ni para ocupar los vacíos dejados por el derrumbe de utopías modernistas y socializantes. Los indígenas pueden pedir, y a veces lograr, como en Brasil (1988), en Colombia (1991) y en Ecuador (1998), que se redefinan constitucionalmente las naciones, que algunos Estados se declaren pluriculturales, que aliados remotos les den solidaridad por Internet. Pero también descubren que ahora hay menos Estado para atender sus demandas y proteger eficazmente sus derechos. A menudo, los aliados no indígenas confunden los reclamos étnicos con ecologismo, desvían la sabiduría arcaica al esoterismo y convierten la trama compleja de cantos, ceremonias y trabajo en discos de world music. Estos usos desplazados de las “herencias indígenas” a veces son interesantes para preservar la biodiversidad o desarrollar industrias culturales endógenas, pero su reubicación señala la necesidad de repensar las tradiciones nativas en procesos interculturales de mayor escala.

Los movimientos indígenas, en tanto, advierten que la articulación autónoma de sus pueblos no puede convertirse fácilmente en panindianismo dentro de sistemas jurídico-políticos modernos regidos por otra lógica y a la vez erosionados por la rapacidad de los acreedores transnacionales. A esas dificultades se agregan sus propias contradicciones internas como comunidades indias, los equívocos acuerdos con los deseos de comunidad de los demócratas modernizadores, y, en varios casos, con la otra “modernidad” del narcotráfico y la ilegalidad transnacionales. No hay pasajes sencillos de la nación maya al reordenamiento tripartidista del sistema político mexicano, ni del Tahuautinsuyu a la degradación urbana en La Paz o Lima, o a las reglas abstractas y los cabildeos de la “cooperación internacional”. De manera que los movimientos valorados como más exitosos, por ejemplo el zapatismo, oscilan entre reclamar que sus lenguas y tradiciones orales, sus usos y costumbres, encuentren lugar en los códigos modernos nacionales, con pretensiones de universalidad, y, por otro lado, limitarse a proteger el equilibrio con la naturaleza y dentro de sus grupos en el entorno inmediato. Así como en la lengua tzeltal, en Chiapas, el término “derechos” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se traduce por la expresión ich ‘ el ta muk, o sea respeto, los pueblos necesitan ir y venir entre pedir que sus derechos sean reconocidos en el mundo moderno y tratar de al menos ser respetados en su mundo, que por supuesto no está fuera de la modernidad.

Varios antropólogos postulan un futuro distinto para la multietnicidad latinoamericana que en otras partes del mundo. En esta región que, fuera de Europa, fue la primera en desarrollarse bajo la forma moderna del Estado-nación, los actores étnicos parecen estar en mejores condiciones para trabajar en la construcción de “un techo común” [6], un “espacio de protección” [7], “representado por el Estado, su autoridad y sus servicios”, sostiene Christian Gros A esto se agrega que en América Latina habría menores riesgos de integrismo porque “la frontera étnica en construcción puede difícilmente tomar una dimensión religiosa” [8]. Serían más viables naciones laicas, contratos entre ciudadanos diversos.

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Pocas veces se dice, en medio del auge indianista reciente, que América Latina tiene, junto a los cuarenta millones de indígenas, una población afroamericana de varios millones, difíciles de precisar, como una consecuencia más de la desatención que sufren en los planes de desarrollo. En la medida en que la cuestión indígena tiene un papel más claro debido a la importancia histórica y demográfica de los pueblos originarios, al menos viene recibiendo creciente reconocimiento. En cambio, a los grandes contingentes afroamericanos se les ha negado casi siempre territorios, derechos básicos y aun la posibilidad de ser considerados en las políticas nacionales y en los simposios sobre el desarrollo latinoamericano. Existen estudios especializados, por ejemplo sobre la santería cubana, el candomblé brasileño y el vudú haitiano, y últimamente las músicas que los representan son valoradas y difundidas por las industrias culturales. Pero rara vez se incluye a los grupos que sostienen estas producciones culturales en el análisis estratégico de lo que puede ser América Latina.

Lo afro es tomado, como ocurre a veces con las contribuciones indígenas, como contraparte o complemento de la herencia occidental, pero con alcance restringido. Es hora de preguntarnos en el conjunto de la región, no sólo en Brasil y los países caribeños donde “la negritud” es más visible, sino también en el área andina, en México, y en las demás zonas de América Latina, qué significan los carnavales, los templos y rituales religiosos, los usos de las aportaciones afroamericanas en las industrias culturales [9]. ¿Cómo comprender sin esta participación afro danzas como el rap y muchas formas de fusión con el jazz y el rock, el tango y el huaino, configuraciones simbólicas que permean prácticas sociales de muchos sectores latinoamericanos, el multiculturalismo de la CNN y el éxito de otros programas de televisión?

Los muchos modos en que está adquiriendo visibilidad la presencia afroamericana – de formas análogas a lo que ocurre en las diferencias de género – comienza a cambiar la reflexión sobre el multiculturalismo, la ciudadanía y las desigualdades, más allá de las definiciones oficiales de nación y de latinoamericanidad, y también de los cuestionamientos antropológicos construidos predominantemente a partir de la etnicidad indígena. Abre la mirada hacia las muchas formas de ser latinoamericanos (Escobar, Wade).

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La antropología no se ha detenido en lo indígena y lo afro. Viene ocupándose también de los migrantes europeos, sobre todo españoles y portugueses, y asimismo los árabes, italianos y judíos, hasta las migraciones asiáticas más variadas (japoneses, coreanos y chinos). Esta vasta multiculturalidad desdibuja lo supuestamente distintivo, o sea lo indígena y también lo latino de nuestra América. ¿Cómo alcanzar una redefinición más inclusiva de lo latinoamericano? ¿O acaso tanta multietnicidad vuelve imposible la tarea?

Un antropólogo español, Manuel Gutiérrez Estévez, propone concebir a América Latina como un “cadáver exquisito” a la manera del juego surrealista con este nombre, que consiste en formar una frase o un dibujo, entre varias personas, doblando el papel luego de que cada uno escribe para que nadie conozca la colaboración anterior: la frase compuesta por primera vez, que denominó este juego, era “el cadáver / exquisito / beberá / el vino / nuevo”. De modo análogo, nuestro continente se habría formado como un enorme texto inacabado y lleno de pliegues. No un mosaico, ni un puzzle, donde las piezas se ajustan entre sí para configurar un orden mayor y reconocible. Nuestras variaciones culturales no encajan unas en otras. Como un cadáver exquisito, al sumarse indígenas, negros, criollos, mestizos, las migraciones europeas y asiáticas, lo que nos ha ido sucediendo en campos y ciudades constituye un relato discontinuo, con grietas, imposible de leer bajo un solo régimen o imagen. De ahí la dificultad de encontrar nombres que designen este juego de escenarios: barroco, guerra del fin del mundo, amor latino, realismo mágico, narcotráfico, quinientos años, utopía, guerrilla posmoderna. Todo esto tiene en común, dice Gutiérrez Estévez, que fascina a los europeos. Necesitados de nombrar ese vértigo de rupturas, hablan de “los latinoamericanos” o “los sudacas”. Entre el temor y el entusiasmo, según este autor, “orientalismo y latinoamericanismo son las dos enfermedades seniles del europeísmo.” [10]

Esta sugerente visión debe complementarse con el análisis de las estrategias hegemónicas y críticas que han buscado hacerse cargo de esas diversas fuentes socioculturales, de sus temporalidades distintas. La diversidad cultural junto a las roturas o las costuras que le ocurren en las luchas de poder. Lo indígena con lo criollo en México, lo criollo enfrentado o paralelo a lo indígena en Perú, lo afro con lo europeo en Brasil, y así sucesivamente. Hasta las sociedades complejas y transnacionalizadas en que los antropólogos encontramos nuevas formaciones culturales engendradas por la urbanización y aun las megaurbanizaciones (México y Sao Paulo como emblemas de latinoamericanicidad), las industrias culturales y los heterogéneos modos de recepción en culturas diversas (¿qué atributos justifican la telenovela como género latinoamericano?).

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No es posible cerrar el balance de lo que la antropología representa para la comprensión de América Latina sin aludir a la variedad de investigaciones antropológicas e históricas, de estudios culturales y comunicacionales, que en los últimos años buscan trazar líneas de inteligibilidad entre los pliegues y momentos del cadáver exquisito. Las más productivas no pretenden responder a preguntas sobre la identidad latinoamericana, sino comprender las alianzas interculturales que llamamos Caribe o área andina, las áreas económicas que se nombran Norteamérica o Mercosur. Cómo tropezamos en las fronteras y las cruzamos, con que estrategias narrativas y mediáticas se configuran los relatos de lo latinoamericano.

Dos ejemplos rápidos. Por un lado, los estudios comparativos sobre las políticas de desarrollo y la formación de naciones y ciudadanías. Hay que destacar, ante todo, el vasto esfuerzo de Arturo Escobar que sitúa las peripecias de América Latina, especialmente ante los dilemas ecológicos, en el marco de las políticas de los organismos mundiales y de los movimientos sociales transnacionalizados: su libro El final del salvaje es clave para entender cómo debe expandir la antropología su agenda. En otro texto intenté mostrar el giro antropológico que configuran los trabajos de Mónica Quijada y Rita Segato sobre la formación unificada de la Argentina mediante la descaracterización de las diferencias étnicas; las investigaciones de Roger Bartra y Claudio Lomnitz acerca de la formación mestiza de México y el papel de la antropología en las políticas pluriculturales; el análisis de Rita Segato sobre el sincretismo brasileño, donde las identidades son menos monolíticas que en otros países, y la hibridación, a diferencia del mestizaje mexicano, no impide que el sujeto preserve para sí la posibilidad de distintas afiliaciones, pueda circular entre identidades y mezclarlas. Estas y otras reformulaciones de los procesos de hibridación corren el eje de la investigación antropológica: de la identidad a la heterogeneidad y la interculturalidad. Ponen en evidencia los complejos regímenes de pertenencias múltiples que sostienen los actuales ejercicios de la ciudadanía y las políticas de muchos movimientos sociales [11].

La otra línea renovadora que quiero destacar en la reflexión sobre América Latina viene de los estudios sobre migrantes que salen de la región. Pienso, por ejemplo, en los renovadores trabajos de Gustavo Lins Ribeiro con brasileños en California, de Roger Rouse, José Manuel Valenzuela y Stefano Varese sobre mexicanos en la misma zona, los de Dolores Juliano y Verena Stolcke acerca de argentinos en Europa y las nuevas retóricas de la exclusión. Comenzamos a percibir un nuevo mapa en el que deben incluirse porcentajes altos de expatriados. América Latina no está completa en América Latina. Su imagen le llega de espejos diseminados en el archipiélago de las migraciones.

En varias naciones de América Latina y el Caribe las remesas de dinero enviadas por los migrantes representan más del 10 por ciento del producto interno bruto. México recibió en 2001, según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo, 9.273 millones de dólares de sus residentes en Estados Unidos, o sea casi lo mismo que ingresa por turismo y el doble de sus exportaciones agrícolas. Los trabajadores salvadoreños en el exterior enviaron a su país el mismo año 1,972 millones, los dominicanos 1,807 millones y los ecuatorianos 1,400 millones de dólares. En conjunto, América Latina recibió en 2001 una vez y media lo que pagó como intereses por su deuda externa en los últimos cinco años, y mucho más de lo que llega en préstamos y donaciones para el desarrollo.

Si bien estos números importan para apreciar el grado en que los habitantes de América Latina dependemos de lo que sucede fuera de la región, mucho de lo que ocurre en estos procesos extraterritoriales no es medible en cifras. Así como el arribo de inversiones externas dice sólo una parte del estado de la economía, la intensificación de las migraciones está modificando de muchas maneras la ubicación de “lo latinoamericano” en el mundo. Las últimas aperturas de fronteras van junto con formas nuevas de discriminación, las mejores condiciones de sobrevivencia local que hacen posible las migraciones y remesas – en los países centrales y en los periféricos – deben ser vistas al lado del desarraigo y la destrucción o reorganización del sentido histórico. Surgen nuevos conceptos identitarios que desbordan los contenedores nacionales: oaxacalifornianos, argenmex, brasiguayos y muchos otros que están abriendo las antropologías “nacionales” y las nociones estrechas de ciudadanía [12].

Asimismo, se redimensiona el horizonte de lo latinoamericano por la migración de nuestros productos culturales, sobre todo la exportación de músicas y telenovelas. Los muchos rostros de la latinoamericanidad se forman en lo que sucede dentro del territorio históricamente delimitado como América Latina y también en lo que se reinterpreta e inventa fuera de la región, en los mensajes que nos mandan, junto con las remesas de dinero, los migrantes y los editores de sus voces en Los Ángeles y Miami, quienes comentan las novelas de latinoamericanos ahora escritas desde Barcelona.

La música ha tematizado esta multilocalización de los lugares desde los cuales se habla. Es un proceso largo, iniciado al menos desde que la radio y el cine hicieron que Carlos Gardel fuera apropiado en Colombia, México y Venezuela, y también en España y Francia, Agustín Lara en Argentina, Chile y diez países más, los soneros veracruzanos y los salseros puertorriqueños en todas las naciones del Caribe y aún más allá. Los rockeros y los músicos tecnos de distintos países componen discos juntos, y las empresas discográficas transnacionales los hacen circular por todas partes.

“De dónde son los cantantes” sigue preguntando la canción cubana.

Esta difusión translocal de la cultura, y el consiguiente desdibujamiento de territorios, se agudizan ahora, no sólo debido a los viajes, los exilios y las migraciones económicas. También por el modo en que la reorganización de mercados musicales, televisivos y cinematográficos, reestructura los estilos de vida y disgrega imaginarios compartidos.

Sería justo extenderse, si hubiera tiempo, en la reestructurada visión de lo latinoamericano que van componiendo los estudios últimos de la antropología, como en otras disciplinas. Pero prefiero ocupar una página en mencionar la discrepancia entre las condiciones de producción y circulación de un nuevo pensamiento latinoamericano. Desde la perspectiva de la producción intelectual no es difícil reconocer que hace veinte años viene notándose en Argentina, Brasil, Colombia, México y Perú (aunque no son los únicos países) una renovación de los temas y áreas de competencia de la antropología, en las estrategias metodológicas y en la formación de una decena de excelentes posgrados, donde se están formando doctores con nivel equivalente al de las mejores universidades de Europa y Estados Unidos. Pese a las deficientes bibliotecas y los salarios y financiamientos paupérrimos, salvo en Brasil y México, hay investigaciones antropológicas, o socioculturales en las que participan antropólogos, que están cambiando los modos de estudiar las ciudades, comprender los proyectos o fracasos de las integraciones económicas junto a los intercambios íntimos de las fronteras, las comunidades transnacionales de consumidores propiciadas por radio, cine, televisión e Internet, las violencias nacionales y domésticas.

Si se difunde algo de estos avances es porque hasta los investigadores jóvenes viajan más que en el pasado, algunos posgrados tienen alumnado multinacional, los congresos y revistas de un país dan espacio para voces de otros. Pero salvo estas comunicaciones ocasionales, mantenidas precariamente a través de Internet, la balcanización del continente es la política predominante. ¿Hay que asombrarse de que América Latina se diluya como objeto de estudio dentro de la región cuando las editoriales con catálogo y distribución latinoamericana han sido asfixiadas o sometidas a la especulación mercantil de las transnacionales, cuando no hay condiciones institucionales ni financieras para articular investigaciones de alcance internacional y colecciones enteras como los cuadernos de la Universidad de Brasilia, los libros del Instituto Colombiano de Antropología y la Universidad Autónoma Metropolitana de México, ven librada su circulación en otros países a la difusión confidencial de las fotocopias? El latinoamericanismo será un resultado del azar de los encuentros personales mientras no haya redes académicas ni industrias culturales que lo cultiven como esfera pública.

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He tratado de mostrar conjuntamente materiales obtenidos en distintos países latinoamericanos y en los centros metropolitanos que estudian esa región. Soy consciente de que no configuran un conjunto suficientemente articulado, dejan por construir muchas mediaciones y compatibilidades entre las escalas de análisis. Quizá esta tarea sólo pueda ser concebida como fragmentaria e inacabable.

Así como no tiene sentido explorar una identidad común latinoamericana, tampoco podemos construir la noción histórica, abierta y cambiante de un espacio sociocultural latinoamericano como una realidad compacta. La convergencia histórica de la región puede ser todavía un proyecto sociopolítico y cultural deseable, y seguramente más practicable que en cualquier época anterior gracias a facilidades comunicacionales que permiten incrementar intercambios y acuerdos económicos, políticos y culturales. Una tarea posible de los antropólogos es proporcionar conocimientos sobre la diversidad y la unidad de la región que contribuyan a tomar decisiones. Pero para que esas decisiones sean sustentables importa que la antropología aporte también su saber sobre las diferencias y desigualdades, sobre lo innegociable en la interculturalidad, sobre las distancias que ni los programas de homogeneización económica, política ni mediática van a poder suturar, las resistencias étnicas que los Estados no lograron vencer, los perfiles regionales y de naciones que persisten en la globalización.

Vuelve a aparecer, así, la antropología como el saber sobre lo irreductible de las sociedades y las culturas. Pero con un cambio. A diferencia de los tiempos del relativismo a ultranza, muchos antropólogos estamos hoy tan interesados en contribuir a que los grupos marginados se afirmen y desarrollen como a entender las condiciones más amplias que reproducen su marginación y valorar las oportunidades interculturales en que los pueblos buscan ser competitivos, intercambiar con otros y convivir. En fin, no quedarse solos. Por eso, no nos dedicamos sólo a las minorías, ni privilegiamos los rituales y las consolaciones simbólicas. Nos interesa lo latinoamericano como un horizonte donde dejar de ser minorías aisladas y proyectos inconexos.

Es el momento en el que la antropología descubre que vino al mundo, más que para afianzar identidades, para comprender su conflictiva existencia múltiple. No para consolar a las minorías o enfrentar a quienes buscan subordinarlas; más bien describir los trabajos de la convivencia y por tanto las ilusiones de los poderes. Ni siquiera para limitarse a celebrar los rituales que tratan de soldar las fracturas, convertir los choques entre civilizaciones o clases o etnias en eufemismos simbólicos, sino para averiguar cómo actúan las soldaduras y los eufemismos impuestos junto a las heridas abiertas y los acuerdos solidarios.

Néstor García Canclini é Professor e Pesquisador da Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, ciudad de México. Publicou Consumidores e cidadãos. Conflitos multiculturais da globalização. 4ª ed. Rio de Janeiro: Editora da UFRJ, 1999; Culturas híbridas. Estratégias para entrar e sair da modernidade. 2ª ed. São Paulo: Edusp, 1998 e Globalización imaginada. México: Paidós, 1999, entre outros.

NOTAS


[1] Presentado en la conferencia “The New Latin Americanism: Cultural Studies Beyond Borders”, Universidad de Manchester, 21 y 22 de junio de 2002.

[2] WARNIER, Jean Pierre. La mondialisation de la culture. París: La Découverte, 1999. p. 9.

[3] VILLORO, Luis. De la libertad a la comunidad. México: Cátedra Alfonso Reyes (ITESM), Editorial Planeta Mexicana, 2001. Cap.I.

[4] GROS, Christian. Políticas de la etnicidad: identidad, estado y modernidad. Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000. p. 102.

[5] BARTRA, Roger. “Sangre y tinta del kitsch tropical”. Fractal. México, n. 8, Primavera, 1998.

[6] GELLNER, Ernst. Nations and nationalism. Oxford: Basil Blackwell, 1983.

[7] ELIAS, Norbert. La société des individus. París: Fayard, 1991.

[8] GROS, Christian. Op.Cit. p. 126.

[9] CARVALHO, José Jorge de. “Las culturas afroamericanas en Iberoamerica: lo negociable y lo innegociable”.In: Seminario auspiciado por la Organización de Estados Iberoamericanos: “Las Culturas Iberoamericanas en el Siglo XXI”. México, 21-22 de enero de 2002.

[10] GUTIÉRREZ ESTÉVEZ, Manuel, “América Latina: un cadáver exquisito” conferencia en la Fundación “La Caixa”, ciclo “En torno a lo latino”, 27 de febrero de 1997.

[11] GARCÍA CANCLINI, Néstor. La globalización imaginada. México: Paidós, 1999.

Idem. Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo, 2001.

[12] CARDOSO DE OLIVEIRA, Roberto. “Epílogo I. Fronteras, naciones e identidades. Comentarios”. In: GRIMSON, Alejandro (comp.). Fronteras, naciones e identidades. La periferia como centro. Buenos Aires: CICCUS, La Crujía, 2000.

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